Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 13 de Enero de 1.997.

Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 13 de Enero de 1.997.

 

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Excelencias,

Señoras y Señores:

1. Vuestro Decano, el Señor Embajador Joseph Amichia, acaba de presentarme vuestros amables augurios con la serenidad y la delicadeza que todos conocemos. Lo ha hecho por última vez, ya que, después de veinticinco años, regresará definitivamente a su querida Costa de Marfil. A su esposa, a su familia, a sus compatriotas y a él mismo deseo ofrecer, en nombre de todos, los mejores votos para que en el futuro pueda llevar a cabo sus proyectos más entrañables.

A todos Ustedes, Excelencias, Señoras y Señores, expreso mi cordial agradecimiento por sus augurios y les manifiesto mi reconocimiento por las muestras de aprecio que manifiestan tan a menudo hacia la labor internacional de la Santa Sede. Dentro de poco tendré ocasión de saludarles personalmente y expresarles mis sentimientos de estima. Por medio de Ustedes deseo también hacer llegar mis afectuosos y fervientes votos a los dirigentes de sus Países y a sus compatriotas: ¡que el año 1997 marque una etapa decisiva en la consolidación de la paz y en una prosperidad mejor compartida por todos los pueblos de la tierra!

En mi Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1997, invitaba a todos los hombres de buena voluntad a "emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación" (n. 1). ¿Cómo empezarla mejor, sino con Ustedes, Señoras y Señores, que son observadores cualificados y atentos de la vida de las Naciones? En este inicio de año, ¿dónde están la esperanza y la paz? Esta es la pregunta que quisiera responder con Ustedes.

2. La esperanza. Muy afortunadamente no está ausente en el horizonte de la humanidad. El desarme ha superado etapas importantes con la firma del Tratado de prohibición completa de las pruebas nucleares, que la Santa Sede ha firmado, con la esperanza de una adhesión universal. Desde ahora la carrera de los armamentos nucleares y su proliferación están puestas al margen de la sociedad.

Sin embargo, esto no debe hacernos menos vigilantes respecto a la producción de armas convencionales o químicas cada vez más sofisticadas, ni indiferentes a los problemas planteados por las minas antipersonas. A propósito de éstas últimas, espero que un acuerdo, jurídicamente obligatorio y con adecuados mecanismos de control, vea la luz durante la reunión prevista en Bruselas el mes de junio próximo. ¡Debe hacerse todo lo posible para construir un mundo más seguro!

Casi todos los Gobiernos, reunidos en el marco de la Organización de las Naciones Unidas en Estambul para la II Conferencia sobre los Asentamientos humanos y en Roma para la Cumbre mundial de la F.A.O., han asumido compromisos concretos de cara a conciliar mejor el desarrollo, el crecimiento económico y la solidaridad. El derecho a la vivienda y a la distribución equitativa de los recursos de la tierra se han tomado como prioridades para los años futuros: éstos son pasos decisivos.

Nosotros debemos tomar nota igualmente del acuerdo concluido a finales de año en Abidjan para la paz en Sierra Leona, esperando que el desarme y la desmovilización de los hombres armados tengan lugar sin demora. Es de desear que suceda lo mismo en la vecina Liberia, comprometida también en un difícil proceso de normalización y de preparación para elecciones libres.

En Guatemala, parece que la paz se perfila finalmente en el horizonte después de muy largos años de luchas fratricidas. El acuerdo firmado el 29 de diciembre último, creando un clima de con fianza, debería favorecer, en la unidad y con valentía, la solución de los numerosos problemas sociales aún sin resolver.

Dirigiendo nuestra mirada hacia Asia, esperamos la fecha del 1º de julio de 1997, cuando Hong kong será reintegrado a la China continental. En consideración de la consistencia y vitalidad de la comunidad católica que reside en aquel territorio, la Santa Sede seguirá con gran interés esta nueva etapa, esperando que el respeto de las diferencias, de los derechos fundamentales de la persona humana y de la supremacía del derecho jalonen este nuevo itinerario, preparado con pacientes negociaciones.

3. La paz, en segundo término. Parece aún precaria en más de un lugar del planeta y, en todo caso, está siempre a merced de egoísmos o imprevisiones de muchos protagonistas de la vida internacional.

Muy cerca de nosotros, Argelia sigue debatiéndose en un abismo de violencia inaudita, dando la triste imagen de todo un pueblo tomado como rehén. La Iglesia católica ha pagado allí un pesado tributo, el año pasado, con el bárbaro asesinato de siete monjes de la Trapa de Notre-Dame de el Atlas y la muerte brutal de Monseñor Pierre Claverie, Obispo de Orán. Chipre, todavía dividido en dos, espera una solución política que debería ser resuelta en un contexto europeo ofreciéndole horizontes más diversificados. Además, en la orilla oriental del Mediterráneo, el Próximo Oriente continúa buscando a tientas el camino de la paz. Se debe intentar todo para que los sacrificios y los esfuerzos realizados en estos últimos años, después de la Conferencia de Madrid, no resulten vanos. Para los cristianos, en particular, la "Tierra Santa" es el lugar donde resonó por primera vez este mensaje de amor y de reconciliación: ¡"Paz en la tierra a los hombres que Dios ama"!

Todos juntos, judíos, cristianos y musulmanes, israelitas y árabes, creyentes y no creyentes, deben crear y consolidar la paz: ¡la paz de los tratados, la paz de la confianza, la paz de los corazo nes! En esta área del mundo, como en otras, la paz podrá ser justa y duradera sólo si se apoya en el diálogo leal entre partes iguales, desde el respeto de la identidad y de la historia de cada uno, sólo si se apoya en el derecho de los pueblos a la libre determinación de su destino, su independencia y su seguridad. ¡No puede haber excepciones! Y quienes han acompañado a las partes más directamente comprometidas en el difícil proceso de paz en Medio Oriente deben multiplicar esfuerzos para que el modesto capital de confianza acumulado no se disipe, sino que, al contrario, aumente y fructifique.

En estos últimos meses se ha extendido dramáticamente un foco de tensión en toda la región de los Grandes Lagos en Africa. En particular Burundi, Ruanda y Zaire se han visto envueltos en el engranaje fatal de la violencia sin freno y del etnocentrismo, sumiendo naciones enteras en dramas humanos que no deberían dejar a nadie indiferente. No se podrá encontrar ninguna solución mientras los responsables políticos y militares de estos Países no se sienten en torno a una mesa de negociación, con la ayuda de la comunidad internacional, para examinar juntos cómo configurar sus necesarias e inevitables relaciones. La comunidad internacional -incluidas las Organizaciones regio nales africanas- no sólo ha de poner remedio a la indiferencia manifestada en estos últimos tiempos ante unos dramas humanitarios de los que es testigo el mundo entero, sino que debe acrecentar aún su acción política para evitar que nuevos acontecimientos trágicos, desmembraciones de territorios o desplazamientos de poblaciones lleguen a crear situaciones que nadie sería capaz de controlar. No se puede basar la seguridad de un País o de una región sobre un cúmulo de riesgos.

En Sri Lanka, las esperanzas de paz se han quebrado ante los combates que nuevamente han devastado regiones enteras de la isla. La permanencia de estas luchas impide evidentemente el progreso económico. Allí convendría que se reanudaran las negociaciones para llegar al menos a un alto el fuego que permita enfocar el futuro de manera más serena.

Finalmente, si miramos hacia Europa, se puede observar que la instauración de Instituciones europeas y la profundización del concepto europeo de seguridad y de defensa deberían asegurar a los ciudadanos de los Países del Continente un futuro más estable, ya que se basa en un patrimonio de valores comunes: el respeto de los derechos humanos, la primacía de la libertad y de la democracia, el Estado de derecho, el derecho al progreso económico y social. Todo esto, ciertamente, en vistas de un desarrollo integral de la persona humana. Pero los europeos deben estar también vigilantes, porque siempre es posible ir a la deriva, como lo ha demostrado la crisis de los Balcanes: la persistencia de tensiones étnicas, los nacionalismos exacerbados y las intolerancias de todo tipo son amenazas permanentes. Los focos de tensión que quedan en el Cáucaso nos muestran que el contagio de estas energías negativas sólo puede detenerse con la instauración de una verdadera cultura y de una verdadera pedagogía de la paz. Por ahora, en demasiadas regiones de Europa, se tiene la impresión de que los pueblos, más que cooperar, coexisten. No olvidemos jamás que uno de los "padres fundadores" de la Europa de la posguerra -cito aquí a Jean Monnet- escribía como epígrafe a sus memorias : ¡"Nosotros no hacemos coalición de Estados; nosotros unimos a los hombres"!

4. Este rápido panorama de la situación internacional es suficiente para mostrar que entre los progresos realizados y los problemas no resueltos, los responsables políticos tienen un vasto campo de acción. Y, tal vez, lo que más falta hoy a los protagonistas de la comunidad internacional no son ni los Acuerdos escritos ni las sedes donde expresarse: ¡éstas son muchísimas! Lo que falta es una ley moral y la valentía de guiarse por ella.

La comunidad de las naciones, como toda sociedad humana, no escapa a este principio básico: debe regirse por una regla de derecho válida para todos sin excepción. Todo sistema jurídico, lo sabemos, tiene como fundamento y como fin el bien común. Esto se aplica también a la comunidad internacional: ¡el bien de todos y el bien de todo! Esto permite llegar a soluciones equitativas donde nadie es perjudicado en provecho de otros, aunque sean mayoría: la justicia es para todos, sin que la injusticia sea infligida a nadie. La función del derecho es dar a cada uno lo que le corresponde, devolviéndole lo que le es debido en plena justicia. El derecho tiene pues una fuerte connotación moral. El derecho internacional mismo está basado en unos valores. La dignidad de la persona o la garantía de los derechos de las naciones, por ejemplo, son principios morales antes que normas jurídicas. Esto explica que fueran filósofos y teólogos, entre los siglos XV y XVII, los primeros teóricos de la sociedad internacional y los precursores de un reconocimientos explícito del derecho de gentes. Además, se puede constatar que el derecho internacional no es sólo un derecho interestatal, sino que tiende cada vez más a alcanzar a los individuos, por las definiciones internacionales de los derechos humanos, del derecho médico internacional o del derecho humani tario, por citar sólo algunos ejemplos.

Es pues urgente organizar la paz de la posguerra fría y la libertad del "post" 1989 basándose en unos valores morales que están en las antípodas de la ley de los más fuertes, de los más ricos o de los más grandes que imponen sus modelos culturales, sus reglas económicas o sus modas ideológicas. Los intentos de organizar una justicia penal internacional son en este sentido un progreso real de la conciencia moral de las naciones. El desarrollo de iniciativas humanitarias, intergubernamentales o privadas, es también una señal positiva de un despertar de la solidaridad ante situaciones de violencia o de injusticia intolerables. Pero, más aún, es necesario estar atentos a que estas generosidades no se conviertan rápidamente en la justicia de los vencedores o no encubran intenciones ocultas hegemónicas, que evocarían una especie de esferas de influencia, de espacios acotados o de conquista de mercados.

El derecho internacional ha sido durante mucho tiempo un derecho de la guerra y de la paz. Creo que está llamado cada vez más a ser exclusivamente un derecho de la paz concebida en función de la justicia y de la solidaridad. Y, en este contexto, la moral debe fecundar el derecho; ella puede ejercer también una función de anticipación del derecho, en la medida en que indica la dirección de lo que es justo y bueno.

5. Excelencias, Señoras y Señores: éstas son las reflexiones que deseaba compartir con Ustedes al inicio del año. Tal vez puedan inspirar su reflexión y su labor al servicio de la justicia, de la solida ridad y de la paz entre las naciones que Ustedes representan.

En mi plegaria encomiendo a Dios el bien y la prosperidad de sus conciudadanos, los proyectos de sus Gobiernos para el bien espiritual y temporal de sus pueblos, así como los esfuerzos de la comunidad internacional para que triunfen la razón y el derecho.

Que en nuestra peregrinación de paz nos guíe la estrella de Navidad y nos señale el verdadero camino del hombre, invitándonos a tomar el camino de Dios.

¡Que Dios bendiga a vuestras personas y a vuestras Patrias, y os conceda a todos un feliz año!

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