Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 15 de Enero de 1.983.

Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 15 de Enero de 1.983.

 

Imagen Genérica Protocolo y Etiqueta protocolo.org

Excelencias,

Señoras y señores:

1. Siempre es una gran alegría recibirles en esta casa a todos juntos al comenzar un año nuevo. Así puedo volver a ver a cada uno de los Embajadores con quienes mantuve una conversación personal y oficial en el momento de entrega de sus Cartas Credenciales. Y también me pongo en contacto con los demás miembros de las Embajadas. Tengo la impresión de dialogar con sus personas y además con los pueblos y naciones y con los Jefes de Estado y Gobiernos a quienes representan, o sea, con ciento cinco países muy diferentes en importancia demográfica, cultura y potencia económica, pero recibidos aquí todos con igual respeto y cariño. Ciertamente éste es siempre un momento emocionante de mi pontificado. Saludo en especial a los nuevos miembros del Cuerpo Diplomático acreditados ante la Santa Sede a lo largo del año pasado. Además, las Misiones de algunos países se han elevado a rango de Embajadas, tales como la Gran Bretaña, el Principado de Mónaco y la Soberana Orden Militar de Malta: otros han decidido establecer relaciones diplomáticas con la Santa Sede: Dinamarca, Noruega y Suecia.

Con su delicadeza acostumbrada e interpretando los sentimientos de todos, su estimado Decano ha querido enumerar un cierto número de realizaciones de impacto espiritual o de paz llevadas a cabo durante mi pontificado. Le agradezco sinceramente su voluntad generosa. ¡Ojalá se hagan realidad sus anhelos con la gracia de Dios, de modo que la Sede Apostólica sea, a su nivel, un instrumento cada vez más adecuado y eficaz de diálogo entre los hombres, a fin de servirles mejor!

Este encuentro colectivo cobra relieve más incisivo todavía por permitirnos recordar los problemas vitales de las relaciones internacionales, a la vez que nos felicitamos el año.

El diálogo para la paz.

2. Precisamente ha sido el diálogo para la paz el tema elegido para la reciente Jornada mundial, y comprenderán ustedes que yo vuelva a él aquí, no tanto para afirmar su necesidad, posibilidad, propiedades y dificultades, como lo hice en mi Mensaje, cuanto para indicar su aplicación a situaciones concretas.

En dicho Mensaje hice un llamamiento especial a ustedes, los diplomáticos, "cuya noble profesión es, entre otras, la de afrontar los puntos conflictivos y buscar la solución por medio del diálogo y la negociación, para evitar que se recurra a las armas o para sustituir a los beligerantes" (n. 11). Y rendí homenaje a esta labor paciente y perseverante. Tal insistencia no es nueva en la Santa Sede. Ya mi venerado predecesor Pablo VI decía al Cuerpo Diplomático en 1965: "Cuanto más se olvida o conculca el derecho . . . más claro resulta . . . que precisamente la razón, e! sentido humanitario y la negociación serena y desapasionada -por tanto, estimados señores, la diplomacia en fin de cuentas -deben ser las que rijan las relaciones humanas, por ser las únicas que pueden construir el edificio de la paz" (AAS 57, 1965, págs. 231-232).

Ciertamente, si el diálogo para la paz es asunto de todos con el fin de derribar barreras de egoísmo, incomprensión y agresividad (cf. Mensaje 1983, n. 11), a los diplomáticos concierne en primer lugar, después de los Jefes de Estado y de Gobierno. Son -deben ser- los maestros en el arte de este diálogo que supone y exige (cf. Mensaje 1983, n. 6) apertura a los problemas reales del otro, consideración de cuanto constituye la diferencia y especificidad del otro, al que no se puede reducir a objeto, aceptación del hecho de que cada una de las partes es responsable y, como tal, aporta elementos de solución, adhesión únicamente a medios pacíficos y, sobre todo, por encima de puntos de vista difíciles acaso de conciliar, propósito de buscar lo que, en último término, es común a las dos partes, vital también para su existencia y exigido por el interés general, por tratarse de lo que es verdadero, bueno y justo. Sin esta meta positiva no hay diálogo verdadero. Y es de temer que se recrudezca una desconfianza mutua, que utiliza incluso ciertas propuestas de diálogo como medio de propaganda.

Acentúo un punto importante: el diálogo reclama reciprocidad. A propósito de la reducción progresiva de armas nucleares o convencionales, insistí en la homilía del 1 de enero sobre cómo las partes en causa deben comprometerse en igual medida y recorrer juntas las diferentes etapas del desarme, esforzándose por llegar a la reducción máxima en breve plazo. Mucho deseo que jamás se pierda de vista esta meta final en todas las negociaciones sobre el desarme en Ginebra o en otros sitios. Este esfuerzo recíproco vale para los otros tipos de negociación: la paz no puede construirse prescindiendo los unos de los otros, unilateralmente. Por tanto, ¿cuándo se convencerán los hombres de que en definitiva el bien de un pueblo no se consigue en oposición con el bien de otro pueblo, ni un pueblo puede destruir a otro, y que en cualquier caso hay siempre derechos de personas y comunidades que respetar, y procedimientos destructivos -y peligrosos para todos- que evitar y descartar?

Claro está que el diálogo para la paz no es fácil; es exigente; sembrado de asechanzas; y hay quienes, molestos de tener que reconocer o conceder algo razonable, prefieren rehuirlo o entablarlo con condiciones que lo hacen imposible o lo retardan indefinidamente. Es obvio que supone lucidez para descubrir posibles trampas y exige firmeza y perseverancia. Pero las dificultades no impiden que se siga siempre un bien del intento de reanudar el diálogo sobre bases seguras y de ayudar al otro a reanudarlo sin humillación; más aún, esto es necesario. Por el contrario, ¿a qué puede conducir la recusación del diálogo? ¿No sería acaso a un statu quo en la injusticia o la opresión, a la guerra fría y hasta a la misma guerra?

Bajo este aspecto precisamente la Santa Sede tiene en gran aprecio la tarea de los diplomáticos y le rinde pleitesía. Y vosotros, me atrevo a esperar que encontréis una fuente de motivaciones y aliento en las exhortaciones de la Santa Sede, y además en el modo de comportarse en las relaciones diplomáticas bilaterales y en la participación en Conferencias e Instituciones internacionales, pues el diálogo basado en la verdad y respeto de los demás constituye para ella el método e instrumento privilegiado de su acción y relaciones, a la vez que se esfuerza por indicarlo a los otros para que lo adopten como el medio más adecuado de solucionar las dificultades y diferencias. El hecho de que tan gran número de países haya querido establecer relaciones diplomáticas con la Santa Sede, atestigua esta confianza recíproca.

3. ¿Qué esta sucediendo con estos principios si miramos de frente los varios focos de guerra, estados de guerra, de guerrilla o las graves tensiones existentes hoy en el mundo?

En lo concerniente, por ejemplo, al Líbano, es evidente que la Santa Sede, a la vez que proporciona consuelo tras cada uno de los episodios del drama conocido por todos, no cesa de alentar a reanudar la negociación y tratar de conseguir el ajuste global de toda la región del Oriente Medio, "convencida ante todo de que no podrá haber verdadera paz sin justicia, y no habrá justicia si no se reconocen y acogen de modo estable, conveniente y equitativo los derechos de todos los pueblos interesados" (cf. audiencia general del 15 de septiembre, 1982; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre, 1982, pág. 4). Confiemos en que progrese esta causa en las conversaciones ya comenzadas. Las partes deben cesar de vivir con miedo y de recurrir a la violencia, terrorismo y represalias; deben procurar con lealtad, aceptar e instaurar las condiciones de vida y seguridad para todos en la paz, dignidad, libertad, tolerancia y reconciliación.

Si el caso del Oriente Medio es singular por la extensión de las calamidades, lo arduo de los problemas a resolver y la multiplicidad de alianzas en juego, no hay que olvidar los demás lugares de combates, tensiones y sufrimientos.

La misión de la Santa Sede se cifra siempre en contribuir a hacer que se comprenda mejor y se renuncie a lo peor, en mantener esperanzas de solución e indicar las condiciones éticas de la paz verdadera. Se esfuerza por hacerlo incluso cuando difícilmente se escuchan sus llamamientos en el corazón de los conflictos.

Baste mencionar la guerra que está prolongándose entre Irán e Irak, con todo su cortejo de destrucción, muerte y recrudescencia de odios: la Santa Sede está desolada por este drama humano; alienta a los países vecinos y a la comunidad internacional a facilitar el diálogo verdadero y les suplica que no se resignen ante estos suceso devastadores y, sobre todo, que no aprovechen rivalidades locales para favorecer intereses hegemónicos inmediatos de tal o cual país, ni tampoco para ejercer tráfico de armas.

¿Cómo cerrar los ojos ante la trágica situación que está viviendo el pueblo afgano legítimamente orgulloso de su independencia, arrastrado a una aventura que tiene un saldo de muchas víctimas y desgracias y tan gran éxodo de refugiados? ¿Es de verdad imposible llegar a actitudes que inspiren la confianza necesaria para la pacificación?

Pienso asimismo en los países de América Central: ¿Cómo no desear que un auténtico diálogo interno conduzca a solucionar los graves problemas de miserias sociales y las tensiones internas, evitando así que los interesados sean víctima de opciones materialistas y sufran interferencias de fuera que tratan de radicalizar los antagonismos?

Se podrían mencionar otros lugares donde persisten tensiones fuertes y peligrosas que fácilmente degeneran en actos de violencia. como Irlanda del Norte; e incluso situaciones de calma aparente que esconden una paz falsa, sin progreso, porque siguen lesionados los derechos legítimos, sin posibilidad de diálogo auténtico entre las partes sociales y políticas.

La Santa Sede no quiere creer en la fatalidad del estado de guerra o de guerrilla para obtener justicia. La justicia y la paz se consiguen en definitiva por el camino del diálogo verdadero, del diálogo libre y sin mentira, cuando se tiene el coraje de entablarlo, cuando se considera un honor asumir su riesgo y cuando los demás países lo respetan. De estos principios que deberían ser evidentes para todos, la Santa Sede se hará heraldo con ustedes, si lo quieren.

La preocupación humanitaria de la Iglesia.

4. Paso ahora a un aspecto característico de la diplomacia y acción internacional de la Santa Sede: la preocupación humanitaria, evitar cuanto atenta gravemente contra la vida y dignidad de las personas y comunidades, sea cual fuere su campo o situación minoritaria. A decir verdad, esta preocupación debe existir e inspirar la acción de todos los diplomáticos de los diferentes países.

Bien sé que el objeto de las negociaciones es mucho más vasto, como dije en mi Mensaje de la paz (n. 10). La Santa Sede no ignora la importancia de las cuestiones territoriales, comerciales y económicas, como por ejemplo, las que se tratarán este año en la reunión de la CNUCED en Belgrado; y con sumo gusto aporta su contribución para solucionarlas dentro del ámbito de sus competencias y medios.

Pero la Iglesia siente de manera muy particular el deber de ser, dentro de sus posibilidades, el buen samaritano de aquellos a quienes se deja de lado a lo largo del camino de la historia. Y al decir "Iglesia" no pienso sólo en la diplomacia, sino en los diversos organismos de la Santa Sede, como el Pontificio Consejo "Cor Unum", las numerosas instituciones eclesiales y cuantos actúan de acuerdo con su conciencia cristiana en el sector de los conflictos y tensiones. Sí, la Iglesia quisiera sobre todo hacerse voz de los sin voz, de los pobres y las víctimas de toda clase, y atraer la atención sobre los derechos humanos fundamentales olvidados o conculcados, problemas de minorías y amenazas que se ciernen en ciertos momentos sobre las poblaciones. Esta caridad quiere estar abierta en todas las direcciones, a todas las formas de amenazas, a los ciudadanos de todos los pueblos.

La Santa Sede, que tiene posibilidad en nombre de la Iglesia de entrar en relación con los responsables de los países, espera que su intervención sea al menos aceptada; que sea oportunidad de alivio para las víctimas. No exige nada; no pide nada para sí; presta su voz y propone un gesto humanitario. No tiene intención de vejar ni condenar, sólo quiere salvar. Un Estado que se vea tentado a endurecerse hoy ante una intervención cortés y discreta de la Santa Sede, quizá mañana se sienta feliz de beneficiarse de la misma en favor de uno de sus súbditos del extranjero. La vocación universal de la Iglesia debiera ser, a los ojos de todos, garantía de su desinterés e imparcialidad. Es el hombre en cuanto hombre lo que cabalmente le interesa, porque ve en él la imagen del Creador, el hermano de Cristo.

5. Por citar ahora algunos ejemplos típicos, señoras y señores, comprenderán por qué la Santa Sede con su preocupación humanitaria recomienda clemencia y luego gracia para los condenados a muerte, en especial cuando han sido condenados por motivos políticos que pueden ser transitorios al estar vinculados a la persona de los responsables del momento.

Igualmente la Iglesia se interesa por la suerte de los sometidos a tortura, sea el que fuere el régimen político, pues a sus ojos nada puede justificar este envilecimiento que desgraciadamente va acompañado con frecuencia de vejámenes bárbaros y repugnantes.

Del mismo modo no puede resignarse a silenciar la acción criminal consistente en hacer desaparecer sin juicio a un cierto número de personas, dejando además a sus familiares en cruel incertidumbre.

La Sede Apostólica se propone ayudar a los pueblos a reemprender el camino del honor y les ruega que eliminen dichos usos y también todas las demás formas de arresto y las detenciones arbitrarias, campos de concentración y atropellos varios. Hoy tengo interés en reconocer los esfuerzos que han conseguido cierto progreso en este terreno y los aliento.

Está claro que no ignoramos cómo en diversos países hay confinamientos sin garantía de justicia e incluso continúan verificándose numerosas ejecuciones sumarias con el pretexto de oposición política. La Santa Sede lamenta mucho no llegar a convencer a los responsables de tales injusticias. Pero es de desear que las instancias internacionales, políticas y humanitarias sigan interviniendo en favor de las víctimas en puntos donde el derecho internacional y las declaraciones de las Naciones Unidas han querido tan claramente proteger a los hombres contra tales atropellos.

Y, en fin, en el marco de los conflictos abiertos se dan prácticas que alcanzan un grado muy inhumano, por ejemplo, el caso de poblaciones enteras víctimas de armas químicas y biológicas que la conciencia internacional reprueba y lo mismo el derecho internacional desde hace ya tiempo (cf. Protocolo de Ginebra de 1925).

6. La preocupación humanitaria de la Santa Sede se centra también en los desplazamientos de poblaciones, hoy cada vez más frecuentes e intensos. Existen ciertamente fenómenos de emigración englobados en un contexto de diálogo dentro del respeto de la dignidad de las personas desplazadas; por ejemplo, cuando se acoge a trabajadores inmigrados con sus familias, se les remunera honradamente y se les incluye en sistemas de seguridad social: o también cuando es cuestión de contratos con empresas extranjeras para poner a su disposición mano de obra que sigue siendo libre y es bien tratada. Pero hay hombres que van o son enviados al extranjero con intenciones y condiciones que perjudican al país de acogida. Y existen sobre todo masas de trabajadores obligados a expatriarse para un trabajo que se parece al trabajo forzado por sus míseras condiciones de clima, salario y alojamiento. Hay que mencionar asimismo a quienes se ven forzados al exilio a causa de sus opiniones políticas o religiosas y a aquellos a quienes se niega la posibilidad de volver a su patria y a su familia. Se necesitarían esfuerzos en este punto, sin por ello poner en peligro la seguridad de las naciones; algunos países merecen honor por haber dado recientemente pasos en este sentido humanitario.

Pero sobre todo me dan que pensar las multitudes crecientes de refugiados: los del Sudeste Asiático, de los que he hablado en distintas ocasiones v cuya suerte sigue siendo muy precaria; los de Afganistán y Oriente Medio; los que se hallan en Europa: los de América Central y los de un cierto número de países de África que se encuentran en suma dificultad ¿No se ha calculado en diez millones el número de refugiados en el mundo? Las causas son varias: cuestiones de fronteras heredadas del pasado colonial. catástrofes naturales. hambre: pero también. violación de los derechos más elementales a cargo de poderes despóticos. persecuciones raciales religiosas o políticas e inseguridad por conflictos o guerrillas.

Con frecuencia las personas obligadas a emigrar pertenecen a los grupos sociales más humildes, con alto porcentaje de huérfanos, viudas y ancianos. Estas poblaciones desarraigadas ansían desesperadamente volver a su tierra cultura y sociedad: y sobreviven de mala manera muchas veces pues la mayoría están refugiados en países pobrísimos va de por si. en regiones varias de África. Tailandia y Pakistán. Por ello parece obligado que la Comunidad internacional ayude a estos países con fines puramente humanitarios y pacíficos e intente además con una política de justicia y paz eliminar las causas de una realidad que es tan lamentable, sí, pero no irremediable. ¡Ojalá que nuestra generación afronte este reto!

7. He aludido al hambre: quisiera llamar la atención más detenidamente sobre esta calamidad. Cierto número de países -de Asia, América Central y África, sobre todo de las zonas situadas debajo del Sahara-, padecen carencias alimenticias de consecuencias humanas catastróficas. Desde hace unos años la producción alimenticia por habitante ha ido disminuyendo mientras que la población no cesa de aumentar a la vez que en el conjunto del mundo podría haber recursos para remediar la situación. Es obvio que los elementos naturales tienen su importancia -por ejemplo la sequía prolongada acrece las dificultades de la lucha contra el hambre-, pero no justifican la resignación y el fatalismo.

Deben ponerse en práctica políticas agrícolas más adecuadas a las necesidades alimenticias de la población. La cooperación económica y comercial entre países ricos y países pobres debe llegar a formas más ventajosas para las agriculturas en dificultad. Los Organismos internacionales gubernamentales y no gubernamentales deben redoblar el coraje y la creatividad para invertir la tendencia a la carestía que pesa sobre unos y otros lugares. En suma, es urgente la acción, pues hoy mismo existen poblaciones diezmadas por el hambre y, si no se intensifican los esfuerzos, la catástrofe revestirá dimensiones sin precedentes y acusará falta culpable de solidaridad por parte de pueblos que gozan de abundancia de alimentos.

8. Bien sé que estas cosas son conocidas de los Gobiernos e Instituciones internacionales y que se han emprendido acciones importantes. Pero la Santa Sede, deseosa de prestar su voz a los pobres, quiere recordar la urgencia de estas necesidades a los diplomáticos y a la opinión pública, porque si algunos países han interesado siempre a las grandes potencias por razones estratégicas o económicas hasta el punto de atraer hacia ellos la codicia y acarrearles guerras, hay otros que corren el riesgo de ser incluso olvidados. A veces es porque tienen pocas riquezas materiales que intercambiar, si bien su población es igualmente benemérita y se encuentra necesitada Hasta parecen incluso destinados a la asfixia v pérdida de su independencia, sobré todo si se trata de países pequeños que no pueden hacer frente a las deudas.

En otros casos se ha sofocado la libertad del pueblo y su facultad de autodeterminarse con el esfuerzo por borrar la identidad nacional y sumir al país en un conjunto extranjero. Y, en fin, en el interior mismo de las naciones, en ocasiones hay minorías étnicas y religiosas que sufren análoga suerte: no se les respeta su identidad, si bien no rehuyan colaborar lealmente en el bien común. La Iglesia siente preocupación por los destinos de cuantos no son tenidas suficientemente en cuenta.

9. Por su preocupación humanitaria, la Santa Sede no puede desinteresarse de las plagas que los países de ustedes siguen temiendo y combatiendo: terrorismo, secuestros, detención de rehenes y, en otro campo, el tráfico de drogas, tan perjudicial para la juventud, etc. En este terreno la Iglesia también se ocupa de interceder por las víctimas inocentes. pues capta bien la amenaza que todo ello supone para la paz. Algunos de estos actos se cometen con el sórdido objetivo de tráfico y ganancias fraudulentas; otros arguyen pretextos de combate político. Pero la Iglesia afirma que nada puede justificarlos.

Como es sabido, hoy en día tienden a apoyarse cada vez más en redes internacionales. La reprobación unánime debe seguir siendo fuerza ante todos estos actos de terrorismo; pero será eficaz sólo si va acompañada de una leal colaboración Internacional. Ningún país debiera rehuir su cooperación cuando problemas tan graves y sin fronteras están en juego. Y gracias a esta colaboración es posible constatar progresos como éste que me complazco en subrayar: ¿Acaso no han disminuido notablemente los casos de secuestros de aviones desde que la solidaridad internacional se manifestó con firmeza?

10. Finalmente, entre los graves atentados contra la dignidad del hombre no puedo menos de mencionar una vez más los perpetrados contra sus convicciones íntimas, en especial sus convicciones religiosas, contra la expresión libre de su fe y contra la posibilidad de encontrar alivio espiritual en la comunidad religiosa a que pertenece. El Representante de la Santa Sede en la Conferencia de Madrid sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, presentó a este respecto, el 16 de noviembre pasado, puntualizaciones y deseos que tardan en tomarse en consideración. La Santa Sede continuará atrayendo la atención del mundo -y fácilmente se comprenderá por qué- sobre violaciones de la libertad religiosa que asumen formas diversas, brutales o refinadas, siempre peligrosas e injustas en motos países.

Independencia de la Santa Sede en sus actuaciones.

11. Al terminar, Excelencias, señoras y señores quisiera atraer su atención hacia una actitud que la Santa Sede tiene en gran aprecio para su afán humanitario y aportación a la causa de la paz. Para estar al servicio del bien y de la causa de los pobres y oprimidos la Sede Apostólica opina que debe actuar con total independencia. Por ello está pronta a escuchar todas las expresiones humanas, religiosas y políticas, y abrir su puerta a cuantos tienen de hecho alguna responsabilidad e influencia en este campo.

Es evidente que ello no significa por parte de la Santa Sede reconocimiento de legitimidad o representación política a estas personas, ni tampoco aprobación de la ideología que profesan. Es papel del sacerdote y del obispo y deber del Papa, acoger a las personas si ello puede ser provechoso para el progreso de la justicia y de la paz; y precisamente para alentarles con plena lucidez en este camino, para exhortarles sin compromiso alguno a renunciar a medios de violencia y terrorismo en el apoyo de la causa de los pobres que pretenden defender y que es ciertamente real e importante. La Santa Sede no tiene acepción alguna y está dispuesta a actuar así con todos, si lo estima útil y prudente.

12. En definitiva, la Iglesia quiere actuar con lucidez, pero también quiere ser acogedora al igual que Cristo. Sabe que es grande el poder del mal; que la oposición puede perdurar; no se hace ilusiones. Pero no puede menos de esperar que las personas cambien aun cuando sigan pecando, es decir, persiguiéndola. Lanza de nuevo el llamamiento al diálogo. Se esfuerza por despertar el sentido de verdad, de justicia, de fraternidad o al menos de prudencia, que puede estar adormilado en la conciencia humana, nunca completamente pervertida no obstante ciertas ideologías contrarias.

Pone la mira en el bien de las personas que sufren y son muchas, en estas situaciones calamitosas. Quiere suplicar al mundo que ponga remedio. En su opinión, los mayores obstáculos que oponen ciertos responsables tendrían que acabar por sucumbir, pues las generaciones se renuevan. Por tanto, no se resigna a las pruebas presentes. En suma, su actitud está hecha de confianza en el progreso de las personas y en el porvenir. ¿Quién se lo puede reprochar?

Me atrevo a añadir que no es una actitud fácil para la Iglesia. No es éste un lenguaje demagógico. La Iglesia es muy consciente de sus insuficiencias: sus miembros están lejos de verse exentos de debilidades y flaquezas, hoy como en el pasado: y de cualquier modo, sus medios no le permiten remediar todos los casos humanitarios. La Santa Sede conoce sus límites y se felicita de que confluyan en este campo las aportaciones de muchas personas e instituciones. Su papel consiste en reconocer los esfuerzos meritorios y alentarlos sean católicos o no confesionales.

En este sentido me sentí feliz el año pasado de ir a Ginebra a alentar a la Organización Internacional del Trabajo para la justicia social y a la Cruz Roja Internacional para la ayuda humanitaria. Pero puedo decir también que la Iglesia sabe pagar el precio de su compromiso. Sus miembros están expuestos muchas veces en las primeras filas. ¿Cuántos sacerdotes, religiosos y laicos misioneros y obispos han pagado su caridad con la libertad, la salud y hasta la vida? Y sus Instituciones continúan curando las llagas de los damnificados, tanto de derechas como de izquierdas. Con frecuencia sólo tiene unas manos desnudas para defender los derechos objetivos e inalienables del hombre.

En ustedes, Excelencias, señoras y señores, encuentra aliados no de ella, sino de la causa del hombre.

13. Acabamos de terminar en la liturgia católica el tiempo de Navidad y Epifanía que da todo su sentido a nuestra felicitación del año nuevo. Este misterio manifiesta al Hijo de Dios presente en la humanidad de Jesús y solidario de nuestro camino humano para que nosotros participemos de su amor y vida.

Con estos sentimientos de fe pido al Señor les colme de bendiciones, bendiga a sus personas y familias, y bendiga a cada uno de sus países. ¿Acaso no formulamos ardientes votos de felicidad, paz, libertad y progreso social y espiritual para nuestras patrias, como yo mismo lo he hecho para mi país natal? ¡Ojalá respondamos todos nosotros, cada uno en su lugar, a nuestra sublime vocación de Pastores de la paz que Dios ha confiado a los hombres!

Etiquetas