Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 16 de Enero de 1.982.

Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 16 de Enero de 1.982.

 

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Excelencias,

Señoras, señores:

1. La amable costumbre del intercambio de felicitaciones al filo del año nuevo nos reúne hoy una vez más. Agradezco a su benemérito Decano que haya sabido expresar en tan nobles palabras los sentimientos que en este instante llevan ustedes en el corazón, interpretando así sus deseos y sus pensamientos.

Saludo a cada uno de ustedes y les doy las gracias por haber acudido personalmente a este significativo encuentro, que es uno de los momentos más sobresalientes de su misión ante la Sede de Pedro y al que ésta concede particular importancia.

Doy las gracias y saludo a sus esposas que, como todos los años, han tenido la amabilidad de acompañarles, por lo que me siento profundamente emocionado; mi pensamiento se vuelve también hacia cada una de sus familias, a las que deseo todo bien. Doy las gracias y saludo, finalmente, a los colaboradores que les asisten a ustedes con competencia y generosidad en sus Embajadas respectivas y que les aseguran un servicio siempre eficaz y atento en sus relaciones con los diversos organismos de la Sede Apostólica. A todos deseo de corazón muchas felicidades, y sobre todo que el año que acaba de empezar vea levantarse en el mundo -en cada uno de los países que ustedes tan dignamente representan- el alba de un porvenir más sereno y pacífico, marcado por la buena voluntad y la colaboración de todos para el bienestar de los hombres, nuestros hermanos.

Hombres de paz.

2. A sus países se dirige mi pensamiento lleno de afecto y buenos deseos. Las relaciones que mantiene la Santa Sede con cada uno de ellos, y de las que ustedes son los intermediarios visibles e inmediatos -como lo son para la Sede Apostólica los Representantes Pontificios, a quienes envío el testimonio de mi recuerdo y mi satisfacción por el espíritu pastoral y evangélico con que realizan su misión-, las relaciones, digo, entre la Santa Sede y sus países representan un elemento de comprensión mutua, un factor de paz y de promoción humana, una ayuda recíproca para la misión que los Estados y la Iglesia, cada uno en su campo bien definido, están llamados a realizar para el bien espiritual y social de los hombres. La presencia aquí, en el corazón de la cristiandad, de los representantes legítimos y cualificados de los diversos Gobiernos testimonia, mejor que la palabra, la intención de sus Gobiernos de colaborar sinceramente con la Iglesia para asegurar la constante elevación de los pueblos, asegurar los caminos de una armonía siempre constructiva y pacífica por estar orientada hacia el bien común, y para garantizar al mundo la marcha difícil pero provechosa hacia la paz. ¡Ustedes son hombres de paz! Su vida y su misión tienen como objeto el procurar a sus compatriotas los instrumentos de la paz.

Su función se realiza ante la Santa Sede, cuyas iniciativas en favor de la paz les son bien conocidas. Esta Sede de Pedro permanece fiel a su misión: la de promover el justo entendimiento entre los pueblos y salvaguardar el bien de la paz, que es el más precioso patrimonio, el patrimonio indispensable para el desarrollo total del hombre, aun en el marco de la ciudad terrena. La Iglesia realiza esta tarea por el bien del hombre, situándose por encima de las partes, como claramente lo atestigua la reciente iniciativa llevada a cabo, según mi expreso deseo, bajo el patronazgo de la Pontificia Academia de las Ciencias: les fue remitido a los Jefes de Estado de la potencias nucleares y al Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas un estudio sobre las terribles e irreversibles consecuencias de un conflicto nuclear.

Desde la óptica de la Santa Sede, esta iniciativa no pretende abordar los detalles técnicos de las negociaciones en curso o de otras eventuales negociaciones; pretende poner en evidencia, desde el punto de vista humano y moral, y haciendo un llamamiento a los hombres de ciencia para que aporten su contribución a la gran causa de la paz, que la única solución posible, frente a la hipótesis de una guerra nuclear, es la de ir reduciendo desde ahora, para eliminarlos luego totalmente, los armamentos nucleares, por medio de acuerdos específicos y de controles eficaces.

Por todos estos motivos, aprecio mucho su presencia. Les deseo de todo corazón que puedan ser siempre auténticos hombres de paz. ¡Hombres así necesita el mundo de hoy!

3. Pero, como les decía ya el año pasado, pienso en los vacíos que deberían aún cubrirse en el seno del benemérito Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Pienso en los pueblos que podrían estar también aquí, en esta casa que es la casa de todos, porque la Iglesia es "católica" por definición, abierta a las dimensiones del mundo entero. No es la Iglesia extranjera a ninguna cultura, a ninguna civilización, a ninguna tradición étnica o social. Ni considera extranjero a ningún pueblo: todos le son queridos y cercanos, pues se sabe enviada a todos por misión divina. Y del mismo modo que todos los pueblos de la tierra le son cercanos y queridos, así querría ella no ser considerada por ninguno como extranjera, lejana o sospechosa.

La obra de la Iglesia está orientada únicamente hacia el bien; consagrarse a los otros, estar atenta a sus inquietudes y necesidades, compartir su suerte, eso es lo que la Iglesia busca constantemente.

4. Querría saludar de modo especialmente cordial a los Representantes diplomáticos que han comenzado este año ante la Santa Sede una nueva etapa de su noble servicio. Se trata de los Embajadores del Japón, Austria, Ghana, Portugal, Corea, Irán, Brasil, Italia, Argentina, Bolivia, Yugoslavia, Honduras, Ecuador, República Dominicana, Finlandia, India, Túnez y Luxemburgo. Me es grato anunciarles también a ustedes que, a partir de hoy, como consecuencia de un acuerdo con el Gobierno del Reino Unido, que sanciona las excelentes relaciones existentes con la Sede Apostólica y con objeto de desarrollarlas, la Legación de Gran Bretaña ante la Santa Sede ha sido elevada al rango de Embajada, al mismo tiempo que se ha erigido en Londres una Nunciatura Apostólica, con un Pro-Nuncio como Jefe de Misión.

Las circunstancias particulares de este año, en que el Señor ha permitido que su Vicario en la tierra fuera dolorosamente puesto a prueba, han hecho que la mayor parte de los nuevos Embajadores comenzaran su misión oficial presentando una copia de sus Cartas Credenciales a mi Secretario de Estado, como prevé la Convención de Viena. La Providencia me concedió luego la posibilidad de recibirles uno tras otro en la habitual audiencia solemne concedida a los nuevos Embajadores. Al evocar lo que ocurrió, quiero reiterarles mi sincero y emocionado agradecimiento por la actitud que adoptaron cuando el trágico suceso del pasado mayo, sea personalmente, por el solícito y asiduo interés que manifestaron, o en nombre de sus Gobiernos y de las distintas autoridades. ¡Que el Señor les recompense toda la delicadeza de que dieron prueba en aquella ocasión mediante los testimonios de solidaridad humana y de simpatía que jamás podré olvidar!.

La Iglesia y los derechos humanos.

5. A ustedes que, en virtud de su misión verdaderamente única en el mundo, están llamados a seguir más de cerca la vida de la Sede Apostólica y del humilde Sucesor de Pedro que les habla, a ustedes, atentos observadores de lo que aquí ocurre, no se les escapa ciertamente ningún aspecto de esta actividad. Su tarea no sólo consiste en estar exactamente informados de los hechos y acontecimientos que se refieren a la vida de la Iglesia, sino también y sobre todo de darles una interpretación que capte la significación auténtica y profunda, y que les permita a ustedes mismos y a sus Gobiernos ir al fondo de los problemas eclesiales y comprenderlos exactamente.

La Iglesia se dirige, en efecto, a todos los hombres -cualquiera que sea su creencia o su ideología- que buscan el bien común con rectitud y sinceridad. Quiere salvaguardar los derechos inviolables de la dignidad del hombre, sea cual sea la civilización o mentalidad a la que pertenezca, y se mantiene abierta a las expectativas, afirmaciones e inquietudes propias del hombre y relativas a la verdad, a la belleza, a la bondad.

6. Comprenden ustedes que, en esta amplia perspectiva, es razonable que la Sede Apostólica, con los Episcopados de los diversos continentes y con toda la Iglesia, conceda una importancia esencial a los derechos fundamentales del hombre, sean de naturaleza personal o social. Se trata de un deber irrenunciable de la Iglesia, y es consolador ver asociados a él a nuestros hermanos de otras denominaciones cristianas, que trabajan en ello con todas sus fuerzas. Efectivamente, como escribí en mi primera encíclica Redemptor hominis, "el hombre, en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social -en el ámbito de la propia familia, en el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia nación o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de toda la humanidad-, este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo" (núm. 14). Aquí se encuentra el porqué de la acción incansable que la Iglesia realiza respecto del hombre considerado como persona individual o a través de su inserción en el contexto público de su existencia.

Al considerar precisamente esta segunda dimensión -la del ser comunitario y social del hombre- es cuando aparece la significación de los derechos de cada pueblo, pues la nación es la sociedad "natural" en la que el hombre, a través de la familia, viene al mundo y se forma su propia identidad social, es decir, donde vive en una cultura determinada que configura el genio de su pueblo e imprime en los hombres, diversificándolos entre ellos, las características de su personalidad y de su formación.

Como dije en la prestigiosa sede de la UNESCO, en París, el 2 de junio de 1980, "la cultura es un modo específico del 'existir' y del 'ser' del hombre. El hombre vive siempre según una cultura que le es propia y que, a su vez, crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura, como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con la unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamental y esencial de su existencia y de su ser" (núm. 6). En mi discurso del año pasado -ustedes lo recuerdan- llamé su atención sobre el carácter unificador de la cultura, y sobre ello quiero volver hoy para proponerles a ustedes los elementos esenciales de los puntos de vista de la Santa Sede sobre la actual situación internacional.

La Iglesia ante las tensiones y sufrimientos de los pueblos.

7. Fundándose precisamente sobre estas premisas, la Iglesia participa con toda atención, e incluso vivamente emocionada, en los acontecimientos de la vida de los pueblos, especialmente en algunas partes del mundo.

Recuerdo en primer lugar las situaciones gravemente tensas en varios países de América Central, donde el número de víctimas provocadas por acciones de represión o de guerrilla continúa creciendo, con balance mensual macabro, como si se tratase de una indomable epidemia de violencia.

Recuerdo otra vez la situación de Oriente Medio, donde una tregua ya frágil se ve continuamente amenazada por nuevas violencias y por la rigidez de posiciones intransigentes.

Cito una herida, todavía abierta, del terrorismo interno y del terrorismo internacional, que afecta especialmente, aunque en contextos y por motivos diversos, a regiones que nos son muy queridas y que amamos mucho. Pienso en Irlanda del Norte; pienso también en lo que ocurre en Italia.

Por otra parte, durante las últimas semanas, mi querida patria se ha convertido en el centro de la atención mundial, sobre todo del mundo occidental, a causa de la proclamación del «estado de guerra», todavía hoy en vigor, de la detención de millares de ciudadanos, sobre todo intelectuales y responsables de la organización obrera libre, y de la presión moral impuesta a los ciudadanos para sobrevivir y trabajar. La gravedad de la situación es más sentida aún en la conciencia de los pueblos, en especial de los de Europa, porque conocen bien la destacada contribución, de sacrificio y de sangre, que aportaron los polacos, desde finales del siglo XVIII sobre todo, y con el holocausto de seis millones de ciudadanos durante la última guerra, para asegurar la existencia independiente y soberana de la nación, no recuperada hasta después de la primera guerra mundial.

Por pertenecer a este pueblo noble y trabajador, he sentido repercutir muy vivamente en mi corazón las recientes vicisitudes. Pero no me hacen sufrir menos las de otros países. Pues no es sólo el hijo de Polonia el que sufre, es también el Jefe visible de la Iglesia católica, el responsable de la Santa Sede, para quien todos los pueblos, como dije al principio, son igualmente cercanos y queridos. No es posible callar cuando se ponen en peligro los derechos inviolables del hombre y no menos sagrados de las diversas naciones. La Santa Sede se ocupa de tales problemas en esta hora tan triste, porque considera que en ello están implicados no sólo intereses políticos sino también y sobre todo valores morales inestimables, en los que se apoya una sociedad humana, digna de ese hombre.

Es consolador ver cómo son tenidos concretamente en cuenta y suscitan la cooperación común de los Gobiernos las tensiones de estos países y los sufrimientos de estos pueblos -y, sin olvidar las situaciones evocadas, vuelvo a referirme en especial a Polonia, que recibe ayudas de tantos Estados y Organizaciones, a quienes una vez más doy las gracias-. Una acción así por parte de todos los pueblos que se preocupan por los valores morales, es apoyada por la Santa Sede dentro de la esfera de su competencia propia y en el modo que corresponde a su misión, que no tiene carácter político alguno.

En la opinión pública del mundo entero va cobrando cada día más fuerza la convicción de que los pueblos deben poder elegir libremente la organización social a la que aspiran para su propio país, y de que esta organización debe ser conforme a la justicia, en el respeto de la libertad, de la fe religiosa, de los derechos del hombre en general. Es una convicción comúnmente compartida que ningún pueblo debería ser tratado por otros como un ser subordinado o como un instrumento, despreciando la igualdad inscrita en la conciencia humana y reconocida por las normas del derecho internacional.

Igual que en las relaciones interpersonales no está permitido que una parte disponga a su gusto de la otra como si fuera un objeto, del mismo modo en la vida internacional debería denunciarse todo lo que atente contra la libre expresión de la voluntad de las naciones. El hecho de las reparticiones en esferas de hegemonía, que han podido tener su origen en situaciones particulares y contingentes, no debería justificar su persistencia, sobre todo si tienden a limitar la soberanía de otros. Todo pueblo debe poder disponer de sí mismo en lo que se refiere a la libre determinación de su propio destino. La Iglesia no puede dejar de apoyar esta convicción.

También la paz interior de las naciones puede verse amenazada de diverso modo: o por una forma autoritaria, ya existente, que un pueblo se propone superar para conseguir una forma más libre y de acuerdo con su genio, o también por la amenaza de formas totalitarias que repugnan a la cultura humanista y religiosa de tal o cual país, pero que se les querría imponer justificándolas con ideologías que, bajo pretexto de una nueva organización social, no respetan la libre expresión del hombre.

Ante estas diferentes situaciones, dolorosas y a veces dramáticas, siempre importantes y decisivas para la vida de las naciones, la Iglesia, como una madre preocupada por el bien de las personas y de los pueblos, nunca puede permanecer indiferente. La acción que realiza reviste un carácter humano y moral, completamente ajeno a los cálculos políticos.

En este contexto se explica, por otro lado, la parte activa que he tomado con mi obra de mediación en la controversia sobre la zona austral, a fin de que poblaciones tan estimables y generosas de dos países de antigua y auténtica tradición cristiana -Chile y Argentina- puedan avanzar definitivamente por el camino de la prosperidad y del progreso, en el respeto del inestimable tesoro de la paz verdadera.

La tragedia de los exiliados.

8. Siempre en esta perspectiva de defensa y promoción de los valores humanos, por encima de toda valoración de carácter político, debe considerarse la solicitud constante de la Santa Sede en favor de aquellos que, por motivos políticos, están "exiliados" fuera de las fronteras de su patria. Es un problema que me inquieta y sobre el que deseo llamar la atención de sus Gobiernos, así como de los diferentes Organismos internacionales.

Mediante esta clase de medidas, fundamentalmente violentas, lo que se pretende es liberarse de ciudadanos que desagradan, o incluso que molestan, desarraigándolos de su país natal y condenándolos a una vida precaria, difícil, en la que serán a menudo víctimas de humillaciones e incomodidades como consecuencia de las dificultades inherentes a la búsqueda de un empleo y a la adaptación en un ambiente nuevo, y esto también para sus respectivas familias.

A nadie le puede pasar desapercibido que el exilio es una grave violación de las normas de la vida en sociedad en oposición flagrante con la Declaración universal de los Derechos Humanos y con el derecho internacional mismo; y las consecuencias de semejante castigo resultan dramáticas en el plano individual, social y moral. El hombre no debe ser privado del derecho fundamental de vivir y de respirar en la patria que le vio nacer, allí donde conserva los más entrañables recuerdos de su familia, la tumba de sus antepasados, la cultura que le confiere su identidad espiritual y que la alimenta, las tradiciones que le dan vitalidad y alegría, el conjunto de relaciones humanas que le sostienen y protegen.

En la encíclica Laborem exercens, al hablar del fenómeno de la emigración debido a la falta de trabajo, he sostenido que el hombre, si tiene derecho a abandonar su país de origen, lo tiene también a regresar a él (cf. Laborem exercens núm. 23). He subrayado el empobrecimiento que resulta de esto para la patria abandonada, así como el deber para la nación que le acoge de hacer de modo que el trabajador no esté en desventaja por su posición de extranjero, y que no se explote su "situación apremiante" (cf. Laborem exercens núm. 23). Pero no se trata, para los exiliados, de una situación de urgencia, de algo provisional, sino de una verdadera exclusión a la fuerza, que les hiere en sus afectos más hondos y puede muchísimas veces equivaler a lo que se llama la "muerte civil".

Deseo que, gracias a la acción articulada de las autoridades y organismos responsables, pueda concretarse un plan de acción adecuado -que tenga como referencia al derecho internacional- para poner fin en todos los países a la tragedia del exilio, que contrasta con las conquistas fundamentales del espíritu humano.

Al mismo tiempo, no puedo olvidar la situación en la que se encuentran varios centenares de miles de refugiados del Sudeste Asiático, situación que se prolonga dramáticamente. Son admitidos en puestos de acogida, especialmente en Tailandia, pero esperan, en cuanto a la residencia y al trabajo, una solución definitiva que sea digna del respeto debido al hombre. Naciones económicamente desarrolladas les han abierto ya sus fronteras; otras podrían y deberían aún comprometerse en esta noble competición, demostrando así su sensibilidad efectiva para con estas masas humanas, estas familias que se ven privadas de los derechos elementales de su vida, y obligados a la inactividad y a la miseria.

Considerando la responsabilidad, que pesa sobre todos los pueblos, de interesarse por estas situaciones de los refugiados, lanzo un llamamiento apremiante a los responsables de los Estados de todo el mundo, y en particular a los que han recibido de la Providencia mayor abundancia de bienes, para que hagan lo que esté a su alcance por satisfacer las aspiraciones humanas de todos estos hermanos nuestros, sea acogiéndoles, sea ampliando la hospitalidad que ya les ha sido concedida.

Así, no puedo por menos de pensar en los millones de hombres, de mujeres y niños, entre los que se encuentran muchos enfermos y personas ancianas, que han abandonado Afganistán; y debo mencionar también a los refugiados de diferentes países de África. Hay naciones que ven huir de su territorio una gran parte de la población, obligada a buscar en otra parte condiciones de subsistencia y espacios necesarios de libertad. Sus sufrimientos son también nuestros, y esperan la respuesta generosa, concreta y eficaz de la solidaridad internacional.

Al cumplir este deber, la Iglesia, lo repito, se mueve únicamente por su amor hacia la persona humana y por el respeto a su dignidad, que tiene su fuente en Dios mismo.

El trabajo y la familia.

9. Recordé al comienzo el principio conductor de la acción de la Santa Sede en sus relaciones con la vida internacional, a saber, que el hombre "es el camino primero y fundamental de la Iglesia". En este contexto cobran todo su sentido los dos problemas cruciales que afectan al hombre contemporáneo y a los que he dedicado este año mi magisterio ordinario: el trabajo y la familia. Estos dos problemas son fundamentales no sólo para la vida personal del hombre, sino también y sobre todo si se mira a toda la sociedad. Así considerados, atañen a la vida misma de cada una de sus naciones, pues forman como sus soportes esenciales, como la trama de su cohesión.

Ustedes saben que el documento sobre el trabajo ha querido ser una contribución del pensamiento de la Iglesia de hoy a la cuestión social, en el nonagésimo aniversario de la encíclica Rerum novarum de mi predecesor León XIII, y en la línea de las enseñanzas pontificias desarrolladas durante estos noventa años sobre el tema del trabajo; se trataba de aplicar sus reflexiones a la considerable evolución que ha conocido el trabajo en el mundo contemporáneo hasta alcanzar las dimensiones universales que presenta en la hora actual. Saben igualmente que la Exhortación sobre la familia ha reunido y sintetizado las contribuciones del Sínodo de los Obispos, celebrado aquí en Roma el mes de octubre de 1980. Así, en la línea de las "Proposiciones" que resultaron del debate de los obispos, ha sido elaborado un tratado completo de la problemática actual de la vida familiar, confrontándola con las posiciones clásicas sobre la doctrina inmutable de la Iglesia, que tienen su fuente en la Revelación.

El trabajo y la familia son los dos polos alrededor de los cuales se desenvuelve la vida del hombre, desde el albor de la humanidad. El trabajo existe en función de la familia y la familia sólo puede desarrollarse gracias a la aportación del trabajo. Este es el fundamento sobre el que se edifica la vida familiar, que es al mismo tiempo un derecho natural y una vocación del hombre. Estas dos esferas de valores -la una, relativa al trabajo; la otra, como consecuencia del carácter familiar de la vida humana- deben unirse correctamente entre sí e impregnarse mutuamente. La interacción entre el trabajo y la familia me permite recordar este año ante la benevolente atención de ustedes, los valores fundamentales de estas dos realidades que la Iglesia quiere proclamar y sostener a toda costa, pues tocan de cerca, e incluso íntimamente, la vida y la condición del hombre, prescindiendo de las consideraciones de carácter teológico propias de la çivilización cristiana. Trabajo y familia son un bien del hombre, un bien de la sociedad.

10. El problema del trabajo ha adquirido hoy proporciones mundiales: "Si en el pasado -como escribí al principio de la encíclica Laborem exercens -, como centro de tal cuestión, se ponía de relieve ante todo el problema de la 'clase', en época más reciente se coloca en primer plano el problema del 'mundo'. Por lo tanto se considera no sólo el ámbito de la clase, sino también el ámbito mundial de la desigualdad y de la injusticia; y, en consecuencia, no sólo la dimensión de clase, sino la dimensión mundial de las tareas que llevan a la realización de la justicia en el mundo contemporáneo" (núm. 2).

Comprenden bien ustedes, señoras y señores, que en esta perspectiva, que no se puede comparar a ninguna otra época de la historia, el gran peligro que pesa sobre la evolución de la vida social hoy lo constituye sobre todo el hecho de que engranajes tan enormes y complejos, ya de dimensiones internacionales, amenazan al hombre de modo grave y efectivo. El hombre, que debe ocupar el centro del interés de todos, este hombre que, según el plan original de Dios, está llamado a convertirse en el dueño de la tierra, a "dominarla" (Gén 1, 28) por la superioridad: de su inteligencia y la fuerza de su trabajo físico, corre el riesgo de verse reducido al estado de instrumento, de convertirse en un mecanismo anónimo y sin rostro hasta ser aplastado por fuerzas más grandes que él, de las que pueden servirse en perjuicio suyo, para dominar las masas acuciadas por la necesidad, otros hombres que juegan con intereses contrarios al bien de la persona y que la manipulan a su gusto.

Por eso he querido recordar antes de nada que el hombre es siempre el sujeto del trabajo, precisamente por ser una persona. He insistido en el hecho de que, cuando prevalece una civilización unilateralmente materialista, en la que la dimensión subjetiva del trabajo es relegada a un segundo plano, el hombre se ve tratado como un instrumento de producción. Ahora bien, independientemente del trabajo que realiza, debería ser considerado como su sujeto eficiente, y su verdadero creador y artesano. Bajo esta luz deben subrayarse los derechos sindicales del mundo del trabajo a defender el salario justo y la seguridad de la persona del trabajador y de su familia. Son derechos que están en oposición con las tendencias totalitarias de cualquier sistema u organización que intente ahogarlos o aprovecharse de ellos.

A las autoridades públicas incumbe en primer lugar la verdadera responsabilidad de la humanización de las condiciones de trabajo en cada país. Se forma además una red de relaciones y dependencias que influyen sobre la vida internacional y son susceptibles de crear diversas formas de explotación, por así decir, legalizada. Es bien sabido, en efecto, que los países altamente industrializados establecen los precios más elevados posible para sus productos, pretendiendo al mismo tiempo mantener las materias primas y los productos semi-manufacturados a los precios más bajos. Esta es una de las razones por la que se crea una desproporción que no deja de aumentar, entre los ingresos nacionales de los países ricos y los de los países más pobres.

Las Organizaciones internacionales -principalmente la ONU, la OIT, la FAO- tienen en este campo una función primordial. Les animo encarecidamente a continuar trabajando con ardor y sabiduría por los objetivos para los que han sido instituidas, pues han de procurar la promoción de la dignidad y los derechos de la persona humana en el marco de cada Estado, en condiciones de igualdad y paridad.

11. Ustedes ven qué horizonte se abre para la acción a largo plazo de las naciones que ustedes representan, y comprenden también por qué interviene la Iglesia con sencillez y humildad en los problemas del trabajo, indicando las mejores direcciones que han de seguirse. La Iglesia se propone alentar la buena voluntad, dictar los principios y, si es necesario, denunciar los peligros y desequilibrios. Si la solución progresiva de la cuestión social debe buscarse en la dirección de una vida más humana, si el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo, si se descubre con más pavor cada día la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores y las zonas cada vez mayores de miseria e incluso de hambre, no puede desde ese momento pasar desapercibido a nadie hasta qué punto se siente la Iglesia comprometida en esa causa, que ella considera como su misión y su servicio.

La Iglesia, por mandato divino, está del lado del hombre. Al salvaguardar la dignidad del trabajo, es consciente de estar contribuyendo, gracias a la fuerza pacífica y liberadora de la verdad, a la defensa de la dignidad del hombre y de la sociedad. Estoy seguro de que ustedes harán lo posible por colaborar en esta gran empresa. en esta empresa admirable. Sus países estarán dispuestos igualmente a aceptar los esfuerzos necesarios para continuar, en esta misma línea, la obra de promoción del hombre, especialmente en el campo difícil y complejo de los problemas relativos al trabajo humano.

12. El problema de la familia, estrechamente ligado al del trabajo, es ciertamente más crucial aún para la vida de la sociedad actual. Poniéndose al servicio del desarrollo natural del hombre que consiste, normalmente y de modo universal, en formarse una familia, la Iglesia cumple uno de sus primordiales e imprescriptibles deberes. Esto explica la solicitud que, con ocasión del último Sínodo, han manifestado conmigo los Episcopados de todo el mundo por la familia, en todas las situaciones socio-culturales y políticas de los diversos continentes, y sé bien que también ustedes le han prestado una particular atención. La Exhortación Apostólica citada más arriba ha hecho suyas las indicaciones y sugerencias del Sínodo.

Teniendo en cuenta la realidad que aparece en el contexto de la rápida transformación de las mentalidades y costumbres, y teniendo también en cuenta los peligros para la verdadera dignidad del hombre, la Iglesia, dispuesta a acoger las aportaciones válidas de cualquier cultura, siente que debe ayudar a que se consolide un "nuevo humanismo". A nadie le pasa desapercibido que los gérmenes de disgregación que están actuando en el seno de tantas familias tienen como consecuencia inevitable la descomposición de la sociedad. Es necesario hacer de nuevo de la familia una comunidad de personas que viva la indivisible unidad del amor conyugal y que acepte la indisoluble permanencia del pacto conyugal, a pesar de la opinión contraria de quienes hoy piensan que es difícil e incluso imposible unirse a una persona para toda la vida, o de quienes se ven arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad del matrimonio y se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.

Es necesario recordar enseguida, siempre en el contexto del servicio del hombre, la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana. La Iglesia es consciente de las dificultades que la actual situación social y cultural opone a esta misión del hombre, sabiendo al mismo tiempo hasta qué punto es ésta urgente e irreemplazable. Pero, lo repito una vez más, "la Iglesia opta por la vida". Desgraciadamente, este proyecto se ve amenazado por los peligros inherentes al progreso científico, por la difusión de una mentalidad realmente contraria a la vida, y por las intervenciones gubernamentales que tienden a limitar la libertad de los cónyuges en sus decisiones sobre los hijos, así como por las discriminaciones en las subvenciones internacionales, concedidas a veces con objeto de favorecer programas de contravención.

Hay que recordar también con vigor el derecho y el deber que tienen los esposos de ocuparse de la educación de sus hijos, especialmente escogiendo una educación de acuerdo con su fe religiosa. El Estado y la Iglesia tienen la obligación de ofrecer a las familias toda la ayuda posible, para que puedan éstas ejercer como conviene su labor educativa. Quienes tienen en la sociedad la responsabilidad de las escuelas no deben olvidar jamás que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de sus hijos, y que su derecho es absolutamente inalienable.

La «Carta de los derechos de la familia».

13. Siendo además la familia "la célula primera y vital de la sociedad" como dijo el Concilio Vaticano II (Decreto Apostolicam actuositatem, 11), lejos de replegarse sobre sí misma, debe abrirse al ambiente social que la rodea. Queda de este modo bien claro cuál es la función de la familia en relación con la sociedad. Efectivamente, la familia es la primera escuela de sociabilidad para sus miembros más jóvenes, y resulta irreemplazable. Al actuar así, la familia se convierte en el instrumento más eficaz de humanización y personalización de una sociedad, que corre el peligro de hacerse cada vez más despersonalizada y masificada y, por tanto, inhumana y deshumanizante, con las consecuencias negativas de tantas formas de evasión, como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga e incluso el terrorismo.

Además, las familias, solas o en grupo, pueden y deben dedicarse a múltiples obras de servicio social, especialmente en beneficio de los pobres; y su labor social está llamada también a encontrar expresión bajo la forma de intervención política. Dicho de otra manera, las familias deben ser las primeras en trabajar para que las leyes e instituciones del Estado se abstengan de lesionar, y sobre todo apoyen y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben ser cada vez más conscientes de que son las "protagonistas" de la "política familiar" y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad. Están llamadas igualmente a cooperar en un nuevo orden internacional.

Por otra parte, la sociedad debe comprender que está al servicio de la familia. La familia y la sociedad tienen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de todo hombre.

Estoy seguro de que ustedes han concedido una particular atención a todos los derechos de la familia que enumeraron los padres sinodales y que la Santa Sede se propone profundizar, elaborando una "Carta de los derechos de la familia" que será propuesta a las instancias interesadas y a las autoridades de los diversos Estados, así como de las Organizaciones internacionales competentes.

14. Como ustedes ven, al dedicar su atención a la familia, al salvaguardar sus derechos, al esforzarse por promover la dignidad de sus miembros, la Iglesia tiene conciencia de proponer una contribución positiva no sólo para la persona humana -principal objeto de su solicitud-, sino también para el progreso dentro del orden, para la prosperidad y la paz de las diversas naciones. No se puede pensar, en efecto, que un pueblo pueda prosperar con dignidad y, menos aún, que Dios continúe derramando sobre él sus bendiciones -pues "sí Yavé no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen./ Si no guarda Yavé la ciudad,/ en vano vigilan sus centinelas" (Sal 127 [126] 1)- allí donde son conculcados los derechos fundamentales del hombre y de la mujer, allí donde la vida es asfixiada en el seno de la madre, allí donde una permisividad ciega e irresponsable acepta que sean minados en su base los valores espirituales y morales, sin los cuales se derrumban no sólo las familias, sino también las naciones.

Sobre este punto verdaderamente importante, hago un llamamiento a la sensibilidad de ustedes; y deseo que en todos sus países se conceda prioridad. mediante disposiciones de orden jurídico, social y de previsión, a una mayor preocupación por el bien de la "familiaris consortio", es decir, de la "comunidad familiar" que constituye el bien más precioso del hombre.

15. Excelencias, señoras, señores:

En el campo cuajado de promesas que se abre a la acción conjunta de la Iglesia y los Estados, obrando cada uno de modo autónomo en su propia esfera de responsabilidad por la defensa de la paz en el mundo, por la elevación cultural, espiritual y moral del hombre y de la sociedad y, muy particularmente, por la promoción de los derechos que se refieren al trabajo y a la familia, no puede faltarnos ni el optimismo ni la esperanza. Los tiempos son realmente difíciles, y sobre el horizonte se levantan nubes sombrías. Pero no tengamos miedo. ¡Las fuerzas del bien son aún mayores! Trabajan silenciosamente en la construcción, siempre reanudada, de un mundo más sano y más justo. Millones y millones de hombres quieren la paz en su patria y la posibilidad de ser verdaderamente hombres libres, con espíritu constructivo, en su familia y en su trabajo. ¡Ayudémosles!

La Iglesia no dejará nunca de cumplir su función, incluso arriesgando la suerte de sus mejores hijos.

Deseo a cada uno de los Jefes de Estado que ustedes representan, a cada uno de sus Gobiernos, a sus compatriotas, que crezca la fraternidad, la comprensión mutua, la colaboración sincera y voluntaria entre los pueblos. Que se consolide la paz, fruto de la justicia, del buen entendimiento, del amor, esta paz que, para los cristianos es un "don de Dios", y que tiene un único fundamento: la imagen y semejanza de los hombres con Dios Padre, pues hemos sido creados por Él y redimidos por su Hijo Jesucristo.

A todos ustedes, a sus familias, les reitero el buen deseo tradicional: "Feliz año". Un año verdaderamente "feliz", fuente y prenda de todo bien, y lo hago con las palabras de la bendición solemne, inspirada en la Biblia, que formulaba San Francisco, este Santo universal de cuyo nacimiento celebramos este año el VIII centenario: "¡Que el Señor te bendiga y te guarde!/ ¡Que te muestre su rostro y tenga piedad de ti!/ ¡Que vuelva hacia ti su mirada y te dé la paz!"

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