Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, XXX Conferencia Mundial de la FAO, 18 de Noviembre de 1.999.

Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, XXX Conferencia Mundial de la FAO, 18 de Noviembre de 1.999.

 

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Señor presidente;

Señor director general;

Señoras y señores:

1. Me complace mucho daros la bienvenida al Vaticano, con ocasión de la XXX Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación. Aprecio vuestro trabajo y el de todos los que comparten los esfuerzos de las Naciones Unidas para promover el bienestar de la familia humana, especialmente asegurando que todos participen de forma adecuada en los recursos alimentarios de la tierra

En un momento como éste, al examinar la situación de todo el planeta y de la multitud de la familia humana, sentimos gran preocupación. A millones de seres humanos se les niegan los medios para satisfacer las necesidades fundamentales de la vida, es decir, la comida, el agua y la vivienda. Enfermedades nuevas y antiguas siguen afectando a innumerables personas. No cesa el azote de la violencia y la guerra.

La brecha entre ricos y pobres aumenta de modo alarmante. El progreso científico y tecnológico no siempre va acompañado por la atención a los valores morales y éticos, los únicos que pueden asegurar su correcta aplicación para el bien auténtico de las personas, hoy y en el futuro. Sobre la vida misma se ciernen muchas amenazas e inevitablemente los más débiles sufren más. Ante estos hechos, mucha gente experimenta una especie de parálisis moral, creyendo que poco o nada se puede hacer para afrontar estos grandes problemas en su raíz. Afirman que a lo sumo podemos proponer un paliativo que alivie los síntomas, pero que no puede hacer nada para eliminar sus causas.

2. Lo que hace falta no es una parálisis, sino la acción; y, por eso, la actividad de vuestra organización es tan importante. Este siglo está lleno de ejemplos de programas y acciones que, en lugar de mitigar el sufrimiento humano, lo han agravado. Ya debería ser evidente que la acción por motivos ideológicos no es la solución para el hambre, para la reforma agraria y para todas las demás cuestiones relacionadas con una mayor justicia en el uso de los recursos del mundo. Lo que hace falta es la fuerza de la esperanza, que es más profunda e infinitamente más creativa. Esta es la palabra que hoy os propongo: esperanza. Es la palabra que la Iglesia no deja nunca de pronunciar en todos sus esfuerzos por llegar a las raíces del sufrimiento en el mundo.

Esta esperanza es algo más que el optimismo vano que sentimos cuando nos negamos a admitir que las tinieblas nos envuelven. Más bien, es una visión realista y confiada, característica de quienes han visto las tinieblas como son y han descubierto la luz en su interior.

3. La esperanza de la que habla la Iglesia implica una visión de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Aborda la cuestión fundamental de la verdad sobre el hombre y el sentido de nuestra existencia humana. A este respecto, un signo positivo en este último tramo del siglo XX es el hecho de que, gracias a los esfuerzos de muchos, incluyendo los de organizaciones como la vuestra, existe un mayor sentido del valor y la dignidad de la persona humana, y de los derechos inviolables que derivan de ellos.

La Declaración universal de derechos humanos es un ejemplo de esto, aunque a veces la discrepancia entre las palabras y los hechos sigue siendo muy grande. Sin embargo, es motivo de satisfacción que se reconozca cada vez más que existen algunos derechos innatos e inviolables, los cuales no dependen de ninguna autoridad o consenso humanos. Como ha mostrado el colapso de los diversos sistemas totalitarios de nuestro tiempo, el intento del Estado de ponerse por encima de esos derechos causa la ruina de la sociedad y, en última instancia, es autodestruirse.

4. Desde el punto de vista de los cristianos y los demás creyentes, los derechos fundamentales están enraizados en la dignidad del ser humano, dotado de razón y voluntad libre y, por tanto, capaz de asumir su responsabilidad personal (cf. Dignitatis humanae, 2). Así pues, hablar de esperanza significa reconocer el carácter trascendente de la persona y respetar sus implicaciones prácticas. Cuando esta trascendencia se niega o desconoce, el vacío se llena con formas de autoritarismo o con la concepción exagerada del individuo completamente autónomo, que lleva a una esclavitud de otro tipo. Sin la apertura al valor único e inviolable de todo ser humano, nuestra visión del mundo resultará distorsionada o incompleta, y nuestros esfuerzos por aliviar el sufrimiento y eliminar las injusticias estarán destinados a fracasar.

Al buscar la esperanza en el alba del tercer milenio, debemos considerar las ideas y las estructuras positivas que han surgido gracias a los continuos esfuerzos de la comunidad internacional por mejorar las condiciones de vida de los pueblos del mundo. Con los medios de que se dispone hoy, la pobreza, el hambre y la enfermedad ya no pueden considerarse algo normal o inevitable. Se puede hacer mucho para derrotarlas, y la familia humana mira con esperanza a las Naciones Unidas, y en particular a la Organización para la agricultura y la alimentación, a fin de que asuman un papel de guía en la construcción de un mundo donde ya no se niegue a nadie la posibilidad de satisfacer sus necesidades más fundamentales.

5. Renuevo mi deseo, expresado muchas veces, de que en el nuevo milenio las Naciones Unidas se conviertan en un instrumento más eficaz de desarrollo, solidaridad y paz en el mundo. Una Organización de las Naciones Unidas fuerte podría asegurar el reconocimiento de que existen derechos humanos que trascienden la voluntad de las personas y las naciones. El reconocimiento efectivo de esos derechos sería, de hecho, la mejor garantía de la libertad individual y de la soberanía nacional, en el seno de la familia de los pueblos.

Con profundo aprecio por todo lo que vuestra Organización ha hecho para ayudar a los más pobres entre nosotros, y mirando con confianza al futuro, encomiendo el trabajo de vuestra Conferencia a la guía de Aquel que, como dice la Biblia, "a los hambrientos colmó de bienes" (Lc 1, 52). Sobre vosotros, sobre vuestros seres queridos y sobre todos los que participan en la noble labor de la Organización para la agricultura y la alimentación, invoco las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.