Del saludo y las presentaciones

Saludar con la mano al cruzarse en la calle con una persona es cosa adecuada cuando se trata de un amigo bastante intimo

Revista Triunfo 1981.

 

Saludo. Dos mujeres se abrazan en el Hug Tour, Washington. Ted Eytan

Nuevas costumbres para el saludo y las presentaciones

Aquella urbanidad

Dos autores franceses, el duque de Lévis Mirepoix y el conde Félix de Vogüé dicen en su libro "La Politesse. Son rôle, ses usages", publicado en parís en 1937 que "en lo que se refiere al saludo, hoy comprobamos que se descuidan los matices. Saludar con la mano al cruzarse en la calle con una persona es cosa adecuada cuando se trata de un amigo bastante intimo. Pero hoy se hace un uso incorrecto de esta forma de saludar, por el hecho de que muchos hombres jóvenes no llevan ya sombrero. ¡Excusa insuficiente! Les bastaría en vez de agitar el brazo, con inclinar respetuosamente la cabeza, según el grado de deferencia requerido".

Si el duque y el conde levantaran la cabeza, acaso la volverían a un lado para no ver hasta qué punto se ha generalizado el impropio saludo que ellos ya en su tiempo denunciaban. He dicho ya en otros artículos de esta misma serie, y no me canso de repetirlo, que es consustancial a la asignatura de la urbanidad el disgusto que los autores manifiestan ante la disipación de las costumbres de su tiempo. Para ellos, el pasado fue siempre tan delicadamente urbano como impolítico es el presente. Lo que, repetido generación tras generación, viene a significar el reconocimiento del perpetuo fracaso del manual.

Y si Mirepoix y de Vogüé tienen razón en lamentar las extralimitaciones de su tiempo, ¿cuál no ha de ser el sentimiento de impotencia con que nosotros habremos de deplorar lo que corrientemente vemos y oímos? La urbanidad es pura nostalgia del tiempo pasado, del tiempo en que aún era posible que, como cuentan nuestros dos autores franceses, el conductor de un tranvía de Marsella detuviera suavemente su vehículo en la Canebière ante un transeúnte distraído y le dijera: "Monsieur, voulez vous me laisser passer, s'il vous plait?" (Caballero, ¿me deja usted pasar, por favor?).

Nos corresponde por tanto rasgarnos las vestiduras al ver las costumbres del presente destituidas de toda urbanidad y decoro; pero reconocer al mismo tiempo que lo que hoy comúnmente se hace será el fundamento se hace será el fundamento de la urbanidad en el futuro. Y así, principiaremos por describir el rito social de las presentaciones en el que, como en todo el conjunto de la cortesía y bueno modales se observa hoy una tendencia a la "naturalidad" que, lejos de ser natural, quiero decir, fruto de la naturaleza, es tan hija de la etiqueta como pudiera serlo la "afectación" del pasado.

Lo más extremado que se hace hoy en materia de presentaciones es no hacer las presentaciones. En numerosos grupos de jóvenes, sobre todo, entre los que castizamente se llamarían "modernos", no suele hacerse ya la presentación del recién llegado a la reunión a quien algunos de los presentes no conocer. No es el abandono de los buenos modales lo que dicta esto. Es una nueva forma de la cortesía, basada en la aspiración igualitaria, en la que se da por supuesto que el hecho de pertenecer al género humano es suficiente título para una buena acogida. A menudo, en las antípodas de la anunciadora alabarda, no se dice ni siquiera el nombre del recién llegado, o la información se limita al nombre de pila. Pero sería considerado de pésimo gusto la mención de cualquier título, profesión u origen.

Yo he visto en una casa llegar a un hijo joven con un amigo desconocido para sus padres y sentarse directamente a la mesa en que estos estaban comiendo sin pronunciar ni una palabra. La madre, solícita, se levantó para servirles la comida y no obtuvo a sus frases amables más respuesta que algún sonido gutural por parte del hijo, mientras el invitado comía en silencio. Terminada la comida, se marcharon sin despedirse. No era descortesía. Era una nueva y militante fórmula de la inescapable urbanidad.

Una hija mía, progre ella, me presentó un día a una amiga suya, diciendo simplemente: "Luis, Luisa", y omitiendo cualquier referencia a mi paterna condición. Se lo agradecí mucho, pues en ella era una deferencia, por más que la amiga estuviese al cabo de la calle respecto de quién era yo realmente.

Aun cuando las costumbres de los jóvenes introducen un cambio sustancial en esta materia, las presentaciones son, sin embargo, imprescindibles en el trato social de todos los días. El tercero no presentando hace, en una conversación de dos personas, un papel deplorable, como de estatua. Si es decidido dice eso de "me presento...". Pero si es tímido, suele disgustarse y reprochar al amigo que no le haya presentado a la persona con quien se encontró. A menudo, la escusa es que el que debía haber hecho las presentaciones no recordaba el nombre del otro. En una sociedad de "relaciones públicas" la identificación de los nombres de la agenda es una verdadera asignatura.

Lo que no se hace ya tanto como solía hacerse es recitar con la vieja prosopopeya el título, condición o calidad del presentado. Ha pasado el tiempo en que la gente quería ver continuamente reconocidos sus méritos, como en el chiste aquel del hombre que en un entierro dice la consabida frase de: "¡No somos nadie!", y un señor que está a su lado responde: "Eso será usted. Un servidor es jefe de negocios del Ministerio de Instrucción Pública".