El aseo en general. II.

El aseo revela hábitos de orden, de exactitud y método en todos los actos de la vida.

Novísimo Manual de Urbanidad y Buenas Maneras para uso de la juventud de ambos sexo.

 

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Tengamos sumo cuidado de que nuestro traje guarde siempre una perfecta armonía. Una pieza del vestido muy elegante, puesta con otra que no valga nada, queda deslucida y hace ridículo el conjunto.

Para esto, como para el tacto social, no se pueden dar reglas fijas, pues depende del buen gusto; pero téngase siempre presente que no hay nada más desagradable que los contrastes.

Si tanto esmero necesitamos tener con nuestro traje, cuánto mayor deberemos emplearlo para que nuestra casa esté limpia y arreglada y, en particular, nuestra propia habitación, y para que todos los muebles y objetos que hay en ella estén en el más perfecto orden. Para esto creo que será de grande utilidad un consejo, que debieran siempre tener presente las jóvenes, y es de contraer la saludable costumbre de volver a dejar todos los objetos en el mismo sitio de donde se han tomado.

Adquiriendo esta costumbre, el orden se hace habitual, y todo está siempre arreglado sin tener que tomarse el trabajo de hacerlo.

En cuanto a los dormitorios y aposentos interiores, cuidemos de que corra en ellos el aire libre, porque esto, al mismo tiempo que sirve para ventilarlos, es una precaución higiénica. Por lo tanto, es muy bueno al levantarnos abrir al instante las puertas y las ventanas.

La cama es el sitio donde más ostentación debe hacerse de la limpieza, como asimismo en la cocina.

Los animales domésticos suelen ser un germen de desaseo, y aun de molestia, para las personas que frecuentan la casa y se ven asaltadas por sus retozos, y a veces amenazadas con sus mordeduras. Si no podemos prescindir de ellos, debemos a lo menos tenerlos relegados a las habitaciones interiores, en donde no sirvan de incomodidad a las personas que nos favorezcan.

Si el aseo para consigo mismos es tan indispensable, cuánto más imprescindible será con respecto a los demás. Seamos siempre delicados tanto en palabras como en acciones, y nunca excitemos el asco de los que nos ven y nos escuchan, ni aun bajo pretexto de excitar su risa.

No demos nunca la mano al saludar, si por casualidad la tenemos sucia o sudada, sin lavarla o enjugarla antes con el pañuelo, o bien excusándonos cortesmente de hacerlo por la razón indicada.

Tampoco alargaremos la mano a las personas ocupadas en alguna cosa, que las obligue a excusarse de no corresponder a nuestra demostración.

No brindemos nunca a nadie con la comida o bebida que han tocado nuestros labios, ni platos ni objetos que hayamos usado.

Tampoco ofreceremos nuestros vestidos ni nuestra cama a nadie, como no medie mucha confianza o suma precisión, así como nos abstendremos de poner a los otros en el caso de que nos los ofrezcan, y tan solo obligados por una dura necesidad, usaremos de aquellos objetos ajenos, que naturalmente ha de ser desagradable a sus dueños el continuar usando.

Es impolítico excitar a una persona a que tome con los dedos lo que debe tomarse con tenedor o cuchara. Lo es tener a la vista objetos asquerosos, y excitar a otro a que los vea y los toque.

También es grave falta importunar a otra persona a que guste o huela una cosa que le repugne, y téngase presente que desde el momento que lo rehusa no deben hacérsela más instancias.

Si es feo escupir en su propia habitación, lo es mucho más en la ajena, y cuando una enfermedad nos ponga en este caso, será más prudente no hacer visitas por no exponernos a manchar las alfombras, o restregar la saliva con el pie, que es un acto muy asqueroso.

Al entrar en una casa procuremos que el calzado esté limpio, y mucho más si es tiempo de invierno.

Los caballeros no deben entrar fumando en una casa, y mucho menos si la visita es para señoras.

No nos sentemos nunca sin la seguridad de que el asiento está desocupado, y si entra alguna otra persona, apresurémonos a ponerla silla para sentarse, y no la brindemos con nuestro asiento, a menos que no sea el más preferente, o que no haya otro en la sala.

Cuidemos de no recostar la cabeza en la pared o en el respaldo de los asientos por no mancharlos, y de no tocar los muebles y objetos de adorno sino con suma delicadeza.

Es de gentes vulgares el borrajear los papeles que encuentran sobre los bufetes de las personas a quienes visitan, y tomar libros o grabados sin que los inviten a hacerlo.

Asimismo es feo hacer relaciones de enfermedades asquerosas y hablar de purgantes y vomitivos, sobre todo, si es una mujer la que lo hace.

No olvidemos empero que los mayores virtudes se convierten en vicios intolerables cuando tocan los extremos. Las personas muy remilgadas que hacen de la limpieza una cuestión capital y sacrifican a ella todas las horas del día, siendo víctimas de su manía y haciendo que lo sean igualmente las personas que tienen la desgracia de vivir a su lado, se convierten en entes ridículos, fastidiosos e insoportables.

La limpieza y el orden pasados los límites regulares, se convierten en una nimia escrupulosidad, y este es un defecto que es preciso evitar a toda costa.

Lo mismo sucede con la comida y los objetos de uso inmediato, pues hay personas a quienes todo da asco. No quieren comer en casa ajena porque no han podido presidir por sí mismas a la limpieza de los manjares, y se privan de todo, por no tocar las cosas de uso ajeno, o se enfadan si otros se ven en la precisión de usar los suyos.

Este proceder es muy feo, porque agravia hondamente al que ha tenido la desgracia de no proceder con toda la escrupulosidad que exige la extremada pulcritud de su carácter, y las hace súmamente desgraciadas, cuando un viaje o una presión cualquiera, las pone en el caso de prescindir de sus comodidades.

En la vida hay muchas vicisitudes, de las cuales no nos pone al abrigo ni la riqueza, ni la posición, porque nada puede asegurarnos contra un imprevisto cambio de fortuna; cuidemos, pues, de no acostumbrarnos a una excesiva delicadeza, que no nos permita resignarnos con las forzosas privaciones de la escasez o la modesta medianía. Cuidemos así mismo de no molestar a nadie con nuestra pueril pulcritud, y de no echar sobre todo en cara a las personas que no puedan o no quieran usarla su descuido.

Tengamos aseo y orden; pero no olvidemos que el excesivo esmero convierte a nuestros muebles y a nuestros trajes en amos, a quienes nos vemos obligados a servir como esclavos, y que esto indica la pequeñez y mezquindad de un espíritu que no acierta a fijarse en cosas de más peso.