La conversación. El arte de agradar. Parte II

No hay obligación de saber que los tapices llamados de los Gobelinos fueron y son muy estimados; pero sí hay obligación de no confundir a los Gobelinos con el partido político de los Gibelinos...

El arte de agradar. Manual de la verdadera educación. 1905

 

Conversar y agradar. Los dichos y citas populares en las conversaciones foto base al-grishin - Pixabay

Los dichos y citas populares en las conversaciones

Aquella urbanidad

¡Cómo se reirán Clío, Melpómene, Talía, Euterpe, Terpsícore y demás Musas al verse confundidas con las inexorables Parcas!...

Errores hay que, por estar sancionados por los siglos, y hasta admitidos como convencionalismos o ficciones artísticas, pueden pasar sin protesta. Esopo nunca fue jorobado. Diógenes jamás se permitió el lujo de una linterna, y, sin embargo, es costumbre corriente y moliente la de adornar con el farolillo al filósofo despreciador de las riquezas y pompas terrenales y la de cargar al fabulista con una joroba que no soñó en llevar.

Discurrir por el campo de la mitología y desbarrar sin ton ni son es cosa frecuentísima. A toda hora se oye confundir al gigante Anteo -que cobraba fuerza al ponerse en contacto con la tierra- con Proteo, que tenía la facultad de cambiar de forma a su antojo, y con Prometeo, el dios soberbio encadenado a una roca.

El Tostado, el eximio escritor Alonso de Madrigal, ha servido y sirve como término de comparación para ponderar la fecundidad de un literato.

Pero la gente, que ni se para en barras ni se anda en chiquitas, oyó "escribe más que el Tostado" y se apoderó del dicho y lo desfiguró hasta el punto de que hay quien afirma, de un charlatán o de un andarín: "habla más que el Tostado" o "corre más que el Tostado".

Demóstenes, el egregio orador desterrado en el desierto de Egina, se ve confundido con el célebre Damocles, y se habla de la espada de Demóstenes sin percatarse de que la espada que, sujeta por un hilo, colocó el tirano -para dar a entender cuánto peligra la vida del que ocupa un trono-, estuvo pendiente sobre la cabeza de Damocles, que envidió las alturas del poder, pero no sobre la de Demóstenes, nunca envidioso de grandezas.

No hay obligación de saber que los tapices llamados de los Gobelinos fueron y son muy estimados; pero sí hay obligación de no confundir a los Gobelinos con el partido político de los Gibelinos, enemigo acérrimo de los Güelfos y que nada tuvo que ver con la industria de los tejidos.

Tan risible como estas equivocaciones es la que se comete cuando, pretendiendo lucir erudición barata, se achacan a un personaje frases que no pronunció.

Una señora leyó un lindísimo cuento de Trueba, inspirado en la frase de que "el estilo es el hombre". Fresca en su imaginación la lectura, se permitió hacer la cita correspondiente, atribuyendo a Trueba la frase en que estaba inspirado el cuento. Lo malo del caso es que la frase no era del popular cuentista y sí del perínclito Buffon.

Disculpable, en cierto modo, es tomar al poeta Dante por el pensador Dantec.

Pero como estos errores son hijos de aturdimientos, de ligereza y de petulancia, lo más recomendable para no caer en ellos es atenerse al precepto, ya apuntado, del "Arte de tocar las castañuelas".

De no hacerlo así, se corre el riesgo de pasar por el bochorno por que pasó una dama, esposa de un reputado profesor de ciencias.

Un colega de este profesor, Mr. Robertson, anunció a su amigo su próxima visita. El catedrático español advirtió a su esposa de la conveniencia de que -para hacer mejor los honores de la casa al huésped que de Londres venia- leyese algo de las obras de viajes publicadas por el citado sabio.

La señora, que presumía de mujer ilustrada y que era en extremo distraída, prometió hacerlo así.

Pasaron dos semanas, la esposa del profesor recibió al sabio con ansias de lucir su erudición.

Aun no había tomado asiento el huésped, cuando la señora le preguntaba por el negro Domingo, por los apuros que pasó para construir la barca y por otras cosas tan estupendas que el recién llegado oía como el que oye los delirios de un loco.

El profesor, que estaba sobre ascuas, se atrevió a observar:

 - Esposa mía, ¡pero tú no has leído las obras en que este ilustre naturalista refiere sus exploraciones!

- Pues claro que las he leído -respondió picada la señora- y me han gustado mucho. Vamos a ver, este señor ¿no es... Robinsón Crusoe?