Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). VII

La familia tampoco iba a escapar de la férrea huella de la jerarquía social, si bien las consecuencias lingüísticas de ese hermético y sistemático tópico adquirieron intensidad variable

Departamento de Linguística General, Universidad de Almeria

 

Manuales de cortesía. Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975). Libros a la venta foto base freddie marriage - Unsplash

Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975)

En el caso de los manuales de la España de Franco esa obediencia era explicada y justificada como una manifestación más del organigrama social y hasta de principios naturales y, por ende, inmutables. La España que querían transmitir a sus alumnos estaba plagada de una secuencia ordenada de jefaturas, de modo que cada instancia de la vida social contaba con una autoridad pertinente a la que se le debía obediencia absoluta: el estado estaba regido por Franco, caudillo y jefe por antonomasia, las provincias por gobernadores civiles, los municipios, por alcaldes, el trabajo por el encargado, la escuela por el maestro y la familia por el padre (nota 15).

Desde esa óptica, la vida escolar al completo se convertía en un ejercicio de obediencia antes que en un proceso de transmisión del saber, empezando por los niveles más básicos de lectoescritura, terminando por cualquier otra forma de enseñanza más profunda o especializada. Esa concepción jerárquica de la organización de la vida, por lo demás, surca transversalmente todas las páginas de esos textos: la obediencia a la voluntad divina está acuñada -y premiada- en la misma Biblia desde la figura de Abraham (Álvarez, 1965: 29) y se diría que, al mismo tiempo, era un principio poco menos que urbi et orbi, un universal antropológico que reencontramos al explicar la ejemplar inmolación de los niños Justo y Pastor, castigados a ser degollados por un jefe romano por no adorar a dioses paganos.

La familia tampoco iba a escapar de la férrea huella de la jerarquía social, si bien las consecuencias lingüísticas de ese hermético y sistemático tópico adquirieron intensidad variable, en esta ocasión más sujeta a los credos ideológicos desde los que se confeccionaron los listados de preceptos corteses, y no tanto a la simple cronología.

Desde postulados tradicionalistas como los esgrimidos por las reverendas madres escolapias, los hijos se dirigirían a los padres con sumisión, respeto, deferencia, confianza y cariño. Idéntico clima se mantendría con los hermanos, a quienes nunca se les dirigirían palabras mortificadoras, o se les recordarían hechos que pudieran sonrojarlos. A los primos se les dispensaría un trato equiparable al reservado para los hermanos, excepto en la consabida cuestión de los asuntos internos de familia. Incluso la mera referencia al ente familiar, propio o ajeno, tenía sus reglas.

(Nota 15: De ello los escolares recibían continua y reiterada información prácticamente a todo lo largo y ancho de su formación a través de las enciclopedias. Cfr. algunos de los casos más destacados y perceptibles en Álvarez (1965: 20, 59; 1966: 592, 597)).

Para los miembros de la familia propia se recurría a formas como mi marido (esposo), mi mujer (esposa) y mis hijos. La de los interlocutores, en cambio, requería el uso del nombre propio: D. Gumersindo (no su esposo), Doña Gumersinda (no su esposa), su hijo de Vd. (no su niño), la señorita Dolores (no su niña). Detalle curioso este último que atestigua un caso más de diferenciación sexual de la urbanidad lingüística y que, por primera vez, introduce la forma don, utilizada para referir a alguien sin título especial, frente a los amplísimos usos de señor.

Los sirvientes, también integrados en esta concepción extensa de la unidad familiar, serían reprendidos con paciencia, alejados de los extraños, sin insultarlos ni dedicarles palabras de desprecio, lo que supondría faltar a la caridad cristiana, al tiempo que rebajaría a los señores y no contribuiría a mantener el bien supremo de la paz doméstica. Era preferible ejercer el mando natural sobre ellos de modo sutil e indirecto, recurriendo a fórmulas como "¿podría usted, hacerme esto ahora?, ¿no le sería muy difícil ir a tal parte?".

Resultaba igualmente reprobable dirigirse a ellos con desenfado o grosería y, por encima de todo, una vez más había de evitarse a toda costa que participasen de los secretos familiares. La propia dinámica de la pirámide social en la que estaban todos insertos se encargarían de poner el resto, receta que valía para todos los situados por debajo en el eje de poder social. Los sirvientes, por su parte, habían de hablar en tercera persona a los señores con giros como "¿qué quería la señora?, ¿manda algo más la señorita?". Se dirigirán a los dueños de la casa llamándolos como señor, señora y señoritos, siempre y cuando los hijos de los dueños de la casa superen los diez años; antes de esa edad serán simplemente los niños.

Por supuesto para con los criados era imperioso el uso del Vd. Y no sólo para ellos. Las reverendas educadoras (Escuelas Pías, 1910: 170-175) subrayaban la enorme inconveniencia del tuteo en el hogar familiar, prohibición que justificaban en que nunca se procediese así en los autores del Siglo de Oro. Por el contrario, esta era una moda importada de Francia, país sobremanera peligroso al ser, ni más ni menos, que el foco motriz de las ideas revolucionarias (Escuelas Pías, 1910: 70) (nota 16). Más de treinta años antes, Sinués (1875: 162-164) había aconsejado una vida verbal doméstica sensiblemente menos encorsetada. Recomendaba, ciertamente, que los jóvenes escuchasen con interés verdadero a los amigos de los padres, incluso que cediesen en todo a sus opiniones, sin que en momento alguno les respondiesen o murmurasen ante sus mandatos. Para la vida del hogar consideraba grata la mayor, y más distante, de las cortesías, aspecto en el que coincidirá mucho después E. de Borbón (1946). Pero al mismo tiempo loaba con entusiasmo el cariño en el seno de la familia, las manifestaciones de auténtico afecto que, en definitiva, no eran más que una consecuencia lógica de las razones que habían movido a crear una familia.

(Nota 16: No deja de ser relevante que se reiteren las referencias al Siglo de Oro como argumento de autoridad, al estilo de lo que hiciese la reacción del XIX español para descalificar al movimiento ilustrado de la centuria precedente. Se diría que, en el horizonte mental de aquellas gentes en 1910, no habían transcurrido los cien años anteriores).

Entre esas manifestaciones incluía el tuteo, entendido ahora como la manera más natural de dirigirse a quienes le habían dado la vida a una persona, franqueza que en su opinión establecía vínculos más estrechos y fundados en auténticos sentimientos entre los miembros de las familias.

Por supuesto que la formulación más inmediata y perceptible en los usos lingüísticos de esos ejes de poder social, las formas de tratamiento, no permanecieron inermes, antes todo lo contrario, a esos vaivenes histórico-sociales y culturales. A principios de siglo, reyes y papas eran mencionados como Majestad, Señor o Vuestra Majestad, en el primer caso, y como Santísimo Padre en el segundo (nota 17). La realeza tenía tratamiento de alteza, los cardenales de eminencias, excelentísimos señores eran los arzobispos y obispos con gran cruz, mientras que para los que carecían de ella entre estos últimos se dispensaba trato de ilustrísima.

A partir de ahí el listado de tratamientos concluía de forma precipitada, recordando que los religiosos tenían que ser apelados como reverendo(a) y que debían respetarse los correspondientes a las autoridades civiles, sin pararse a detallarlos en modo alguno (nota 18). Ya hemos comentado que en la década siguiente asistimos a una relativa ventilación mental de los aherrojados esquemas absolutistas que tiene diversas manifestaciones lingüísticas de interés. De un lado, como avanzaba, amplían el listado de personajes dignos de recibir tratamiento especial, en lo que no deja de ser una manifestación del ascenso y del protagonismo adquiridos por esos grupos en el transcurso de relativamente pocos años.

Quedan incorporados, además de manera explícita, no sólo los ministros, embajadores o las propias Cortes, sino figuras sociales de cierta relevancia, vinculadas unas veces a niveles más modestos de acción política (los ayuntamientos), otras destinadas en altos puestos en el escalafón de la administración (magistrados, oficiales de la administración, rectores de universidades y directores de institutos). Por otra parte, se homologan los tratamientos entre los estamentos: alteza corresponde a la familia real, pero también a las Cortes de la nación; ilustrísima ya no es dominio exclusivo del clero, sino que se le depara a los responsables de las corporaciones locales; excelencia cubre a los ministros y grandes responsables del estado o, por último, Usía se destina a magistrados y rectores universitarios.

(Nota 17: Con la advertencia incorporada de lo inconveniente que resulta la fórmula el Santo Padre, galicismo manifiesto en la época y, en consecuencia, nada alentador dada la francofobia de las reverendas escolapias).

(Nota 18: Sólo las madres escolapias recordarán que para los ministros y los ciudadanos con grandes cruces está reservado el tratamiento de Excelencia, sin tampoco especificar las formas apropiadas para el eje del poder civil).