Pasiones perjudiciales a nosotros mismos: los deseos y la gula.

Debemos acostumbrarnos en todos tiempos a fijar nuestros deseos en el bien infinito, y a no anhelar en el mundo más bienes que los que poseemos.

Tratado de la obligaciones del hombre. 1821.

 

Imagen Genérica Protocolo y Etiqueta protocolo.org

De las pasiones que perjudican principalmente a nosotros mismos.

Deseos.

El hombre nacido para gozar de Dios, bien infinito, jamás puede saciarse con los bienes temporales: cuantos más tienes más desea. De aquí nacen dos males, el primero que cuantas más cosas desea, tantas menos consigue, conforme a aquel refrán que dice, " quien todo lo quiere todo lo pierde" ; el segundo que mientras se deja llevar de la inquietud de sus deseos, no siente ni aun la satisfacción de gozar lo que posee.

Para evitar pues estos males debemos acostumbrarnos en todos tiempos a fijar nuestros deseos en el bien infinito, y a no anhelar en el mundo más bienes que los que poseemos. Nos es lícito solicitar otros mayores, si podemos conseguirlos por medios honrados; pero sin desearlos con demasiada codicia, y sin inquietarnos si no los logramos.

Gula.

La gula, o la pasión desordenada de comer y beber, nos daña de muchos modos. Primeramente el comer y beber con exceso, o cosas malsanas, daña a nuestra salud y nos acarrea enfermedades gravísimas; o por mejor decir, la mayor parte de las que padecemos proviene de estos excesos. Lo segundo, el desorden en la comida y bebida entorpece el cuerpo y el alma juntamente, y disminuye su aptitud para obrar. Lo tercero, la demasiada afición a comer y beber es causa de que muchos malgasten sus bienes, y queden reducidos a la mendicidad.

Conviene pues en primer lugar que tengamos muy presente aquel proverbio, de que "hemos de comer para vivir, y no vivir para comer".

"Hemos de comer para vivir, y no vivir para comer"

En segundo lugar acostumbrarnos, por lo tocante a la cantidad, a comer lo suficiente, y nada más; y por lo que mira a la cualidad lo primero a comer manjares sanos, y a no dejarnos llevar de nuestro apetito a comer lo que nos puedan perjudicar; lo segundo a no hacernos delicados y melindrosos, sino enseñarnos con tiempo a comer de todo. El que en esta parte está mal acostumbrado, cada día se hace más delicado, y se encuentra a veces en tales circunstancias que no sabe qué comer.

Debemos pues hacernos a todo, venciendo muchas veces la repugnancia que en nuestros primeros años tenemos a algunos manjares. Con el tiempo y la costumbre se consigue perderla; y aún aquellas cosas que al principio nos parecían desagradables, nos llegan a gustar más que otras.

En cuanto al beber debemos sobre todo huir del feo y perjudicialísimo vicio de la embriaguez. El hombre que se embriaga es el más vil de los hombres: se priva a sí mismo del uso de la razón, que es el don más precioso con que Dios nos ha adornado; se iguala a los brutos, y algunas veces es más bruto que ellos. Así, es preciso que usemos del vino con la mayor moderación; y los niños en especial, para no exponerse a contraer este vicio, deben abstenerse totalmente del vino, o beber poquísimo.