Los deberes para con nuestros semejantes. II.

Después del amor y la benevolencia, las más bellas cualidades con que podemos adornarnos son la modestia y la tolerancia.

Novísimo Manual de Urbanidad y Buenas Maneras para uso de la juventud de ambos sexo.

 

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Sin duda, os habrán dicho, y os repetirán sin cesar, que el mundo desconoce los quilates del valor de una mujer tierna, sensible y generosa. ¡Ah! ¡No, no creáis a esos espíritus sombríos y descontentadizos! ¡El mundo es más justo de lo que se cree generalmente! Al mundo se le suele calumniar con frecuencia, y muchas veces le hacemos responsable de nuestros propios arranques de mal humor, o de lo que no son más que desaires de la ciega suerte.

Lo bueno siempre es bueno, y el mundo lo conoce, lo aprecia y lo venera. Podrá dejarse deslumbrar momentáneamente por lo que le fascina, podrá tal vez correr desatentado en pos de lo que le divierte; pero, creedme, solo un verdadero mérito le fija y le conmueve.

He pasado ya los primeros albores de la vida, y os hablo por convicción y por experiencia. La virtud y la bondad encuentran su recompensa acá abajo, así como estoy cierta que la hallarán en el cielo; y aunque tal vez sea reducido el círculo de sus admiradores, ¿qué importa, si lo forman los espíritus rectos y las almas escogidas?

No escuchéis jamás a esos declamadores furibundos y resentidos. Si fuérais a examinar su conducta, tal vez hallaríais que no son acreedores a la recompensa que el mundo les niega con justicia. Huid de ellos, tiernas amigas, y creed que la mejor brújula para dirigir al puerto nuestra zozobrante nave, es la tierna bondad y una conciencia sin mancha.

Creed que el mayor atractivo de una mujer consiste en su benevolencia, y que aun cuando el mundo nos negase sus plácemes y sus aplausos, deberíamos adornarnos con ella para satisfacer las aspiraciones de nuestro corazón, que Dios solo ha formado para el bien y la ternura.

Tened fe en mis palabras, sensibles jovencillas, y estoy segura de que algún día, rebosando placer y felicidad, bendeciréis mi nombre.

Después del amor y la benevolencia, las más bellas cualidades con que podemos adornarnos son la modestia y la tolerancia.

Seamos modestos en nuestras palabras y en nuestras acciones. El hombre jactancioso jamás se captará el aprecio de nadie, y por el contrario tendrá que sufrir mucho su amor propio siempre que vea que el éxito que alcanza no corresponde a las pretensiones que había demostrado. El que es modesto, nunca tiene que sufrir la humillación de verse arrojado de un lugar superior a sus merecimientos. El saber que se oculta tras el velo de la modestia, acrecienta el interés y la admiración de cuantos lo adivinan, y adquiere un valor inmenso.

La modestia es indispensable sobre todo a las jóvenes, porque es el perfume de la belleza y la egida de su virtud.

No confundamos, sin embargo, la modestia con esa ruin pequeñez de espíritu que nos hace torpes y encogidos, o con la falsa humildad al través de la cual se descubren las huellas de un petulante orgullo. La modestia, si es fingida, pierde todo su secreto hechizo, y nos convierte, en objetos de burla y menosprecio.

Procuremos, pues, que nuestros pensamientos sean modestos, no bajos ni mezquinos, y modestas las manifestaciones que hagamos de ellos en sociedad.

Seamos también tolerantes. La naturaleza no ha hecho a todos los hombres iguales física ni moralmente; lejos de eso ofrece los más raros contrastes, y es necesario que aquellos a quienes ha dotado de más talento o más bondad sean tolerantes con los que no han recibido iguales beneficios.

Burlarse del necio es dar pruebas de poco juicio; complacernos en zaherir al ignorante malicioso es igualarnos con él. El que posee un talento superior, el que, en una palabra, es más bueno, debe mostrarlo tolerando los defectos de los demás y perdonándoselos. La venganza que se toma de los agravios sociales, si se dirige contra personas inferiores a nosotras en talentos, es ruindad de corazón; si se dirige a superiores, alarde de vanidad; y más prudente es, en ambos casos, pagarlos con beneficios, que no faltará quien observe y encomie la nobleza de nuestro proceder.

Hay personas tan desgraciadas que no saben dominar sus pasiones y se dejan arrastrar por su ímpetu, entregándose a todas las debilidades que se llaman rarezas de genio, pero que en el fondo tienen buenas y excelentes cualidades morales; procuremos transigir con sus caprichos, y no perdamos una amistad, tal vez sincera y provechosa, por una susceptibilidad de amor propio mal entendido.

Guardémonos también de menospreciar a aquellos a quienes la suerte ha arrebatado sus bienes de fortuna, dejándoles solo las buenas facultades de su alma. No atendamos al traje, sino al verdadero mérito, para darles la preferencia merecida en todas las ocasiones, y no nos avergoncemos de tratar con bondadosa deferencia a la probidad desvalida.

Tal vez con esta conducta os atraigáis las murmuraciones de los fatuos; pero las personas de juicio os concederán siempre su aprecio.

Guardémonos también de burlarnos de aquellos que tengan una imperfección física; esto demuestra un espíritu superficial y un alma poco generosa. Lejos de eso, procurad consolarlos de esta desgracia con las más delicadas atenciones y con aquellos discretos elogios dirigidos a las cualidades de su alma, que jamás puedan herir su susceptibilidad.

En suma, además de amar a nuestros hermanos, debemos respetarlos y ocultar sus miserias; ayudarlos a ilustrar su entendimiento, a formar su corazón por la virtud; perdonar sus ofensas y proceder con ellos como desearíamos que ellos procediesen con nosotros. En el corazón del hombre benévolo, clemente y generoso, siempre reinan la paz y el contento, y nacen y fructifican todos los grandes y nobles sentimientos.

Dejemos al vulgo que obre como quiera; nosotros no hemos de regular nuestras acciones por las de los hombres extraviados, y a veces corrompidos, sino por las del sublime Maestro de todas las virtudes. Obremos bien, y Dios y nuestra conciencia nos darán él galardón merecido.

La primera palestra de la virtud es el hogar paterno, ha dicho un célebre moralista, y esto nos indica cuán solícitos debemos ser por el bien y la honra de nuestra familia.

El que en el seno de la vida doméstica ama y protege a sus hermanos y demás parientes, y ve en ellos las personas que después de sus padres son más dignas de sus respetos y atenciones, no puede menos de encontrar allanado y fácil el camino de las virtudes sociales, y hacerse apto para dar buenos ejemplos a sus hijos y para regir dignamente la familia a cuya cabeza le coloquen sus futuros destinos.

El que sabe guardar las consideraciones domésticas, guardará mejor las consideraciones sociales; pues la sociedad no es otra cosa que una ampliación de la propia familia.

¡Dichoso el que sepa grabar en su alma con caracteres de fuego estos deberes! ¡Desdichado aquel que los desprecie, porque haciéndose indigno de la general estimación, llevará una vida errante y solitaria en medio de los mismos hombres!