Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). IV

La murmuración había de ser evitada, por principio, entre otras razones porque era augurio de malos presagios en las relaciones cívicas

Departamento de Linguística General, Universidad de Almeria

 

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Los manuales de cortesí­a en la España contemporánea (1875-1975)

La murmuración había de ser evitada, por principio, entre otras razones porque era augurio de malos presagios en las relaciones cívicas. Tal precepto, presente siempre en toda manifestación de urbanidad, se recomendaba intensificarlo en dominios como el escolar o el doméstico, punto sobre el que hubo acuerdo unánime desde finales de siglo hasta las enciclopedias franquistas. En ocasiones tan drástica contraposición a la murmuración parecía estar fundada casi en toda una teoría moral, o pseudo-filosófica, sobre la acomodación del significado a la realidad de las cosas, al estilo de la realizada por los lingüistas del período pre-Quin en la antigua China (nota 7). En 1875 Sinués, como Laozí, desconfía de la real acomodación de los nombres a la realidad de las cosas. La opinión pública en términos generales es una especie de gran vehículo, sino de completas falsedades, sí de notables imprecisiones que deforman la realidad en sí misma. Así, aclara que:

(Nota 7: Naturalmente cualquier nexo de influencia directa, indirecta o remotísima es pura y simplemente imposible. Tomo las referencias y el desarrollo de las ideas de estos lingüistas de la excelente monografía de Ciruela Alférez (1990) sobre la historia de la lingüística china que, es de esperar, muy pronto verá, como merece, la letra impresa).

Se llama, por ejemplo, bondadosa, a una persona que sólo es amable; dulce, a la que no se cuida de que el mundo se desplome; cariñosa, a la que hace algunas zalamerías de rutina, sin pensar jamas en las desgracias ajenas; prudente, a la que deja ofender con una cobardía indigna a un amigo ausente; indulgente, a la que mira con indiferencia los yerros y aún las faltas de las personas que deben serle más amadas; y así se juzga todo lo demas. (Sinués, 1875: 101; las cursivas son de la autora).

Claro que la propia dinámica social se encargaba de punir convenientemente tales hábitos, pues como recordarán manuales escolares todavía en circulación en la década de los 60, las personas murmuradoras pierden toda posibilidad de alcanzar la nobleza de espíritu, estando por lo demás condenadas a caer en el más irreversible de los descréditos (Álvarez, 1966: 609-610).

Para evitar de forma segura esas tentaciones era recomendable alejarse de otras costumbres verbales conexas, tales como el uso de apodos o la mentira (Escuelas Pías, 1910; anónimo, 1920?). Del mismo modo que se dispensaba minuciosa atención hacia el buen nombre ajeno, cabrá exigirla hacia el propio, en tanto que símbolo del honor familiar transmitido de generación en generación (Álvarez, 1966: 597).

La mentira abría otra grieta profunda en el mismísimo dogma de fe religiosa, razón más que sobrada para huir de ella, admonición que todavía mantendrán las enciclopedias escolares de los años 60 (Álvarez, 1962, 1964, 1966). De forma no tan drástica, al menos en las apariencias, las Cartas instructivas recomendaban "antes morir que mentir" (García Barbarín, 1923: 27), repudio a la falsedad que, como estamos viendo, no era nuevo, sino más bien un lugar común heredado del siglo XIX y del trasfondo moral de la religión, recordado ya desde Sinués en 1875. Lo cierto es que debió tener poco éxito este punto concreto del programa de formación de jóvenes corteses y refinados, porque en el ecuador del siglo siguiente todavía se seguían escribiendo líneas para combatir hábito tan pertinaz, y arraigado al parecer en la sociedad española.

Hubo quien se atrevió incluso a avanzar una hipótesis explicativa de tan contumaz arraigo que, según esas mismas fuentes, resulta espectacularmente firme y habitual entre las mujeres. En efecto, la Infanta de Borbón considera que la mentira es otra característica histórica de la mujer que, en su opinión, tiene manifestaciones gestuales, de actuación y de comportamiento verbal. Se trata, por tanto, de una suerte de mentira semiótico-ontológica, tan indisolublemente unida al comportamiento femenino, que incluso las damas terminan por interiorizarla con auténtica profundidad, llegando a perder la capacidad para discernir lo verdadero de lo falso (Borbón, 1946: 128). Tal hábito es explicado por la asimétrica situación de la mujer en la historia, tradicionalmente sometida al varón, en especial por el predominio físico de este.

De manera que todo aquello que no podía ser conseguido a causa de su desaventajada posición histórico-social esclava de la fuerza física masculina, precisaba de ardides que les permitiesen sortear tal coyuntura, para lo que se hacía imprescindible, entre otras cosas, mentir. No obstante, las mujeres modernas entre las que se desenvuelve la Infanta, a su juicio se encuentran en situación de igualdad con el hombre, unidas libremente a este como compañeras y no como siervas, por lo que todos estos artilugios han perdido su sentido.

3.3 Parquedad de palabras, cuando no mutismo, como profilaxis preventiva social

Nada mejor para guardar las apariencias y mantener el equilibrio preestablecido de las atildadas formas sociales que llamar a la modestia verbal, cuya primera manifestación consistía en economizar con prudencia los recursos lingüísticos. Se pondera de manera encarecida la mayor contención verbal posible, con sencillez, huyendo de cualquier forma de familiaridad, sin obsequiosidad, con respeto y benevolencia, manteniendo un tono moderado y adecuado a cada interlocutor. Las pocas palabras evitan los alardes y las demostraciones de grandilocuencia innecesaria. Si esta nociva inclinación era considerada como algo fastidioso en general, para las mujeres incrementaba su carácter negativo, a la par que dejaba entrever una nada modélica educación.

El comedimiento verbal, por lo demás, habilitaba para protegerse del siempre peligroso abismo de la adulación, de esas lisonjas tan al gusto de la condición femenina según la Infanta de Borbón (1946: 45-47). Durante las visitas, si una dama recibía alabanzas convenía atribuirlas a la bondad y bonhomía de sus alabadores, tanto si estaban referidas a su persona, como si se dirigían a algún objeto de su propiedad, que había de ser puesto a disposición de aquellos.

Tampoco era prudente hablar de sí mismas o hablar en demasía porque, como había recordado Sinués (1875: 165), tal egoísmo lingüístico terminaría por hacer considerar a sus practicantes como personas "dotadas de una crueldad de corazón que les hace odiosas y repulsivas a todas".

No había, pues, el más mínimo resquicio para la promiscuidad verbal en ninguna de sus manifestaciones. Así, en las conversaciones que surgiesen durante las visitas se considera refinado intervenir sólo cuando fuera necesario, usar escasa palabra y circunscribirse a temas neutros que no alentasen a disputa de ningún género, sin por supuesto dar la más mínima noticia a extraños de las cuitas familiares (Escuelas Pías, 1910: 74). Este, desde luego, constituía un tema recurrente, sobre todo para los formadores católicos.

La familia era entendida en términos de célula nuclear y básica por excelencia del tejido social, y como tal había de ser preservada a ultranza en todos sus aspectos, entre los que destacaba, como es natural, su fama social. La mejor manera de no exponerla a males mayores consistía en convertirlo en un mundo hermético, innombrado fuera de su propia esfera de intimidad, tras lo que se esperaba haberlo puesto a buen recaudo.

Tal paradigma comunicativo permanecía rígido e inalterable en toda clase de situación a la que se enfrentaran las personas instruidas. Ni tan siquiera con los vecinos se admitía alguna forma de trato conversacional que rebasase los límites del mero saludo, evitando detenerse a hablar con ellos, salvo cuando mediase amistad grande y manifiesta. Esa intensa y pertinaz parquedad lingüística tampoco debía invitar al descuido de las apariencias y buenas formas sociales, de manera que al llegar nuevo a una casa convenía enviar tarjetas de presentación a todos los vecinos, tarea que correspondía a los maridos y sólo excepcionalmente a las señoras (Escuelas Pías, 1910: 87).

Los vecinos, por su parte, estaban obligados a devolver nota de contestación, dando comienzo por ese procedimiento un ciclo de visitas a unos y otros domicilios que, por fuerza, se desarrollarían siempre dentro del primer mes. El descuido de tal protocolo conllevaba la ruptura radical y definitiva de relaciones, exceptuando el saludo.