Deberes para con nuestros padres. I.

La urbanidad es una especie de túnica que envuelve las asperezas de nuestro carácter, embotándolas, y que impiden lleguen a herir a los demás.

Urbanidad y Buenas Maneras para el uso de la juventud de ambos sexos.

 

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Deberes para con nuestros padres.

"La urbanidad es la flor de la humanidad. El que no es fino y atento, no es bastante humano.

La urbanidad es una especie de túnica que envuelve las asperezas de nuestro carácter, embotándolas, y que impiden lleguen a herir a los demás.

La urbanidad es a la bondad lo que las palabras al pensamiento."

J. Jeubert.

Sin las sagradas afecciones del corazón, la vida sería un árido desierto, en donde no hallaríamos, fatigados viajeros, ni una sola gota de agua para refrescar nuestros labios, ni una sola flor para embriagarnos con su perfume.

La vida que se ve precisada a reconcentrarse en sí misma no es vida; la inútil yerba que roba su savia al trigo debe ser arrancada por el agricultor prudente; el que no se esfuerce en ser útil a los demás, es un ser indigno de la consideración social y de las mercedes de la Providencia, y no merece que se le atienda si deja de sonreírle la fortuna.

La sociedad es un gran comercio, en que todos los seres cambian entre sí recíprocamente sus tesoros. La tierra, entrega a las neblinas las emanaciones de sus fuentes, y las nieblas, impelidas por el viento, van a regar con una beneficiosa lluvia las áridas praderas; el aura refresca el cáliz abrasado de las flores, las cuales a su vez la entregan sus perfumes; el arroyuelo fecunda con su blanca franja de espuma las raíces de los árboles corpulentos, y éstos, en cambio, entrelazan sus ramas para formar una bóveda de verdor sobre la cristalina corriente, e impedir que los rayos del sol la sequen con sus ardores.

En la naturaleza todo es recíproco; todo debe serlo en sociedad.

Pero si tenemos un sagrado deber de pagar con beneficios, los beneficios de los seres indiferentes, ¿cuánto más obligados estaremos a corresponder mientras vivamos, a los que nos han prodigado con sublime desinterés nuestros padres? ¡Ah! si la naturaleza, si la sociedad no nos mandasen amarlos y respetarlos, solo por gratitud deberíamos colmarlos de cuidados y atenciones.

Nace el niño desnudo, débil, indefenso, y la madre le calienta en su regazo, le alimenta con su leche, y le rodea de tan previsores cuidados, que solo el amor maternal puede concebirlos y llevarlos a cabo. Es un objeto para ella de tanta adoración, que teme que la brisa le marchite, que los rayos del sol le descoloren, y teniendo en nada su propia salud y su existencia, sufre animosamente toda clase de privaciones, pasa las noches en vela, para ahorrar una sola lágrima al objeto de su cariño. ¡Cuántas horas cuenta inmóvil, con su hijo entre los brazos, temerosa de despertarle! ¡cuántas inclina la frente sobre la rubia cabeza del niño, y ruega a Dios que le colme de bendiciones!

En medio de su sublime abnegación, nada pide para sí, ni aun se acuerda de que exista indivisiblemente de su hijo; desde el momento en que le ha sentido agitarse en sus entrañas, el "yo" de la mujer se ha desvanecido completamente para transmitirse a aquel ser querido, y ya sus pensamientos, sus sensaciones, sus esperanzas, han dejado de pertenecerla para siempre. Un padre dará la vida por su hijo; la madre hará mucho más, que es consagrársela por entero, sacrificarle todos los instantes, dedicarle todas las palpitaciones de su corazón. Si es pobre, rasgará sus vestidos para cubrir sus desnudos miembrecitos, pondrá en sus manos el pedazo de pan que la naturaleza la mandaba llevar a sus labios, trabajará sin descanso para verla sonreír de alegría al regalarle un tosco juguete: si es rica, le sacrificará sus placeres, las adoraciones que la prodiga el mundo, el gozo de brillar en los salones, y preferirá a todas las lisonjas de la vanidad una mirada de su niño. Se ríe cuando él sonríe, derrama lágrimas si llora, y siente todas las alternativas de la enfermedad y si una enfermedad le aqueja. ¡Una madre! ¡Cuán dulce es este nombre! ¡Cuán sano es el afecto que despierta en nuestras almas!

Una madre es el único bien inmenso y positivo que Dios ha puesto a nuestro lado en las penalidades de la vida, el único tesoro que el codicioso mundo jamás puede arrebatarnos. ¡Dichosos los que han crecido bajo su amparo! ¡Dichosos los que han recibido sus besos y sus amantes bendiciones! ¡Ay de aquellos que la han perdido! ¡Ay de aquellos que vagan solos por los desiertos de la vida!

Ved esos jóvenes esposos sentados junto a una cuna, donde dormita la prenda de su cariño. ¡Con qué amor fijan en él sus miradas! ¡Con qué orgullo enumeran sus gracias! ¡Con qué ternura imploran a Dios que le colme de mercedes! Es un pobre niño, cuyos labios no aciertan todavía a formular un pensamiento, cuyas manos no pueden sostener el más leve peso, cuyas rodillas flaquearían si intentase dar un paso; sin embargo, si posible fuera cegar el Océano y ofrecer todas las riquezas que encierra a sus amantes padres a trueque de aquel ser tan débil, éstos las rechazarían con generosa indignación. Y cuando sus labios balbucientes pronuncien por primera vez los nombres de padre y madre, será más dulce el eco de su voz a los oídos paternales que todas las armonías de la naturaleza, y les parecerán más elocuentes esas palabras, que los elegantes discursos de los más sabios oradores. Sin embargo, ¿qué ventajas les trae ese niño? ¿qué beneficios esperan de él? ¡Ninguno! Hasta los veinte años luchar tal vez con la miseria para darle educación, y entonces decirle: esa instrucción que te hemos dado, esas riquezas que hemos adquirido a costa de afanes y privaciones, todo es tuyo: ¡tómalo; y goza, y se feliz, que nosotros lo seremos con tu dicha! ¡Ah, cuán grande, cuán generosa, cuán noble es esta conducta! ¡ Solo puede compararse con la que Dios emplea respecto a sus criaturas!

Pero no anticipemos las épocas. El niño que dormitaba en la cuna ha cumplido seis años: el padre hasta esa edad solo le rodeaba con una atmósfera deliciosa formada por su amor; ahora su deber le impone otro sacrificio. Todo está equilibrado en la grandiosa obra de la creación. Si la madre hasta ahora ha tenido que prodigarle toda clase de desvelos y sacrificios, si se ha convertido en mártir de amor para cuidarle, de allí en adelante será más dichosa, porque le verá ya fuerte y robusto crecer en gracias, y podrá seguir entregándose a los impulsos de su corazón, sin tener que hacerse violencia ninguna para ocultar sus sensaciones.

El padre por el contrario, casi pasivo hasta entonces, cuando vea desarrollarse las facultades de su hijo, cuando su amor y su orgullo lleguen a su mayor apogeo, tendrá que cubrir su rostro con una máscara severa, tendrá que reprimir sus expansivas sonrisas, y ocultar su paternal entusiasmo en lo más hondo de su corazón. El padre debe convertirse en preceptor, y es preciso que infunda respeto a aquel niño travieso y gracioso, con el cual jugaba algunos meses antes. ¡Ah! no sabéis cuán sublime esfuerzo cuesta este cambio a su amor; pero la ventura de su hijo lo exige; ¿y qué no hará un buen padre para conseguirla? Si el niño ha hecho alguna inocente travesara es preciso que le riña; si no estudia es necesario que le castigue. La madre tal vez llora e intercede y se concilia la gratitud de su hijo; pero el padre debe mostrarse severo e inflexible, aunque haría cualquier sacrificio para sufrir él mismo el castigo que le ha impuesto. Ingrata tarea es esta para quien ama; pero el amor da fuerzas para todo.