Origen de la correspondencia y la escritura. III

La escritura es el maravilloso arte que da color y cuerpo a los pensamientos.

Arte de escribir pot reglas y con muestras. 1798.

 

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Origen de la correspondencia y la escritura.

El arte de escribir es demasiadamente útil para que hubiese sido desconocido hasta el tiempo de Moisés y de Cadmo. Si la lengua Hebrea, como prueba sabiamente el Abate du-Contant dé la Mollette, fue el idioma de que usó Adán, ¿por qué no hemos de conceder a la escritura su origen desde este Padre de los vivientes? ¿No es natural que enseñando el Criador al primer hombre esta lengua, con que dio nombre a todos los animales, le enseñase también el arte de escribir? A la verdad que así lo parece; pero nunca podremos abrazar abiertamente este partido sin que nos objeten que concedemos demasiados conocimientos al primer individuo del género humano, y que no es presumible interviniese la Divinidad de una manera inmediata en la invención de los caracteres, debidos únicamente a la industria de los hombres, que conociendo la necesidad que tenían de él discurrieron medios, y fueron perfeccionándoles por grados y a costa de muchos siglos. Sea lo que quieran estos descontentadizos críticos, y hagan cuantas reflexiones gusten contra la antigüedad de la escritura; lo cierto es, que las autoridades sagradas y profanas se declaran en nuestro apoyo, y la conceden mucho mayor a este maravilloso invento.

Sirva de prueba a las primeras la que nos suministran Moisés y Job. Cuando llegó el pueblo Hebreo al Monte Sinaí, dos meses después de la salida de Egipto, subió Moisés a la cima de la montaña, donde le mandó Dios, entre otras cosas concernientes a las ceremonias de su culto, que hiciese grabar, según arte de lapidario, los nombres de los hijos de Israel sobre las dos ágatas o piedras oniquinas que debían sujetar las vestiduras del gran Sacerdote Aarón. También debía hacer grabar los nombres de los doce Patriarcas, cabezas de las Tribus de Israel, sobre las doce piedras del pectoral de este Soberano Pontífice, así como la Santidad del Señor sobre la lámina de oro que debía llevar al frente de su Tiara. Después recibió Moisés sobre el Monte Sinaí las dos Tablas de la Ley en que el mismo Dios había escrito el decálogo, las cuales fueron destrozadas por haberse entregado el Pueblo vilmente a la idolatría, y doblado su rodilla ante un becerro de oro. Pero lleno siempre Dios de bondad y de misericordia, grabó de nuevo los mismos mandamientos sobre otras dos tablas de piedra que construyó Moisés de su orden.

En fin, para contener Moisés la cólera del Altísimo que estaba irritada, le dijo: " o perdónales esta culpa, o si no lo haces, bórrame de tu libro, que has escrito"; esto es, que le hiciese morir si no quería perdonar al Pueblo su idolatría. Aunque agradó a Dios y aprobó el celo de Moisés., le respondió; al que pecare contra mí, le borraré de mi libro.

A vista de estos hechos, no se puede negar que los Hebreos sabían ya leer antes de la salida de Egipto, pues les dio el Señor grabadas las dos tablas de piedra, que ofrece a Moisés por el capítulo 24, v. 12 del Éxodo; y no menos escribir, respecto de que mandó grabar por mano de lapidario diferentes nombres sobre las piedras del pectoral y la lámina de oro. Además, de que era ya bastante común el uso de los libros en aquel tiempo, como se deja conocer de la expresión proverbial bórrame, en lugar de decir hazme morir. Esto prueba con tanta evidencia como verdad, que el uso de las letras, de la escritura y de los libros debía ser ya antiguo entre los Hebreos. En efecto , ¿quien se persuadirá que en dos meses de tiempo que hacía les conducía Moisés, y en medio del embarazo de las marchas, la agitación de los campamentos y el cuidado de proveerse de lo necesario les podia haber enseñado a leer y escribir este Legislador, ni tampoco aprender de él los Hebreos? ¿Cómo en tan corto espacio de tiempo se habían de haber hecho tan comunes los libros que se hubiese ingerido en ellos el proverbio de que acabamos de hablar?

Si el segundo libro del Pentatheuco nos ha suministrado fuertes pruebas en favor de la antigüedad de la escritura, nos podemos lisongear de que Job no las dará menos, concluyentes. Este célebre personaje que era contemporáneo de Isaac, y mucho más antiguo que Moisés, habla de este arte como de una invención generalmente conocida en su tiempo. El pasaje es sumamente notable para que no le citemos al pie de la letra; pero veamos primero lo que dice en el cap. 19 de su libro, v. 25 , 26 y 27. "Yo se que vive mi Redentor, y que en el último día he de resucitar de la tierra; y de nuevo he de ser rodeado de mi piel, y en mi carne veré a mi Dios. A quien he de ver yo mismo, y mis ojos lo han de mirar, y no otro: esta mi esperanza está depositada en mi pecho". Este ejemplarísimo varón deseaba que estas palabras se grabasen sobre el plomo y sobre la piedra para que fuesen un monumento eterno de su confianza en Dios y de la firmeza de su fe. ¿Qué mejor prueba podía dar para confundir a sus pérfidos amigos, que le acusaban de impaciencia, desesperación y murmuración contra Dios? ¿Qué testimonio más relevante de su perfecta esperanza en nuestro Soberano Libertador? A la verdad que ni sobre su fe, ni sobre la antigüedad de la escritura se puede dar mayor.

Copiemos literalmente las palabras de los versículos 23 y 24 del mismo cap. 19 de su libro: " ¿Quién me diera que mis palabras fuesen escritas? ¿Quién me diera que se imprimiesen en un libro con punzón de hierro, o en plancha de plomo, o que con cincel se grabasen en pedernal? El Santo Job, pues , deseaba que estas admirables palabras no se borrasen jamás de la memoria de los hombres; formó su propio epitafio, y deseaba que este auténtico monumento de su fe hacia el Redentor, hacia la inmortalidad del alma, y hacia la resurrección de los cuerpos fuese tan durable como el mármol; quería que fuesen grabadas de una manera inextinguible sobre su sepulcro, o a lo menos sobre una piedra eterna y permanente para que en todos los siglos venideros se pudiesen leer sus últimos sentimientos.