Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local. B.O.E. 3-04-1985. III

La llegada del liberalismo modificó sustancialmente los supuestos del régimen municipal que hasta aquí se ha descrito a grandes rasgos

 

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Ley de las Bases del Régimen Local

Se aborda luego el saneamiento de las postradas haciendas locales. Y se ensaya, en fin, la tímida aplicación de determinados mecanismos representativos. Salvo en lo que se refiere al primer aspecto, las transformaciones del longevo régimen municipal absolutista no fueron demasiado profundas, a pesar de lo cual su ejecución tropezó con los intereses estamentales y provocó fuerte resistencia.

La llegada del liberalismo modificó sustancialmente los supuestos del régimen municipal que hasta aquí se ha descrito a grandes rasgos. El espíritu uniformista y centralizado, entonces al servicio de la renovación, se difundió por doquier. La abolición de los privilegios estamentales y la consagración del principio representativo tornó imposible la continuidad de los regimientos perpetuos, alteró por completo el procedimiento de acceso a los cargos municipales y prejuzgó la composición de los Ayuntamientos constitucionales. La concepción de la propiedad sustentada por la burguesía no presagiaba precisamente el disfrute pacífico e indefinido de los bienes municipales amortizados. El propósito de racionalizar y dotar de homogeneidad a la actuación publica en el ámbito territorial condujo a la introducción de la fórmula Provincial y a la paralela creación de las Diputaciones.

La versión inicial del régimen local constitucional, regulada en Cádiz, se estableció efectivamente en el trienio liberal.

Se caracterizaba por la implantación de Ayuntamientos de traza uniforme en todas las poblaciones que contaran al menos con 1.000 habitantes y por el tendido de la red Provincial en torno al binomio Diputación-Jefe político. Los integrantes de los Ayuntamientos son elegidos por sufragio indirecto. Es innegable que la articulación de los órganos locales con los del poder central se realizó con el concurso de las técnicas centralizadoras en boga, si bien la esfera de las competencias reservadas a los Ayuntamientos era todavía amplia y, por otra parte, los autores de la Instrucción de 1823 no vacilaron en dar cabida a algunas soluciones que entonces resultaban prudentemente descentralizadoras.

Cuando, tras los consabidos interludios absolutistas se produce la definitiva instalación del sistema constitucional, el legado doceañista en materia de régimen local es prontamente reemplazado por un nuevo modelo de cuño doctrinario que moderados y progresistas comparten en lo fundamental, cierto que con variantes y diferencias de grado no desdeñables. El sufragio indirecto cede ante el directo en su modalidad censitaria. El fortalecimiento del poder ejecutivo y el coetáneo despegue de la Administración del Estado reduplican las posibilidades de controlar eficazmente a las Entidades locales, sometidas, al fin, a la férrea centralización que, ahora ya con miras inmovilistas, los moderados llevaron a sus ultimas consecuencias en las leyes municipal y Provincial de 1845. Los progresistas propugnarán, por el contrario, la ampliación del censo y consiguiente extensión del sufragio, la suavización de los mecanismos centralizadores, el incremento de las facultades de los Ayuntamientos, la plena electividad de los alcaldes. En la mayoría de las ocasiones, tales propuestas carecieron de eco y obtuvieron, en el mejor de los casos, éxitos fugaces. En el periodo isabelino se emprende, por lo demás, y a fuerte ritmo, la desamortización civil, que privó a los Municipios de buena parte de su patrimonio.

La aportación de la inmediata revolución de septiembre al régimen local - que se concretó en la legIslación municipal y Provincial de 1870- consistirá en la adopción de sufragio universal, en la electividad de todos los cargos municipales, en el robustecimiento de las Diputaciones Provinciales y en la considerable atenuación del centralismo. Los gobernantes de la restauración no tardaron, sin embargo, en retornar a la orientación del régimen local de corte moderado anterior al sexenio. La modificación en ese sentido de las Leyes de 1870 tuvo lugar en diciembre de 1876.

El Real Decreto de 2 de octubre de 1877 contiene el texto refundido de la última Ley municipal del siglo, a la vez que la regulación del régimen Provincial luego sustituida por la de la Ley de 29 de agosto de 1882.

En verdad, el panorama que ofrecían las instituciones locales finiseculares era desolador. En el plano Provincial, las Diputaciones permanecen subordinadas por completo a los Gobernadores civiles; en el municipal, los Ayuntamientos, escasamente representativos, siguen sometidos a la estrecha tutela del Estado. El poder central continúa investido de atribuciones sobradas para intervenir en la designación de los alcaldes, remover a las autoridades locales o suspender los acuerdos municipales. Los criterios a que respondía la legIslación local mencionada, lejos de infundir vitalidad a Ayuntamientos y Diputaciones, propiciaron su parálisis. La incidencia del caciquismo agravó la situación: atrapó al régimen local en las mallas de la inautenticidad, lo rodeó de prácticas corruptoras y lo condenó a pervivir en estado agónico. Los testimonios de los contemporáneos, unánimes a este respecto, no dejan lugar a dudas.

En esa tesitura, el régimen local, constreñido por leyes caducas y asfixiado por la espesa trama caciquil, devino en problemas político de grueso calibre. Al tiempo que una serie de proyectos legIslativos predestinados a fracasar desfila por las Cortes, las críticas se generalizan hasta alcanzar en la voz de los regeneracionistas un volumen clamoroso.

Entre tales proyectos merecen ser recordados el de Sánchez Toca de 1891, el de Silvela de 1899 y, sobre todo, el de Maura de 1907, sin duda el más ambicioso y el que fue debatido con mayor ardor. Maura era consciente de la inocuidad de las reformas parciales y de la imposibilidad de frenar la degradación de la vida local sin extirpar el caciquismo y sin invertir la orientación centralizadora que inspiraba las leyes de 1877 y 1882 a la sazón vigentes. El suyo fue el intento más serio y meditado de reconsideración del régimen local en su conjunto, de lucha contra la corrupción y en favor del reforzamiento de los organismos municipales y Provinciales. El proyecto reconocía la diversidad local, derogaba las disposiciones desamortizadoras, fortalecía la posición de los alcaldes, aflojaba la tutela del Estado y simultáneamente pretendía extender la acción de los entes locales por la vía -entre otras- de la municipalización de servicios.

Los proyectos posteriores al de 1907 corrieron la misma suerte. Si hasta entonces la reforma del régimen local había concitado fortísima oposición, el planteamiento con caracteres agudos de la cuestión regional que a continuación sobrevino, al abrir una nueva brecha en el de por sí agrietado sistema político, aumentó las dificultades.

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