Objeto de las misiones diplomáticas. El derecho de Legación o de Embajada, etc. II.

Objeto de las misiones diplomáticas permanentes. Fundamento legal del derecho de Legación o de Embajada. En principio solo pueden ejercerlo las asociaciones políticas Sui juris. Restricciones generalmente admitidas respecto de los Estados Semi-Soberanos. Disposiciones sobre el particular de la Constitución de los Estados Unidos de América...

Derecho Diplomático. Aplicaciones especiales a las Repúblicas Sud-Americanas.

 

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Una cuestión muy controvertida entre los publicistas, es la de saber, si en el caso de una guerra intestina, y a presencia de dos o más bandos políticos que se dividen el territorio de un Estado, habrá por parte de las demás naciones, obligación perfecta de recibir a los agentes diplomáticos que les envíen los representantes de esos diversos partidos.

La solución de esa duda parece tanto más delicada, cuanto que, en principio, se supone que la admisión de un agente diplomático implica la idea de que se reconoce como gobierno a la autoridad que lo envia. Por otra parte, no es menos digna de respeto la doctrina que establece que ninguna nación tiene derecho de calificar los actos de política interna que pasan sobre el territorio de la otra, siendo de la exclusiva competencia de cada asociación, el determinar quien es el que ejerce en ella, con título legítimo, la autoridad pública.

Lo mas obvio parece que seria, para sustraerse a esta clase de dificultades, el acogerse a la tan vulgarizada distinción de los gobiernos de hecho y gobiernos de derecho.

La admisión de un agente diplomático, en tal caso, sin prejuzgar en lo menor acerca de la legitimidad del jefe que lo envie, no significaría sino un acto de pura deferencia a un gobierno existente de facto, con tal de que ocupe una regular extensión del territorio nacional; con tal de que las autoridades locales, dentro de esa circunscripción, lo hayan reconocido y le obedezcan y con tal, por fin, de que los pactos que con él se celebren, sean de carácter, hasta cierto punto, bastante transitorio para que pueda cumplirlos sin comprometer las eventualidades de un incierto porvenir.

A fin de evitar los tropiezos que nacerían de una decisión formal y positiva de estas cuestiones, se acostumbra frecuentemente, dice Wheaton, en sus "Elementos de Derecho internacional", sustituir, en tales casos, agentes diplomáticos que están investidos de los poderes y gozan de las inmunidades de ministros, aunque no tienen el carácter representativo, ni el derecho de preten-der a los honores diplomáticos.

El derecho de embajada puede ser mirado bajo un doble aspecto: es activo o es pasivo. Es activo, en tanto que se ejerce nombrando ministros públicos o retirándolos, según las exigencias políticas del Estado. Es pasivo, en cuanto se ejerce recibiendo a los enviados de las otras naciones, rechazándolos, o fijando para su admisión las condiciones que se cree conveniente.

No obstante, en el último de estos dos casos, está generalmente vulgarizada la doctrina de que el rechazo del representante de una nación, en tiempo de paz, puede ser mirado como una causa de rompimiento, si no se produce apoyado sobre legítimas y plausibles razones, de tal carácter que no comprometan la dignidad, ni el decoro del gobierno de quien ha emanado el mandato.

La misión de un agente diplomático es esencialmente una misión de paz; de allí se colige que si los antecedentes de tal o cual persona respecto del país; que si su desafecto más o menos ostensiblemente manifestado; que si su ingerencia en la política interna del Estado, son de tal naturaleza que puedan comprometer la buena armonía entre pueblos amigos, se tiene el derecho perfecto y universalmente reconocido de no admitirlo en el carácter público de que ha sido investido, alegando las causales que motivan su exclusión; y aun después de haberle admitido, se le puede expulsar del territorio, si este desafecto se ha traducido por actos y demostraciones de tal gravedad que deban ser considerados como ataques al orden público.

La susceptibilidad de un gobierno, por exquisita que fuese, no podría, en casos semejantes, ofenderse de la adopción de esta clase de medidas esencialmente protectoras, que no serían, en buena cuenta, sino el ejercicio del derecho de legítima defensa.

Frecuentes ejemplares nos presenta la historia de enviados diplomáticos violentamente expulsados del territorio de las naciones cerca de las cuales habían sido acreditados, a consecuencia de su culpable participación en planes proditorios, dirigidos a derribar al gobierno o a entrabar la marcha de la administración pública. Bástenos recordar, en este orden de ideas, uno que otro acontecimiento de los tiempos modernos.

El marqués de Bedmar, cardenal obispo de Oviedo y embajador del rey de España Felipe III cerca de la república de Venecia, conspiró contra el gobierno de esa república, en unión del gobernador de Milán y del virey de Nápoles. Fue descubierta esta pérfida trama y, a pesar del colosal poder que entonces ejercía el rey de España, su enviado, el marqués de Bedmar, fue expulsado del territorio veneciano, en el año de 1618.

A fines del año de 1718 Antonio Giudice, príncipe de Cellamare, embajador de España, cerca de la corte de Francia, fue arrestado, detenido en el castillo de Blois, y en seguida conducido hasta la frontera, por haber sido el alma y el instigador de la memorable conspiración urdida entonces, contra Felipe de Orleans, regente del reino, con el objeto de trasferir la regencia de Francia al rey de España Felipe V.

En 1836, después de la famosa insurrección militar de la Granja, que obligó a la reina regente María Cristina a aceptar provisoriamente la Constitución de 1812, el gobierno español expulsó de su territorio, por idénticas razones políticas, a los encargados de negocios de Rusia, Prusia, Austria y Cerdeña.

Nadie ha interpretado jamás estos actos como violaciones del derecho de gentes ; en ellos no se ha visto nunca otra cosa que una legítima represión ejercida contra enemigos del orden público (En la República del Perú, el Gobierno del general Castilla, en el año de 1851, se negó a admitir, por razones especiales, al general Don J. M. Obando en su carácter de Ministro de la Nueva Granada, y esta circunstancia no provocó entonces ningún rompimiento de relaciones entre ambos países, ni aun posteriormente, cuando el mando Supremo fue ejercido en la República Granadina por el mismo general Obando).