Las procesiones ceremoniales y las fúnebres.
Tomaban parte por deber de oficio los siete subdiáconos y los siete diáconos relacionados con las siete regiones o barrios de la ciudad, según el decreto del papa Fabiano.
Las procesiones.
Procesiones Ceremoniales.
Creemos poder asignar a este grupo dos procesiones:
La entrada del celebrante para la misa solemne, la cual, como nota el Ceremonial de los obispos tradicional y las rúbricas del Novus Ordo, debe hacerse processionali modo. En las pequeñas iglesias, ésta se presenta en forma modesta, pero en las grandes iglesias catedrales y colegiatas reviste todavía una solemnidad imponente. A pesar de todo eso, es siempre una reducción del majestuoso cortejo pontifical ya en uso en Roma al menos desde el siglo V, del cual nos han dejado la descripción los ordines romani y los liturgistas medievales.
Tomaban parte por deber de oficio los siete subdiáconos y los siete diáconos relacionados con las siete regiones o barrios de la ciudad, según el decreto del papa Fabiano (+ 253), a los cuales correspondía el asistir al pontífice cuando celebraba en las solemnidades estacionales, ut sint custodes episcopo consecranti.(como custodios del obispo celebrante).
Intervenían también los sacerdotes de los varios títulos o parroquias romanas así como los obispos presentes en Roma, todos los cuales en aquella circunstancia celebraban con el Papa. A los subdiáconos estaba asignada la incumbencia de revestir al pontífice en el Secretarium de los ornamentos pontificales, hecho lo cual, se colocaban cerca del altar a la espera. Este orden Professional que el Ordo romanus vulgatus del siglo X llama "processio plenaria" se mantuvo en Roma y en las grandes iglesias del Occidente latino hasta el siglo XII como atestigua Honorio de Autún (+1135). Este no desapareció del todo y permaneció en la liturgia del Jueves Santo en ocasión del cortejo de entrada de la Misa Crismal. La reforma litúrgica posconciliar lo ha querido resaltar de un modo especial.
b) El traslado de las ánforas de los santos óleos al altar para ser consagrados.
Tradicionalmente tenía lugar procesionalmente en un orden concreto referido por el Pontifical: turiferario, dos ceruferarios, siete subdiáconos, doce presbíteros en fila de a dos, subdiácono con el Evangeliario, diácono asistente, y finalmente el Obispo entre dos canónigos. Mientras el cortejo se dirige hacia el altar, se cantan las estrofas del himno de Venancio Fortunato O Redemptor sume carmen. Esta forma procesional, que será también repetida, después de terminar la consagración, para llevar las ánforas a la sacristía, no es originariamente romana.
Los ordines primitivos hasta el siglo X no hablan para nada de procesión; suponen que las ánforas han sido colocadas anteriormente junto al altar. El rito procesional comienza a despuntar en el siglo X, aunque sin canto. El himno O Redemptor entra en el rito en el siglo XV. La procesión actual, inserida en la antigua y sobria tradición romana, es una importación galicana, la cual a su vez, la tomó de la liturgia bizantina, que en la ceremonia de consagración de los óleos tenía y sigue teniendo un desarrollo litúrgico semejante.
Procesiones Fúnebres.
La procesión que bajo la guía del clero, acompaña los restos mortales de los fieles, desde la casa a la iglesia y desde aquí al lugar de su definitivo descanso, es uno de los ejemplos procesionales más antiguos que recuerda la historia litúrgica. San Gregorio Niceno, narrando los funerales de su hermana Santa Macrina, describe el cortejo de diáconos y clérigos que, de dos en dos, acompañan el cuerpo del difunto hasta el sepulcro. San Agustín también describió con expresiones impactantes el que se celebró para la inhumación de su madre, al cual participó él mismo con el corazón deshecho pero sin lágrimas.
En tal ocasión, se cantaban salmos especiales, entre los cuales el salmo 50, a causa de las palabras Exultabunt Domino ossa humiliata, (se alegrarán en el Señor los huesos quebrantados) llevándose cirios encendidos. Este uso de los cirios es de origen pagano. Los funerales, originariamente tenían lugar por la noche y las luces eran imprescindibles. Pero bajo el emperador Augusto, cuando empezaron a celebrarse de día, quedó la costumbre de los cirios, entendido el rito como signo de honor a los difuntos. En el ámbito cristiano las velas en las exequias no tuvieron sólo este significado, sino que asumieron otro de más noble: ser símbolo de la luz de Dios y, como dice San Jerónimo "de la luz de la fe que guía a los fieles hasta la luz de la gloria que brillará para ellos en la patria celestial".