Los servidores del templo y la cortesía
Los tratados de Urbanidad escritos para gente de mundo, se limitan a pedir en los sirvientes en general los dotes externos de buena presencia, aseo en la indumentaria, afabilidad en el trato, etcétera
Al servicio de la iglesia
Aquella urbanidad
Todos los años, por antiquísima tradición, suelen reunirse en el suntuoso crucero de la Catedral Primada de las Españas, cuantos empleados viven y trabajan a su sombra, para rendir el público homenaje de sus cultos a la celestial Patrona de Toledo, la Virgen del Sagrario, que, enjoyada con su manto de perlas y demás preseas, les sonríe amorosa desde su dorado trono. Al ver aquel abigarrado grupo de acólitos, sacristanes, pertigueros, mansionarios y artesanos de todos los oficios, presididos por el Canónigo Obrero, postrados de hinojos ante las plantas de María Santísima, se da uno perfecta cuenta de que también los servidores del templo están obligados a orar y ser corteses para con el Dueño de la casa que les proporciona el pan para el alma y para el cuerpo. Empero, si ellos están obligados a rendir a Dios la debida adoración y a comportarse de un modo digno a su cargo, como también a prestar la fidelidad y obediencia convenientes a los que rijan la iglesia; a éstos incumben, de igual modo, otros deberes de justicia y caridad para con ellos, entre los que pueden contarse las reglas de cortesía.
Aunque los tratados de Urbanidad escritos para gente de mundo, se limiten a pedir en los sirvientes en general los dotes externos de buena presencia, aseo en la indumentaria, afabilidad en el trato, etcétera; tratándose de servidores de la casa de Dios, hay que añadir a esas buenas cualidades otras, que valen más, como la vida piadosa y fama intachable, aunque no lleguemos a pedirles, como exigía el Beato Patriarca Juan de Ribera a los empleados de su Catedral Basílica de Valencia y del Colegio del Corpus Christi por él fundado, que permanezcan en estado de virginidad.
Pero no hemos de limitarnos a ver sus obligaciones sin parar mientes en las nuestras; por eso no estará demás observar que, a más de los deberes comunes a todo amo para con sus sirvientes, si queremos que éstos se presenten dignamente vestidos en el templo, por nuestra cuenta debe correr el proveerles de los uniformes, sotanas, roquetes, etcétera, y la limpieza ordinaria de dichas prendas; y si aspiramos a que desempeñen sus oficios respectivos con finura y a gusto nuestro, será preciso que nosotros se lo hagamos saber y enseñemos teórica y prácticamente. Aunque parezca esto una perogrullada, es harto corriente oir lameniaciones de que los sirvientes lo hacen todo mal, a los que no se dignan tomarse la molestia de decirles cómo deben hacerlo. Por más toscos y rudos que sean los empleados del templo, con discreción y constancia podrá el Sacerdote encargado de ellos irles instruyendo y comunicando sus propios modales, en el grado y proporción de que sean capaces.
"Por más toscos y rudos que sean los empleados del templo, con discreción y constancia podrá el Sacerdote encargado de ellos irles instruyendo"
Los sacristanes
Comenzamos por los sacristanes. Estos cargos, en las catedrales e iglesias importantes, suelen ser desempeñados por Sacerdotes, en otras partes por dos o más seglares, alguno de los cuales tiene a la vez el cargo de organista o campanero, y por regla general suele ser uno mismo el que reúna los tres oficios en los templos rurales.
Para la provisión de estas plazas, sobre todo cuando lleva carga musical aneja, suele abrirse concurso, que se anuncia en el Boletín Diocesano y en la prensa local. Si se quiere hacer una elección acertada, además del fallo técnico, hay que informarse muy bien de todas las demás cualidades de los aspirantes, y entre otras su docilidad, gusto por la limpieza y finos modales, de que tanto necesita para tener contentos a los feligreses. Conviene que, al tiempo de admitirle, se le presenten por escrito las bases y obligaciones, haciéndole firmar el duplicado, detallando en ellos todos sus deberes lo más puntualizado que se pueda.
Cuando los sacristanes sean varios, estaría muy acertado dar a cada cual, escritas o impresas, unas instrucciones en que se concreten los quehaceres propios de cada día, semana y mes, con lo que se evitan muchas preguntas, altercados, descuidos y tergiversaciones. Durante los primeros días del desempeño de su cargo, conviene que, con el libro del inventario delante, se le haga ver y responder de todos los objetos de culto y ornamentos sagrados que se ponen en sus manos, como también enseñarle el modo de doblar, limpiar, desarmar y guardar las ropas y utensilios de culto. No insistiremos en esto, porque ya queda dicho el método más práctico para colocar y conservar el menaje sagrado al hablar del templo y sacristía.
Para mayor decencia del culto, no ha de tolerarse que los sacristanes se presenten a servir en el altar, aunque sólo fuere para encender y apagar las luces, sin sotana, con alpargatas o de cualquier otro modo indecente; y cuando intervengan en los actos de culto o administración de Sacramentos, llevarán, además de sotana, la sobrepelliz bien limpia y planchada.
Otra de las irreverencias y descortesías, harto corrientes por desgracia entre el personal de sacristía, es el hacer mal las genuflexiones al pasar ante el Santísimo y hablar fuerte en el templo, aunque haya público orando. Para evitar todas estas desatenciones irreflexivas para con el Señor y los fieles, se requiere que desde el primer día se obligue a los servidores del templo a hacerlo bien, y para que resulte más suave el tener que advertir estas menudencias reiteradamente, puede acudirse al recurso de encargar al sacristán que se lo haga practicar con perfección a los acólitos y pedirle cuenta de cómo lo hacen ellos.
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También los sacristanes se verán precisados a tratar con diverso género de personas, y hay que enseñarles el modo de hacerlo bien; para con los Sacerdotes en general, y muy especialmente con los de la propia iglesia, se le debe exigir el máximo respeto y toda suerte de atenciones; con los acólitos y demás personal no pueden consentírsele ni excesiva familiaridad ni malos tratos; con los fieles que acudan a hacerle preguntas o encargos, ha de ser siempre cortés y complaciente, tomando nota escrita de lo que desean, cuando hayan de trasmitir el encargo a otros, y cuidando de no comprometer al Párroco aceptando, sin contar con él, lo que después no pueda cumplirse. Cuando se trate de cobrar derechos o demandar limosnas y propinas a los feligreses, hay que recomendarle que nunca caiga en inoportunidades y exigencias, que serán mal vistas de todos. Respecto de su propia familia, conviene casi siempre que no intervenga en las cosas de la sacristía, y que su esposa, si la tiene, entre en aquel recinto lo menos posible.
Los acólitos
Los acólitos son otro de los elementos indispensables en toda sacristía, y los que con su simpatía y travesuras características pueden fácilmente dar honor o descrédito al templo, pues es un poco triste y nada honroso que pueda repetirse en todas partes el conocido refrán: "Si quieres que tu hijo sea pillo, métele a monaguillo."
Muy lejos está de suceder esto, cuando se cuida el Párroco de reclutar y formar a los niños que han de servir en el templo, y menos si logra que los hijos de familias bien acomodadas tengan el gusto de oficiar gratuitamente en las funciones sacras.
"No basta reclutar acólitos, decía en la Revista Catequística uno de sus ilustres colaboradores; hay que prepararlos para las funciones litúrgicas mediante una sólida formación".
Como no se improvisa en el escenario una función cualquiera, la prudencia más rudimentaria requiere que se ensaye a los niños para que desempeñen dignamente su papel en el drama divino de la santa Misa.
Pero suele dejarse esto a la costumbre; los acólitos nuevos siguen la tradición de los antiguos.
Si se considera la grandeza de sus funciones, la influencia que pueden ejercer, el medio propicio para el desarrollo de vocaciones sacerdotales, no se juzgará cosa de poca monta educarlos cuidadosamente.
Exige esto, primero, atender a su dignidad personal. Que se presenten aseados y tengan respeto al templo y pronuncien con la debida pausa y corrección.
Insiste mucho Lesigue en las vestiduras de los acólitos: sotanas viejas, rotas, llenas de cera, que a veces no les llegan ni a las rodillas, roquetes deshechos, de color casi de carboncillo, no son muy a propósito para inspirarles estima de su propio decoro.
Y aquí, hablando de dignidad, no será inoportuno hacer alusión a la manera de tratar a esos niños que desempeñan no despreciable papel en la liturgia... Es condición indispensable, para que los niños tengan elevado concepto de su propio ministerio, que en palabras y acciones unamos al cariño santa veneración. Humillaciones, insultos, castigos corporales... ¡ni pensarlo siquiera!; y menos en el coro o en el altar...
En cuanto a su comportamiento exterior, durante los actos de culto, es cosa de no pocos ensayos y frecuente repetición. Se les enseña a manejar el cirial, el incensario, las vinajeras, la bandeja de la Comunión, la campanilla, etcétera. Que guarden postura modesta, hagan bien las inclinaciones y genuflexiones, desempeñen su oficio con exactitud y seguridad.
La piedad interior dará espíritu a esas ceremonias exteriores. Y aquí viene el por qué de las ceremonias de la Iglesia. Que los niños sepan su significado, entiendan lo que es la Misa, puedan darse cuenta de los ciclos del año eclesiástico, conozcan el simbolismo, y a veces la historia y arte de los objetos y ornamentos litúrgicos y de las acciones sagradas, en la medida que permite su edad.
Esta iniciativa ha de hacerse intuitivamente, gradualmente, fervorosamente, inspirando afición y gusto, devoción y entusiasmo.
Véase si es compleja la labor de formar buenos acólitos; pero el decoro de la Casa de Dios y la Liturgia lo exige...
A lo supradicho sólo resta añadir que se debe cuidar de que aprendan también a tratar con el debido respeto a los Sacerdotes y personal del templo, e igualmente a ser afables y corteses con los fieles, cuando hayan de tratar con los que les hagan preguntas o encargos, sin propasarse a exigir propinas.
Por nuestra parte hemos de cuidar los Sacerdotes ante todo de darles buen ejemplo en todos los órdenes, pues ya se sabe que los niños son como las placas fotográficas, muy sensibles a las primeras impresiones; a todos podría extenderse lo que advertía, respecto del angelical seminarista de Orihuela Isidro Pedraza, un Religioso Mínimo que le conoció, el cual solía decir: El Sacerdote a quien ayude a Misa el niño Pedraza mire bien cómo celebra, que sin duda se le pone Dios por otro ángel que repare sus acciones.
También ha de pensarse y pesarse bien la carga que se impone a sus débiles fuerzas; pues aunque fuera ridícula y de índole sectaria la reclamación presentada ante el Tribunal Internacional de la Sociedad de Naciones sobre el trabajo exigido a los acólitos, no deja de ser cierto en algunos casos que, sin darse cuenta, se pide de los pobres monaguillos labor y aun esfuerzos superiores a su edad y complexión, sobre todo cuando se les hace intervenir en la limpieza y adorno del templo.
Del mismo modo se tendrá en cuenta el modo de remunerarles por sus faenas, que ha de ser proporcionado a su trabajo y posición social; para quitarles la ocasión de cometer groserías pidiendo propinas, en algunas sacristías hay un cepillo, o una elegante imagen de acólito con su alcancía, para que en ella el Clero y los fieles depositen lo que fuere su voluntad darles, que después se reparte equitativamente. Cuando se trate de acólitos voluntarios, hijos de familias distinguidas, aunque no admitan nada en concepto de paga, será lo más delicado ofrecerles algún obsequio de índole religiosa con ocasión de las fiestas principales. Para tener acólitos en abundancia y bien formados, suele recomendarse establecer con ellos y los aspirantes una asociación en honor de su digno modelo Santo Dominguito del Val, acólito de la Seo de Zaragoza, o de algún otro dechado de monaguillos.
Los músicos
Otro elemento indispensable en toda función solemne son los músicos. Aunque después de la reforma iniciada por el gran Pontífice Pío X se vayan eliminando de las funciones religiosas las bandas, orquestas e instrumental profano, siempre queda un número más o menos importante de cantores que interpreten el canto sagrado con los que habrá de entenderse el Párroco.
No sólo por respeto a la autoridad de la Iglesia, sino hasta por acomodarse a las normas de cortesía, debe procurarse con todo empeño que en el templo sólo se interprete música litúrgica, para que no desentone del acto, mezclando lo profano con lo sagrado. Para conseguirlo conviene pedir al encargado de los cantores la nota detallada o programa musical de las funciones, y en las más solemnes hasta se suele incluir éste en los anuncios de la fiesta.
"No sólo por respeto a la autoridad de la Iglesia, sino hasta por acomodarse a las normas de cortesía, debe procurarse con todo empeño que en el templo sólo se interprete música litúrgica, para que no desentone del acto"
Conviene cerciorarse, cuando llegue la hora de comenzar la función, de que están a tiempo los músicos, para evitarse chascos solemnes e indevotos; igualmente, hay que impedir que se dé el descortés y desedificante espectáculo de que músicos y cantores desaparezcan del coro durante los rezos y sermones, para reunirse en cualquier escondrijo a entretenerse, con detrimento del respeto debido a Dios, al predicador y al público piadoso que costea la fiesta y asiste a ella con fervoroso recogimiento. Cuando la tribuna de los músicos esté en forma que pueda verse desde el templo a los que cantan, conviene poner unas celosías o cortinajes elegantes que eviten las distracciones, sin impedir que quien toque y dirija siga la marcha de las ceremonias; esto sobre todo es imprescindible cuando, con las debidas precauciones, intervenga en los cánticos el elemento femenino.
En el caso tan laudable de que el pueblo tome parte en los cantos litúrgicos, conviene que quien dirija el ensayo haga las advertencias y correcciones con todo respeto y delicadeza, máxime cuando estén reunidos en el templo; y al dirigir, si fuera preciso, los cánticos en la misma función piadosa, desde el presbiterio u otro lugar preemimente, procurará suplir con una mímica grave y expresiva los avisos e indicaciones orales. Hay que procurar que canten todos a media voz, pues el hacerlo a gritos, ya se sabe que no está conforme con las reglas del arte, ni con las buenas formas sociales.
En algunas ocasiones convendrá o será tradición obsequiar a los cantores con dulces y bebidas; pero éstas no deben llevarse nunca al coro o dependencias contiguas, sino esperar a que haya terminado la función y entonces ofrecerles el refresco en la casa rectoral o cualquier otro lugar apropiado cercano al templo. Cuando los músicos son forasteros, suelen los que costean la fiesta ofrecerles hospedaje y comida, haciendo ésta en común con el Clero asistente; pero es lo más práctico, y ahora lo más corriente, retribuirles bien en metálico, dejando que ellos se alojen en la fonda que más les plazca.
En los pueblos rurales donde no hay más cantores que los mozos, si el Párroco tiene competencia musical y tacto social, puede aprovechar bien ese elemento formando un pequeño orfeón o sustituirlos, sin que se enojen, por coros de niños, que tanto atractivo dan a las funciones piadosas; pero cuando la organización y ensayos se dejan por completo en manos del sacristán-organista, difícilmente se logra éxito por falta de prudencia y cortesía para dirigirlos.
Cuando quieran los músicos celebrar con esplendor la fiesta de su Patrona Santa Cecilia, será lo más delicado dispensarles los derechos parroquiales o aplicarles la tarifa más económica, ya que ellos son nuestros colaboradores en el culto.
El coro de tiples
Aunque suelan figurar siempre incluidos entre los músicos, puede considerarse como un grupo aislado de ellos el coro de tiples, que, donde existe, suele ser numeroso y es siempre digno de especiales cuidados.
Es una fundación casi tan antigua como la de las catedrales la de esos infantes o niños de coros, que en la debida proporción se han cuidado de tener también otras iglesias y parroquias importantes. Los de la Catedral de Toledo se glorian de contar como antecesor y patrono suyo al Beato Alonso de Orozco, que fué después hijo preclaro de la Orden Agustiniana. En las catedrales, por regla general, hacen vida de internado y sus encargados les enseñan y ensayan la música, acompañándoles también al coro; en todas partes necesitan, como niños que son, una especial vigilancia, y el mayor aislamiento posible de los demás cantores. Aun en las parroquias más pequeñas puede escogerse y educarse un coro de tiples, entresacándoles de la catequesis, los cuales darán siempre gran esplendor al culto, si se les ensayan bien algunos cánticos sencillos y se les enseña a guardar el debido respeto en el templo. El Sacerdote ha de tratarles con cariño y respeto, procurando remunerar sus servicios lo mejor que pueda.
Las mujeres devotas
Como un importantísimo elemento para el aseo u ornato del templo puede contar todo Párroco con las mujeres devotas, siempre prontas para trabajar en las cosas tocantes a la gloria de Dios.
Además de las señoras que forman parte de las juntas directivas de las diversas asociaciones piadosas, y de las llamadas camareras de las imágenes o altares, todas las cuales suelen encargarse del engalanamiento de sus respectivas capillas o retablos, en algunas iglesias será imprescindible echar mano de otras almas buenas que cuiden de la limpieza general, como ya dijimos al hablar de esta materia.
Con todas ellas ha de saber tratar el Párroco de tal modo, que les obligue suavemente a cumplir sus instrucciones, sugiriéndoles las ideas con tal arte que lo tomen ellas como iniciativa propia y así lo hagan con grande ilusión. Puede muy bien para esto valerse de alguna persona de su familia o de toda su confianza, para lanzar las iniciativas como cosa vista en otra parte, o de cualquier otro modo delicado. Ha de recibirlas con toda cortesía cuando vengan a tratar estos asuntos o a ejecutar sus labores en el templo, darles muestras de confianza en el éxito de su tarea, proporcionarles cuantos elementos necesiten para realizarla y agradecerles debidamente su trabajo por adornar la casa del Señor; pero todo esto de tal modo, que nadie puede reprocharle de excesiva familiaridad, como lo hace notar muy atinadamente Frassinetti, cuando escribe en su obra "Manual práctico del Párroco nuevo":
"En muchos lugares cuidan de la limpieza de la iglesia algunas mujeres y muchachas que el Párroco designa a este fin. Esta costumbre, en gran parte, es laudable, porque son mucho más capaces y propias para esto que los hombres. Sus cuidados hacen que las iglesias brillen por su limpieza, lo que edifica mucho. Sin embargo el Párroco debe excluir de este servicio a las más jóvenes y mejor parecidas y elegir sólo a las más aptas y consideradas, vigilar para que no se encuentren solas con los sirvientes o sacristanes, cuando está cerrada la iglesia, y sobre todo qne no tomen una confianza excesiva en su casa, lo que sucede fácilmente en la práctica, y es peligroso para él, pues podría dar lugar a conversaciones poco edificantes. Cuando se ocupan de la limpieza, déjelas solas el Párroco; sabrán por sí mismas barrer bien, aunque él no esté presente; y si, con pretexto de vigilar cómo barren, se detiene con ellas, no se evitará una especie de charla que no conviene, especialmente en la iglesia".
Siempre ha dado la mujer española pruebas palmarias de su celo por la decencia y ornato del templo; valga por todos el ejemplo dado por la Loca del Sacramento, Venerable Teresa Enríquez, quien, no contenta con atender a las iglesias de nuestra patria, hizo que se erigiese una asociación para este fin en el templo de San Lorenzo in Dámaso de Roma.
En nuestros días las asociaciones de Camareras de Jesús Sacramentado, las Marías del Sagrario y los Roperos Eucarísticos entre otras, tienen entre sus fines principales atender a estas necesidades del culto.
Para citar un ejemplo digno de imitación en todo lo que llevamos dicho sobre los servidores del templo y la solemne gravedad que deben revestir todas las ceremonias y rúbricas sagradas, permítaseme aducir el que ya desde el siglo XVI viene dando el Real Colegio del Corpus Christi de Valencia, con la literal observancia de sus famosas Constituciones, redactadas por el Beato Patriarca Juan de Ribera, que son un verdadero código de la más exquisita Urbanidad para con Dios y las cosas de su casa y culto.