De los deberes para con la sociedad. Deberes para con nuestros padres
El amor y los sacrificios de una madre comienzan desde que nos lleva en su seno
Reglas de cortesía y buena educación con la sociedad y con nuestros padres
Manual de Buenas Costumbres y Modales. Urbanidad y Buenas Maneras
Aquella urbanidad
Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras lágrimas, los que sobrellevaron. las miserias e incomodidades de nuestra infancia, los que consagraron todos sus desvelos a la difícil tarea de nuestra educación y a labrar nuestra felicidad, son para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen sobre la tierra.
En medio de las necesidades de todo género a que, sin distinción de personas ni categorías, está sujeta la humana naturaleza, muchas pueden ser las ocasiones en que un hijo haya de prestar auxilios a sus padres, endulzar sus penas y aun hacer sacrificios a su bienestar y a su dicha. Pero ¿podrá acaso llegar nunca a recompensarles todo lo que les debe?, ¿qué podrá hacer que le descargue de la inmensa deuda de gratitud que para con ellos tiene contraída?
¡Ah!, los cuidados tutelares de un padre y una madre son de un orden tan elevado y tan sublime, son tan cordiales, tan desinteresados, tan constantes, que en nada se asemejan a los demás actos de amor y benevolencia que nos ofrece el corazón del hombre y sólo podemos verlos como una emanación de aquellos con que la Providencia cubre y protege a todos los mortales.
El amor de una madre
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Cuando pensamos en el amor de una madre, en vano buscamos las palabras con que pudiera pintarse dignamente este afecto incomprensible, de extensión infinita, de intensidad inexplicable, de inspiración divina; y tenemos que remontarnos en alas del más puro entusiasmo hasta encontrar a María al pie de la cruz, ofreciendo en medio de aquella sangrienta escena el cuadro más perfecto y más patético del amor materno. ¡Sí!, allí está representado este sentimiento como él es, allí está divinizado; y allí está consagrado el primero de los títulos que hacen de la mujer un objeto tan digno y le dan tanto derecho a La consideración del hombre!
El amor y los sacrificios de una madre comienzan desde que nos lleva en su seno. ¡Cuántos son entonces sus padecimientos físicos, cuántas sus privaciones por conservar la vida del hijo que la naturaleza ha identificado con su propio ser, y a quien ya ama con extremo antes de que sus ojos le hayan visto!
¡Cuánto cuidado en sus alimentos, cuánta solicitud y esmero en todos los actos de su existencia física y moral, por fundar desde entonces a su querida prole una salud robusta y sana, una vida sin dolores!. El padre cuida de su esposa con más ternura que nunca, vive preocupado de los peligros que la rodean, la acompaña en sus privaciones, la consuela en sus sufrimientos, y se entrega con ella a velar por el dulce fruto de su amor.
Y en medio de la inquietud, y de las gratas ilusiones que presenta este cuadro de temor y de esperanza, es más que nunca digno de notarse cuán ajenos son de un padre y de una madre los fríos y odiosos cálculos del egoísmo. Si el hijo que esperan se encuentra tan distante de la edad en que puede serles útil; si para llegar a ella les ha de costar tantas zozobras, tantas lágrimas y tantos sacrificios; si una temprana muerte puede, en fin, llegar a arrebatarlo a su cariño, haciendo infructuosos todos sus cuidados e ilusorias todas sus esperanzas, ¿qué habrá que no sea noble y sublime en esa ternura con que ya le aman y se preparan a colmarle de caricias y beneficios? Nada más conmovedor, nada más bello, y ninguna prueba más brillante de que el amor de los padres es el afecto más puro que puede albergar en el corazón humano.
¡Nace al fin el hijo, a costa de crueles sufrimientos, y su primera señal de vida es un gemido, como si el destino asistiera allí a recibirle en sus brazos, a imprimir en su frente el sello del dolor que ha de acompañarle en su peregrinación de la cuna al sepulcro!. Los padres lo rodean desde luego, le saludan con el ósculo de bendición, le prodigan sus caricias, protegen su debilidad y su inocencia y allí comienza esa serie de cuidados exquisitos, de contemplaciones, condescendencias y sacrificios, que triunfan de todos los obstáculos, de todas las vicisitudes y aún de la misma ingratitud, y que no terminan sino con la muerte.
Nuestros primeros años roban a nuestros padres toda su tranquilidad y los privan a cada paso de los goces y comodidades de la vida social. Durante aquel período de nuestra infancia en que la naturaleza nos niega la capacidad de atender por nosotros mismos a nuestras necesidades, y en que, demasiado débiles e impresionables nuestros órganos, cualquier ligero accidente puede alterar nuestra salud y aún comprometerla para siempre, sus afectuosos y constantes desvelos suplen nuestra impotencia y nos defienden de los peligros que por todas partes nos rodean. ¡Cuántas inquietudes, cuántas alarmas, cuántas lágrimas no les cuestan nuestras dolencias!. ¡Cuánta vigilancia no tienen que poner a nuestra imprevisión!.
¡Cuán inagotable no debe ser su paciencia para cuidar de nosotros y procurar nuestro bien, en la lucha abierta siempre con la absoluta ignorancia y la voluntad caprichosa y turbulenta de los primeros años!. ¡Cuánta consagración, en fin, y cuánto amor para haber de conducirnos por entre tantos riesgos y dificultades, hasta la edad en que principia a ayudarnos nuestra inteligencia!
Apenas descubren en nosotros un destello de razón, ellos se apresuran a dar principio a la ardua e importante tarea de nuestra educación moral e intelectual; y son ellos los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las cuales nos sirven de base para todos los conocimientos ulteriores, y de norma para emprender el espinoso camino de la vida.
Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. ¡Qué sublime, qué augusta, qué sagrada aparece entonces la misión de un padre y de una madre! El corazón rebosa de gratitud y de ternura, al considerar que fueron ellos lo s primeros que nos hicieron formar idea de ese ser infinitamente grande, poderoso y bueno, ante el cual se prosterna el universo entero, y nos enseñaron a amarle, a adorarle y a pronunciar sus alabanzas. Después que nos hacen saber que somos criaturas de ese ser imponderable, ennobleciéndonos así ante nuestros propios ojos y santificando nuestro espíritu, ellos no cesan de proporcionarnos conocimientos útiles de todo género, con los cuales vamos haciendo el ensayo de la vida y preparándonos para concurrir al total desarrollo de nuestras facultades.
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En el laudable y generoso empeño o de enriquecer nuestro corazón de virtudes, y nuestro entendimiento de ideas útiles a nosotros mismos y a nuestros semejantes, ellos no omiten esfuerzo alguno para proporcionarnos la enseñanza. Por muy escasa que sea su fortuna, aún cuando se vean condenados a un recio trabajo personal para ganar el sustento, ellos siempre hacen los gastos indispensables para presentarnos en los establecimientos de educación, proveemos de libros y pagar nuestros maestros. ¡Y cuántas veces vemos a estos mismos padres someterse gustosos a toda especie de privaciones, para impedir que se interrumpa el curso de nuestros estudios!
Terminada nuestra educación, y formados ya, nosotros a costa de tantos desvelos y sacrificios, no por eso nuestros padres nos abandonan nuestras propias fuerzas. Su sombra protectora y benéfica nos cubre toda la vida, y sus cuidados, como ya hemos dicho, no se acaban sino con la muerte. Si durante nuestra infancia, nuestra niñez y nuestra juventud, trabajaron asiduamente para alimentamos, vestirnos, educarnos y facilitarnos toda especie de goces inocentes, ellos no se desprenden en nuestra edad madura de la dulce tarea de hacernos bien; recibiendo, por el contrario, un placer exquisito en continuar prodigándonos sus beneficios, por más que nuestros elementos personales, que ellos mismos fundieron, nos proporcionen ya los medios de proveer a nuestras necesidades.
Nuestros padres son al mismo tiempo nuestros primeros y más sinceros amigos, nuestros naturales consultores, nuestros leales confidentes. El egoísmo, la envidia, la hipocresía, y todas las demás pasiones tributarias del interés personal, están excluidas de sus relaciones con nosotros; así es que nos ofrecen los frutos de su experiencia y de sus luces, sin reservarnos nada, y sin que podamos jamás recelarnos de que sus consejos vengan envenenados por la perfidia o el engaño.
Las lecciones que han recibido en la escuela de la vida, los descubrimientos que han hecho en las ciencias y en las artes, los secretos útiles que poseen, todo es para nosotros, todo nos lo transmiten, todo lo destinan siempre a la obra predilecta de nuestra felicidad. Y silos vemos aún en edad avanzada trabajar con actividad y con ahínco en la conservación y adelanto de sus propiedades, fácil es comprender que nada los mueve menos, que el provecho que puedan obtener en favor de una vida que ya van a abandonar: ¡sus hijos! sí, el porvenir de sus queridos hijos, he aquí su generoso móvil, he aquí el estímulo que les da fuerzas en la misma ancianidad.
Si, pues, son tantos y de tan elevada esfera los beneficios que recibimos de nuestros padres, si su misión es tan sublime y su amor tan grande, ¿cuál será la extensión de nuestros deberes para con ellos?. ¡Desgraciado de aquel que al llegar al desarrollo de su razón, no la haya medido ya con la noble y segura escala de la gratitud!. Porque a la verdad, el que no ha podido comprender para entonces todo lo que debe a sus padres, tampoco habrá comprendido lo que debe a Dios; y para las almas ruines y desagradecidas no hay felicidad posible ni en esta vida ni en la otra.
La piedad filial es por otra parte uno de los sentimientos que más honran y ennoblecen el corazón humano, y que más lo disponen a la práctica de todas las grandes virtudes. Tan persuadidos vivimos de esta verdad, que para juzgar de la índole y del valor moral de la persona que nos importa conocer, desde luego investigamos su conducta para con sus padres, y si encontramos que ella es buena, va se despierta en nosotros una fuerte simpatía y un sentimiento profundo de estimación y de benevolencia.
Cuando él amoroso padre va a dar a la hija de su corazón un compañero de su suerte, sus inquietudes se calman y su ánimo se conforta, si en trance tan solemne puede exclamar: ¡Es un buen hijo!. Y así compendia y expresa, de la manera más tierna y elocuente, todo lo que hay de grande y de sublime en la piedad filial.
Debemos, pues, gozarnos en el cumplimiento de los deberes que nos han impuesto para con nuestros padres las leyes divinas y la misma naturaleza. Amarlos, honrarlos, respetarlos y obedecerlos, he aquí estos grandes y sagrados deberes, cuyo sentimiento se desarrolla en nosotros desde el momento en que podemos darnos cuenta de nuestras percepciones, y aun antes de haber llegado a la edad en que recibimos las inspiraciones de la reflexión y la conciencia.
En todas ocasiones debe sernos altamente satisfactorio testificarles nuestro amor con las demostraciones más cordiales y expresivas; pero cuando se encuentran combatidos por la desgracia, cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado de impotencia en que tanto necesitan de nuestra solicitud y nuestros auxilios, recordemos cuánto les debemos, consideremos qué no harían ellos por aliviarnos a nosotros y con cuánta bondad sobrellevarían nuestras miserias, y no les reservemos nada en sus necesidades, ni creamos nunca que hemos empleado demasiado sufrimiento en las incomodidades que nos ocasionen sus cansados años. Este acendrado amor debe naturalmente conducirnos a cubrirlos siempre de honra, contribuyendo por cuantos medios estén a nuestro alcance a su estimación social, y ocultando cuidadosamente de los extraños las faltas a que como seres humanos pueden estar sujetos, porque la gloria del hijo es el honor al padre.
Nuestro respeto debe ser profundo e inalterable, sin que podamos jamás permitirnos la más ligera falta que lo profane, aun cuando lleguemos a encontrarlos alguna vez apartados de la senda de la verdad y de la justicia, y aun cuando la desgracia los haya condenado a la demencia, o a cualquier otra situación lamentable que los despoje de la consideración de los demás. Siempre son nuestros padres, y a nosotros no nos toca otra cosa que compadecerlos, llorar sus miserias, y colmarlos de atenciones delicadas y de contemplaciones. Y respecto de nuestra obediencia, ella no debe reconocer otros límites que los de la razón y la moral; debiendo hacerles nuestras observaciones de una manera dulce y respetuosa, siempre que una dura necesidad nos obligue a separarnos de sus preceptos. Pero guardémonos de constituirnos inconsiderada y abusivamente en jueces de estos preceptos, los cuales serán rara vez de tal naturaleza que, puedan justificar nuestra resistencia, sobre todo en nuestros primeros años, en que sería torpe desacato el creernos capaces de juzgar.
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Hállase, en fin, comprendido en los deberes de que tratamos, el respeto a nuestros mayores, especialmente a aquellos a quienes la venerable senectud acerca ya al término de la vida y les da derecho a las más rendidas y obsequiosas atenciones. También están aquí comprendidas nuestras obligaciones para con nuestros maestros, a quienes debemos arriar. obediencia y respeto, como delegados que son de nuestros padres en el augusto ministerio de ilustrar nuestro espíritu y formar nuestro corazón en el honor y la virtud. Si en medio de la capacidad y la indolencia de nuestros primeros años, podemos a veces desconocer todo lo que debemos a nuestros maestros, y cuánta influencia ejercen sus paternales desvelos en nuestros futuros destinos, el corazón debe volver a ellos en la efusión de la más pura gratitud, y rendirles todos los homenajes que le son debidos, desde que somos capaces de distinguir los rasgos que caracterizan a nuestros verdaderos amigos y bienhechores.
¡Cuán venturosos días debe esperar sobre la tierra el hijo amoroso y obediente, el que ha honrado a los autores de su existencia, el que los ha socorrido en el infortunio, el que los ha confortado en su ancianidad! Los placeres del mundo serán para él siempre puros como en la mañana de la vida: en la adversidad encontrará los consuelos de la buena conciencia, y aquella fortaleza que desarma las iras de la fortuna, y nada habrá para él más sereno y tranquilo que la hora de la muerte, seguro como está de haber hecho el camino de la eternidad a la sombra de las bendiciones de sus padres. En aquella hora suprema, en que ha de dar cuenta al Creador de todas sus acciones, los títulos de un buen hijo aplacarán la justicia divina y le alcanzarán misericordia.
Ver el manual completo de Antonio Carreño.