Urbanidad para consigo mismo. La compostura y el adorno.

La urbanidad exige que estemos siempre vestidos de una manera propia y decente aún en el interior de nuestra habitación y recién salidos del lecho.

Nuevo Manual de la Buena Sociedad o Guía de la Urbanidad y de la Buena Educación.

 

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Los cuidados de su propia persona y su reputación son también deberes de buena crianza. Si la vanidad, el orgullo, y la gazmoñería han hecho frecuentemente que se dé a estos cuidados los nombres de coquetería, de presunción o de ridiculez, esta es una razón aun más poderosa para procurar esclarecer la verdad sobre el particular.

La compostura y adorno.

La urbanidad exige que estemos siempre vestidos de una manera propia y decente aún en el interior de nuestra habitación y recién salidos del lecho, aunque no tengamos otros testigos que nosotros propios. Ella exige que nuestros vestidos estén en relación con el sexo, la fortuna, el estado, la edad, la figura, como también con la estación del año y las diferentes circunstancias y ocupaciones del día.

Indiquemos ahora las especialidades de estas conveniencias generales.

El traje de mañana para caballero es la bata u otro cómodo; para una señora, papalina de batista y vestido de seda común hecho a manera de peinador; solo conviene usar de la camisola en caso de enfermedad. Es conveniente que al corsé entero preceda un medio corsé, puesto que aquel requiere algún tiempo para arreglársele, y es por otra parte mal visto que las señoras no tengan del todo abrochados sus vestidos. Los papillotles (papeles que sirven para rizar el pelo) que no se pueden quitar al levantarse (porque los cabellos no conservarían el rizado hasta la noche) deben estar ocultos bajo una cinta de encaje o una trenza formada con el cabello. Es preciso quitarlos lo más pronto que se pueda. En este estado no se puede recibir más que a los amigos íntimos, o a personas que vinieren a veros por negocios urgentes e indispensables y, aun en este caso, es preciso darles algunas excusas. Descuidar el dejar este jaez matinal desde el momento que hay posibilidad de hacerlo, es querer exponerse a encuentros muchas veces sensibles y molestos, y a las apariencias de falta de cuidado.

Por lo demás, es conveniente que os impongáis la ley de estar vestidas a tal o cual hora, la más pronta posible, pues las ocupaciones podrían encadenarse de tal manera que os impidiesen estar presentables en todo el dia. Mas como este desorden en el adorno puede tolerarse cuando es extraordinario y momentáneo y aparece claramente producido por el embarazo de los negocios, si es diario y constante, si parece obra de la negligencia y del desaseo, es imperdonable sobre todo para las mujeres cuyo traje está menos destinado a vestirse que a adornarse.

Creer que los grandes calores autorizan este desorden y permiten llevar el calzado en chinelas, estar con las piernas y los brazos desnudos, tomar actitudes descuidadas e inmodestas es un error de personas de baja clase, o de baja educación. La canícula no podrá nunca excusar esto y si se quiere estar en este estado es preciso decir a los criados que os nieguen en casa. Por otra parte pensar que el frio y la humedad pueden hacer perdonar licencias parecidas a estas, es igualmente otro error. No debéis llevar habitualmente en casa calzado basto (esto se dirige principalmente a las señoras) tales como zapatos de orillo, de paño u otro género parecido; mucho menos aún, calzado ruidoso como zuecos, chanclos, etc.; este uso es de muy mal tono. Cuando vayáis a visitar alguna debéis quitaros los chanclos antes de entrar en su gabinete. Hacer ruido al andar es enteramente opuesto a las buenas maneras.

Por de priesa que pueda estar, una señora de buen tono no debe salir de casa con el traje con que se levanta ni con delantal u otros adornos puramente domésticos. Hemos dicho en un principio que el traje debe ser adecuado a las diferentes horas del dia. Las visitas de mañana respecto a las señoras solo exigen un descuido elegante y sencillo del cual no podemos descender a dar los detalles a causa de su multiplicidad y de las numerosas modificaciones de la moda. Diremos únicamente que ordinariamente se hacen estas visitas con el traje que se usa en casa. Los caballeros emplean ordinariamente el gabán. Además este traje está igualmente admitido para toda clase de visitas llevando debajo frac.

En cuanto a las señoras, las visitas de etiqueta exigen para las unas un traje escogido, para las otras un vestido más brillante. Existen adornos especialmente destinados a estas ocasiones y que se llevan únicamente en estas circunstancias, tales como los sombreros ricamente adornados de flores y otros elegantes caprichos que la voluble deidad de la moda modifica e inventa diariamente.

Respecto a los hombres, su traje es casi constante o, cuando menos, mucho menos instable que el de las señoras. Un frac y pantalón negro, camisa de holanda bien lisa, un chaleco elegante, bota de charol; tal es el traje a la vez escogido y severo de un hombre de buen gusto y de buen tono. La edad, el estado, y otras circunstancias análogas, apenas exigen modificación alguna acerca de este uso; no obstante, debemos haceros notar que los hombres científicos, abogados, literatos, etc., deben evitar el seguir rigurosamente las prescripciones de la moda que adoptan generalmente los estudiantes, los comerciantes y dandys, ya por tono o por falta de ocupaciones.

La diversa posición social de las mujeres lleva consigo diferencias bastante pronunciadas aunque éstas vayan desapareciendo de día en día. Todo el mundo sabe que cualquiera que sea la dote o riqueza de una señorita, su traje tanto en la forma como en los adornos debe ser menos escogido, menos brillante que el de las señoras casadas. A las primeras están prohibidos los schalls de cachemira, las pieles de marta y armiño, los diamantes y otros adornos de esta especie. Las jóvenes que faltan a estas conveniencias tan sensatas, dan lugar a creer que están poseídas de un amor desenfrenado por el lujo y se privan del placer de recibir estos adornos de la mano de un esposo.

Todas las mujeres no pueden usar indistintamente del privilegio que bajo este aspecto les concede el matrimonio, y el adorno de aquellas cuya fortuna es reducida no debe pasar los límites de una elegante scncillez. Consideraciones del orden más elevado, el buen régimen de una casa, la dignidad de esposa, los deberes de madre vienen a apoyar esta ley de la urbanidad que está en contacto con la moral en todas las ocasiones.

Hay un escollo que evitar en este caso: muchas veces una joven poco acomodada deseando aparecer convenientemente en una reunión elegante hace sacrificios por adornar su modesto traje. Mas estos sacrificios son necesariamente incompletos: una gala nueva y brillante se coloca al lado de un adorno mezquino o envejecido. El todo carece entonces de armonía, y la armonía es el alma tanto de la elegancia como de la belleza. Además cualquiera que sea el grado de opulencia en que se encuentre una persona, el lujo es de tal manera invasor por su naturaleza, que no hay riqueza que pueda bastar a sus exigencias; mas por fortuna, la urbanidad siempre de acuerdo con la razón, consuela con esta máxima a las mujeres sociables y sensatas: ni muy alto ni muy bajo. Es igualmente ridículo tener pretensiones de ser la más lujosa, o el resignarse a parecer la más mal arreglada de una reunión.

Las conveniencias de la edad son parecidas a las que admite la medianía. Asi las señoras de edad deben abstenerse de colores vivos, de modas demasiado recientes, adornos graciosos como plumas, flores y alhajas. Una persona de edad con el cabello rizado, adornada de collares y brazaletes con vestido escotado y mangas cortas, lastima no solo la etiqueta sino también su propio interés y dignidad.

La severa sencillez del traje varonil apenas establece diferencia entre el traje de los jóvenes y el de los hombres de edad. No obstante éstos deben escoger los colores oscuros y seguir las modas de bastante lejos; no adoptar los trajes demasiado estrechos o cortos y no tener en su adorno otro objeto que la decencia y la comodidad. A no ser que el cuidado de su salud o una calvicie completa no exija el llevar peluca, es conveniente que los ancianos muestren su blanca y noble cabellera.

Las señoras de edad a quienes el uso prescribe el ocultar esta respetable señal de una larga vida, deben evitar, al menos, los rizos demasiado cardados y ensortijados. En Paris las señoras cuya cabellera representa como unos treinta años han tomado el sabio partido de no sustituirla con una cabellera extraña: hacen muy bien en esto, mas harían aún mejor sino se adornasen con flores. No hay cosa mas ridícula que las rosas sobre cabellos grises. Bajo pena de parecer ridículas o vestidas de una manera desagradable, las mujeres deben adoptar en verano los tejidos ligeros de colores suaves; y en invierno las pieles, las telas de abrigo y de colores oscuros.

Los hombres no han estado hasta ahora en la misma obligación respecto a la variación de sus trajes, mas hoy aunque lo general de sus vestidos sea de paño, está en práctica acomodarse a las estaciones y se usan tejidos bien de lana, bien de hilo; estos últimos para el rigor de los calores y aquellos para medio tiempo. Es de buen tono llevar un gabán o paletot sobre el frac o levita, del que es necesario despojarse antes de entrar en cualquiera visita que no sea de mucha confianza.

Para terminar nuestras observaciones respecto a la compostura y adorno, haremos unas breves indicaciones.

Seria muy ridículo ver caminar a pie a una señora en traje de baile o de salón, y solo en las pequeñas poblaciones donde no se halla admitida la cómoda y útil costumbre de los carruajes de alquiler, puede permitirse semejante disonancia. Procurad variar vuestro adorno cuanto sea dado a vuestras circunstancias, para evitar que los ociosos y los burlones, que abundan en toda sociedad, os hagan objeto de sus ironías y pasatiempos.

Algunas personas procuran crearse un nombre o reputación por su elección en los trajes; tratando de someterse celosamente a todos los caprichos de la moda. La urbanidad tolera con dificultad esos caprichos o antojos de niño mimado; mas aplaude a la mujer de buen sentido y gusto a la vez, que sin preocuparse demasiado de las exigencias de la moda, calcula prudentemente antes de adoptar cualquiera novedad su duración probable; que tiene el suficiente criterio para elegirlas y modificarlas con buen resultado en armonía con las exigencias de su talla, exterior y otras mil circunstancias que es preciso no perder de vista. No es decente, o por mejor decir propio ni aseado, el presentarse a hacer una visita con el calzado lleno de lodo, para lo que, el que no pueda evitar este percance yendo en coche, debe, cuando menos, recurrir a los auxilios y arte de un limpiabotas cuya industria se halla bastante extendida en la mayor parte de las capitales para que nadie pueda dispensarse de semejante falta.