Discurso de Su Santidad Juan Pablo II, Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18 de marzo de 1.994.
Discurso de Su Santidad Juan Pablo II, Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18 de marzo de 1.994.
Señores cardenales;
Queridos hermanos en el episcopado;
Queridos amigos:
1. Con alegría os acojo esta mañana, miembros, consultores y colaboradores del Consejo pontificio para la cultura, reunidos bajo la presidencia del cardenal Paul Poupard durante esta primera asamblea plenaria del dicasterio, tal como quedó constituido después de la uníón de los anteriores Consejos pontificios para el diálogo con los no creyentes y para la cultura, según el motu proprio Inde a pontificatus, del 25 de marzo de 1993.
Sabéis bien que, desde comienzos de mi pontificado, he insistido en la gran importancia de las relaciones entre la Iglesia y la cultura. En la carta de fundación del Consejo pontificio para la cultura, recordé que «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Carta del 20 de mayo de 1982: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 19).
Una doble constatación se impone: la mayoría de los países de tradición cristiana tienen la experiencia de una grave ruptura entre el Evangelio y amplios sectores de la cultura, mientras que en las Iglesias jóvenes se plantea con agudeza el problema del encuentro del Evangelio con las culturas autóctonas.
Esta situación indica ya la orientación de vuestra tarea: evangelizar las culturas e inculturar la fe. Permitidme explicitar ciertos puntos que me parecen particularmente importantes.
2. El fenómeno de la no-creencia, con sus consecuencias prácticas que son la secularización de la vida social y privada, la indiferencia religiosa o, incluso, el rechazo explícito de toda religión, sigue siendo uno de los temas prioritarios de vuestra reflexión y de vuestras preocupaciones pastorales: conviene buscar sus causas históricas, culturales, sociales e intelectuales y, al mismo tiempo, promover un diálogo respetuoso y abierto con los que no creen en Dios o no profesan ninguna religión; la organización de encuentros y de intercambios con ellos, como habéis hecho en el pasado, puede dar seguramente fruto.
3. La inculturación de la fe es la otra grande tarea de vuestro dicasterio. Los centros especializados de investigación podrían ayudar a su realización. Pero no hay que olvidarse de que «es un quehacer de todo el pueblo de Dios, no sólo de algunos expertos, porque se sabe que el pueblo refleja el auténtico sentido de la fe» (Redemptoris missio, 54). La Iglesia, mediante a un largo proceso de profundización, toma poco a poco conciencia de toda la riqueza del depósito de la fe a través de la vida del pueblo de Dios: en el proceso de la inculturación, se pasa de lo implícito vivido a lo explícito conocido. De manera análoga, la experiencia de los bautizados, que viven en el Espíritu Santo el misterio de Cristo, bajo la guía de sus pastores, los inducen a discernir progresivamente los elementos de las diversas culturas, compatibles con la fe católica y a renunciar a los otros. Esta lenta maduración requiere de mucha paciencia y sabiduría, una gran apertura de corazón, un sentido ya advertido por la Tradición y una gran audacia apostólica, siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, de los Padres y de los Doctores de la Iglesia.
4. Al crear el Consejo pontificio para la cultura, he querido «dar a toda la Iglesia un impulso común en el encuentro, incesantemente renovado, del mensaje de salvación del Evangelio con la pluralidad de las culturas». Le confié también el mandato de «participar en las preocupaciones culturales que los dicasterios de la Santa Sede encuentran en su trabajo, de modo que se facilite la coordinación de sus tareas para la evangelización de las culturas, y se asegure la cooperación de las instituciones culturales de la Santa Sede» (Carta del 20 de mayo de 1982). En esta perspectiva, os he encomendado la misión de seguir y coordinar la actividad de las Academias pontificias, de acuerdo con sus objetivos propios y sus estatutos, y mantener contactos regulares con la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, «a fin de asegurar una sintonía de finalidades y una fecunda colaboración recíproca» (Motu proprio Inde a pontificatus, 25 de marzo de 1993; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de mayo de 1993, p. 5).
5. Para realizar mejor vuestra misión, estáis llamados a entablar relaciones más estrechas con las Conferencias episcopales y, especialmente, con las comisiones para la cultura, que deberían existir en el seno de todas las Conferencias, como habéis solicitado recientemente. Esas comisiones están llamadas a ser focos de promoción de la cultura cristiana en los diferentes países, y centros de diálogo con las culturas extrañas al cristianismo. Los organismos privilegiados de promoción de la cultura cristiana y de diálogo con los medios culturales no cristianos son, seguramente, los centros culturales católicos, numerosos en todo el mundo, cuya acción sostenéis y favorecéis la irradiación. A este respecto, el primer encuentro internacional que acabáis de organizar en Chantilly permite esperar de otros intercambios fructíferos.
6. En el mismo orden de ideas, colaboráis con las Organizaciones Internacionales católicas, especialmente aquellas que agrupan a los intelectuales, a los científicos y a los artistas, promoviendo «iniciativas adecuadas concernientes al diálogo entre la fe y las culturas, y el diálogo intercultural». (cf. Motu proprio Inde a pontificatus, art. 3).
Además, seguís la política y la acción cultural de los gobiernos y de las Organizaciones internacionales, tales como la UNESCO, el Consejo de cooperación cultural del Consejo de Europa y otros organismos, preocupados de dar una dimensión plenamente humana a su política cultural.
7. Vuestra acción, directa o indirecta, en los ambientes donde se elaboran las grandes corrientes del pensamiento del tercer milenio, procura dar un nuevo impulso a la actividad de los cristianos en materia cultural, que tiene su puesto en el conjunto del mundo contemporáneo. En esta vasta empresa, tan urgente como necesaria, tenéis que dirigir un diálogo, que parece lleno de promesas, con los representantes de las corrientes agnósticas o con los no-creyentes, que se inspiran en antiguas civilizaciones o en planteamientos intelectuales mas recientes.
8. «El cristianismo es creador de cultura en su mismo fundamento», (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980). En el mundo cristiano, una cultura realmente prestigiosa se ha extendido a lo largo de los siglos, tanto en el campo de las letras y de la filosofía, como en el de las ciencias y de las artes. El sentido mismo de la belleza en la antigua Europa es ampliamente tributario de la cultura cristiana de sus pueblos, y su paisaje ha sido modelado a su imagen. El centro en torno al cual se ha construido esta cultura es el corazón de nuestra fe: el misterio eucarístico. Las catedrales al igual que las humildes iglesias de los campos, la música religiosa como la arquitectura, la escultura y la pintura, irradian el misterio del verum Corpus, natum de Maria Virgine, hacia el cual todo converge en un movimiento de admiración. Por lo que concierne a la música, recordaré con mucho gusto, éste año a Giovanni Pierluigi da Palestrina, con ocasión del cuarto centenario de su muerte. Parecería que en su arte, después de un período de confusión, la Iglesia vuelve a encontrar una voz pacifica por la contemplación del misterio eucarístico, como una serena respiración del alma que se sabe amada de Dios.
La cultura cristiana refleja admirablemente la relación del hombre con Dios, renovada en la Redención. Ella abre a la contemplación del Señor, verdadero Dios y verdadero hombre. Esta cultura se halla vivificada por el amor que Cristo derrama en los corazones (cf. Rm 5, 5), y por la experiencia de los discípulos llamados a imitar a su Maestro. De tales fuentes han nacido una conciencia intensa del sentido de la existencia, una gran fuerza de carácter alegre en el corazón de las familias cristianas y una fina sensibilidad, antes desconocida. La gracia despierta, libera, purifica, ordena y dilata las potencias creativas del hombre. Y, si invita a la ascesis y a la renuncia, es para liberar el corazón, libertad eminentemente favorable tanto para la creación artística como para el pensamiento y la acción fundados en la verdad.
9. Así, en esta cultura, el influjo ejercido por los santos y las santas es determinante: por la luz que irradian, por su libertad interior y por la fuerza de su personalidad, marcan el pensamiento y la expresión artística de períodos enteros de nuestra historia. Basta recordar aquí a san Francisco de Asís: tenía un temperamento de poeta, algo que testimonian ampliamente sus palabras, sus actitudes y su sentido innato del gesto simbólico. Aunque se situo bien lejos de toda preocupación literaria, no es menos creador de una nueva cultura, en el campo del pensamiento y la expresión artística. San Buenaventura y Giotto no se habrían realizado sin él.
Es decir, queridos amigos, allí reside la verdadera exigencia de la cultura cristiana. Esta maravillosa creación del hombre sólo puede surgir de la contemplación del misterio de Cristo y de la escucha de su palabra, puesta en práctica con una total sinceridad y con un compromiso sin reservas, a ejemplo de la Virgen María. La fe libera el pensamiento y abre nuevos horizontes al lenguaje del arte poético y literario, a la filosofía y a la teología, así como a otras formas de creación propias del genio humano.
Es en la expansión y en la promoción de esta cultura que: unos son llamados mediante el diálogo con los no-creyentes: otros mediante la búsqueda de nuevas expresiones del ser cristiano, todos mediante una irradiación cultural más vigorosa de la Iglesia en este mundo en búsqueda de la belleza y de la verdad, de unidad y de amor.
Para cumplir vuestra tarea, así bella, así noble y así necesaria, os acompañe mi bendición apostólica, con mi afectuosa gratitud.