Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 10 de Enero de 2.000.
Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 10 de Enero de 2.000.
Excelencias,
Señoras y Señores:
1. Ante todo deseo expresar mi profunda gratitud a su Decano, el Señor Embajador Giovanni Galassi, quien, en nombre de todos, me ha presentado amablemente sus buenos deseos y ha evocado algunos acontecimientos significativos de la vida de nuestros contemporáneos, sus esperanzas, sus pruebas y sus temores. Ha querido subrayar oportunamente la aportación específica de la Iglesia católica en favor de la concordia entre los pueblos y de su elevación espiritual. ¡Muchas gracias!.
2. En estos momentos en que acabamos de cruzar el umbral de un nuevo año, el Vicario de Cristo siente la necesidad de dirigir a todos los pueblos, que Ustedes representan, sus mejores votos para este año 2000 que muchos han acogido como "jubilar". Los cristianos han entrado en el gran Jubileo conmemorando la venida de Cristo en el tiempo y en la historia de los hombres: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo", leemos en la Carta a los Hebreos (1,1-2).
A Dios, que ha querido establecer una alianza con el mundo que no cesa de crear, de amar y de iluminar, confío con todo el corazón las aspiraciones y realizaciones más nobles de cada uno, sin olvidar las pruebas y los fracasos que muy a menudo entorpecen el camino hacia el bien. Con nuestros contemporáneos, alabo a Dios por todas las cosas hermosas y buenas e invoco también el perdón divino por los atentados a la vida y a la dignidad del hombre, a la fraternidad y a la solidaridad. Que el Altísimo nos ayude a vencer en nosotros y a nuestro alrededor todas las resistencias para que llegue o vuelva a venir el tiempo de los hombres de buena voluntad, que la reciente fiesta de Navidad nos ha propuesto con la naturalidad de los primeros tiempos. Estos son los deseos que manifiesto en mi oración por todos los hombres y mujeres de este tiempo, de todos los países y de todas las generaciones.
3. El siglo que se acaba habrá estado marcado por unos singulares progresos científicos que han mejorado considerablemente la vida y la salud de los hombres. Han contribuido también al dominio de la naturaleza y han favorecido un acceso más fácil a la cultura. Las tecnologías de la información han abolido las distancias y nos han hecho más cercanos los unos de los otros. Nunca hemos estado con tanta rapidez al corriente de los hechos que han ido marcando la vida cotidiana de nuestros hermanos los hombres. Pero es preciso preguntarse: ¿habrá sido este siglo el de "la fraternidad"? No se puede dar ciertamente una respuesta sin matizar.
A la hora del balance, el recuerdo de guerras asesinas que han exterminado a millones de personas y provocado éxodos masivos, y de genocidios vergonzosos que asedian nuestra memoria, así como la carrera de armamentos que ha mantenido la desconfianza y el miedo, el terrorismo o los conflictos étnicos que han aniquilado pueblos que vivían sobre el mismo suelo, hacen que debamos ser modestos y que tengamos a menudo un espíritu de arrepentimiento.
Las ciencias de la vida y las biotecnologías siguen teniendo nuevos campos de aplicación, pero al mismo tiempo suscitan el problema de los límites que no se deben sobrepasar si se quiere salvaguardar la dignidad, la responsabilidad y la seguridad de las personas.
La globalización, que ha transformado profundamente los sistemas económicos creando posibilidades de crecimiento inesperadas, ha hecho también que muchos se hayan quedado al borde del camino: el desempleo en los países más desarrollados y la miseria en una gran parte de los países del hemisferio sur siguen manteniendo a millones de mujeres y hombres al margen del progreso y del bienestar.
4. Por esto me parece que el siglo que comienza deberá ser el de la solidaridad.
Hoy lo sabemos mejor que ayer: no estaremos nunca felices y en paz los unos sin los otros, y aún menos, los unos contra los otros. Las operaciones humanitarias con ocasión de conflictos o de catástrofes naturales recientes han suscitado loables iniciativas de voluntariado que revelan un fuerte sentido de altruismo, especialmente en las jóvenes generaciones.
El fenómeno de la globalización hace que el papel de los Estados haya cambiado un poco: el ciudadano se ha hecho cada vez más activo y el principio de subsidiariedad ha contribuido, sin duda, a equilibrar las fuerzas vivas de la sociedad civil; el ciudadano ha pasado a ser en gran parte "socio" del proyecto común.
Esto quiere decir, me parece, que el hombre del siglo XXI estará llamado a desarrollar el sentido de su responsabilidad. En primer lugar su responsabilidad personal, cultivando el sentido del deber y del trabajo realizado honestamente: la corrupción, el crimen organizado o la pasividad nunca pueden conducir a una verdadera y sana democracia. Pero a esto se debe añadir igualmente el sentido de la responsabilidad hacia el otro: saber preocuparse por el más pobre, participar en las estructuras de ayuda tanto en el trabajo como en el sector social, ser respetuoso con la naturaleza y el medio ambiente, son también imperativos necesarios con vistas a un mundo donde se pueda convivir mejor. ¡Nunca más unos separados de los otros! ¡Nunca más unos contra los otros! ¡Todos juntos solidarios bajo la mirada de Dios!
Esto supone también que renunciemos a los ídolos que son la felicidad a cualquier precio, la riqueza material como único valor, la ciencia como la única explicación de la realidad. Esto supone que el derecho sea aplicado y respetado por todos y en todas partes para que las libertades individuales sean garantizadas eficazmente y que la igualdad de oportunidades sea una realidad para todos. Y esto también supone que Dios tenga en la vida de los hombres el lugar que le corresponde: el primero.
En un mundo que más que nunca va en busca de sentido, los cristianos se sienten llamados, al principio del siglo, a proclamar con renovado fervor que Jesús es el Redentor del hombre, y la Iglesia a manifestarse como "signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana" (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 76).
5. Tal solidaridad supone compromisos muy concretos. Algunos son prioritarios:
El compartir la tecnología y la prosperidad. Sin una actitud de comprensión y disponibilidad difícilmente se podrá eliminar la frustración de ciertos países que se ven condenados a hundirse en una precariedad cada vez más grave y a la vez a confrontarse con otros países. He tenido ocasión de expresarme varias veces, por ejemplo, sobre la cuestión de la deuda de los países pobres.
El respeto de los derechos del hombre. Las legítimas aspiraciones de las personas más débiles, las reivindicaciones de las minorías étnicas, los sufrimientos de todos cuyas creencias o culturas son despreciadas de un modo u otro, no son sino simples opciones para favorecer al nivel de las circunstancias intereses políticos o económicos. No respetar estos derechos equivale claramente a burlar la dignidad de las personas y poner en peligro la estabilidad del mundo.
La prevención de los conflictos evitaría situaciones difíciles de resolver y ahorraría muchos sufrimientos. No faltan instancias internacionales adecuadas; es suficiente utilizarlas distinguiendo evidentemente, sin oponer ni separar la política, el derecho y la moral.
El diálogo sereno entre las civilizaciones y las religiones, en fin, podría favorecer un nuevo modo de pensar y de vivir. A través de la diversidad de mentalidades y creencias, las mujeres y los hombres de este milenio, teniendo presentes los errores del pasado han de encontrar nuevas formas de vivir juntos y respetarse. La educación, la ciencia y la información de calidad son los mejores medios para desarrollar en cada uno de nosotros el respeto hacia el otro, sus riquezas y sus creencias, así como un sentido de la universalidad, digno de su vocación espiritual. Este diálogo evitará que en el futuro se llegue a una situación absurda: excluir o matar en nombre de Dios. Esto será, sin duda, una contribución decisiva a la paz.
6. Se ha hablado mucho en estos últimos años de un "nuevo orden mundial". Numerosas y meritorias iniciativas se han de atribuir a la acción perseverante de diplomáticos hábiles, y en particular a la diplomacia multilateral para hacer surgir una verdadera "comunidad de naciones". Actualmente, por ejemplo, se persigue un proceso de paz en Oriente Medio; los chinos se hablan; las dos Coreas dialogan; algunos países africanos intentan que se vuelvan a relacionar facciones rivales; el Gobierno y los grupos armados en Colombia intentan mantener el contacto. Todo esto muestra una cierta voluntad de edificar un mundo fundado en la fraternidad, para establecer, proteger y extender la paz a nuestro alrededor. Sin embargo, también nos vemos obligados a decir que vemos repetirse con demasiada frecuencia los errores del pasado: pienso en las reacciones basadas en la propia identidad, en las persecuciones infligidas por motivos religiosos, en los recursos frecuentes, y a veces precipitados, a la guerra, en las desigualdades sociales, en el abismo entre países ricos y pobres, con la confianza puesta únicamente en criterios de rendimiento económico, por no citar más que algunos rasgos característicos del siglo han apenas finalizado. En este comienzo del año 2000, ¿qué vemos?
Africa, atenazada por conflictos étnicos que tienen como rehenes a pueblos enteros, impidiendo su progreso económico y social, y condenándolos a menudo a una mera supervivencia.
Medio Oriente, siempre entre guerra y paz, aun cuando se sabe que solamente el derecho y la justicia permiten a los pueblos de la región, sin distinción alguna, vivir juntos al amparo de riesgos endémicos.
Asia, continente con inmensas posibilidades humanas y materiales, agrupa en un equilibrio precario pueblos y culturas prestigiosas, muy desarrolladas económicamente, y otros que se vuelven cada vez más pobres. Recientemente visité aquel continente, donde entregué la Exhortación apostólica Ecclesia in Asia, fruto de una reciente Asamblea sinodal, que constituye así una carta para todos los católicos. Me asocio a los Padres sinodales para lanzar una nueva invitación a todos los católicos de Asia y a los hombres de buena voluntad para que unan sus esfuerzos en la construcción de una sociedad cada vez más solidaria.
América, inmenso continente en el que tuve la alegría de promulgar, hace un año, la Exhortación apostólica Ecclesia in America, invitando a los pueblos de aquellas tierras a una conversión personal y comunitaria continuamente renovada, en el respeto de la dignidad de las personas y en el amor por lo marginados, de cara a promover una cultura de la vida.
América del Norte, donde los criterios económicos y políticos a menudo son considerados como norma, tiene numerosos pobres a pesar de sus múltiples riquezas.
América Latina, que ha visto, no obstante algunas excepciones, unos progresos democráticos prometedores, permanece peligrosamente debilitada por escandalosas desigualdades sociales, por el comercio de la droga, la corrupción y a veces también por movimientos de lucha armada.
Europa, finalmente, después del derrumbamiento de las ideologías, camina hacia su unidad, se esfuerza en alcanzar la doble meta de la reconciliación y de la integración democrática de antiguos enemigos. No está exenta de terribles violencias, como lo ha demostrado le reciente crisis de los Balcanes y los enfrentamientos de estas últimas semanas en el Cáucaso. Los Obispos del continente se han reunido últimamente en Asamblea sinodal; han testimoniado los signos de esperanza, la apertura entre los pueblos, la reconciliación entre naciones, la intensificación de colaboraciones e intercambios, invitando a todos los hombres a una mayor conciencia europea.
Ante este mundo de contrastes, a la vez magnífico y precario, viene a mi mente un compromiso hecho al salir de la terrible II guerra mundial, cuando todos querían que fuera la última. Me refiero a la Nota introductoria de la Carta de las Naciones Unidas adoptada en San Francisco, el 26 de junio de 1945:
"Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos
a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles;
a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones, grandes y pequeñas, [...]
hemos decidido aunar nuestros esfuerzos para realizar estos designios".
Este texto y este compromiso solemnes no han perdido su fuerza y actualidad. En un mundo organizado por Estados soberanos, pero de hecho desiguales, es indispensable -si se desea la estabilidad, el acuerdo y la cooperación entre los pueblos-, que las relaciones internacionales estén cada vez más inspiradas por el derecho y modeladas por él. Lo que hace falta no son ciertamente nuevos textos o instrumentos jurídicos, sino simplemente la voluntad política de aplicar sin discriminación los que ya existen.
7. Quien les habla, Excelencias, Señoras y Señores, ha sido compañero de camino de muchas generaciones de este último siglo. Ha compartido las duras pruebas de su pueblo de origen como las horas más sombrías vividas por Europa. Después de más de veintiún años, siendo Sucesor del apóstol Pedro, se siente como revestido de una paternidad universal que abarca a todos los hombres y mujeres de este tiempo, sin ninguna distinción. Hoy, por medio de Ustedes, que representan aquí a casi todos los pueblos de la tierra, quisiera hacer llegar al corazón de cada uno una confidencia: al abrirse las puertas del nuevo milenio, el Papa piensa que los hombres podrían finalmente aprender a sacar las lecciones del pasado. Sí, pido a todos, en nombre de Dios, preservar a la humanidad de nuevas guerras, respetar la vida humana y la familia, colmar el abismo entre ricos y pobres, comprender que todos somos responsables de todos. Es Dios quien lo pide y jamás nos pide nada por encima de nuestras fuerzas. Él mismo nos da la fuerza para cumplir lo que espera de nosotros.
Me vienen a la mente las palabras que el Deuteronomio pone en boca de Dios mismo: "Mira, yo pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. [...] Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia" (Dt 30, 15.19).
La vida toma cuerpo en nuestras opciones cotidianas. Y los responsables políticos, ya que tienen el deber de administrar "la cosa pública", pueden por medio de sus opciones personales y de sus programas de actuación orientar a sociedades enteras hacia la vida o hacia la muerte. Por esto los creyentes, y los fieles de la Iglesia católica en particular, consideran un deber propio participar activamente en la vida pública de las sociedades a las que pertenecen. Su fe, su esperanza y su caridad son unas energías complementarias e irremplazables para que no sólo no falten jamás la preocupación por el otro, el sentido de responsabilidad y la defensa de las libertades fundamentales, sino también para hacer percibir que en el mundo y en nuestra historia personal y colectiva hay una Presencia. Reivindico, pues, para los creyentes un lugar en la vida pública, porque estoy convencido de que su fe y su testimonio pueden tranquilizar a nuestros contemporáneos preocupados a menudo y sin puntos de referencia, y que, a pesar de los fracasos, la violencia o el miedo, ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra.
8. Ha llegado el momento de intercambiar personalmente nuestras felicitaciones. Les saludo cordialmente y les ruego que tengan la bondad de transmitir mis mejores votos a los responsables de los Países que representan. Las puertas del gran Jubileo están abiertas para los cristianos y las de un nuevo milenio para toda la humanidad. Ahora lo que importa es cruzar el umbral para ponernos en camino. Un camino en el que Dios va por delante y en el que nos indica el modo para llegar a Él. Nada, ningún prejuicio ni ninguna ambición, nos debe tener encadenados. Un nueva historia comienza para nosotros. Los pueblos que Ustedes representan quieren escribirla en su vida personal y colectiva. Hay una historia en la que, hoy como ayer y como mañana, la humanidad tiene una cita con Dios. Por eso les digo a todos: "¡buen camino"!