Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18 de Enero de 1.983.
Discurso del Santo Padre, Juan Pablo II, Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, 18 de Enero de 1.983.
Eminentísimos señores,
excelentísimos señores,
señoras, señores:
1. Me da especial alegría recibir por primera vez y oficialmente al Consejo Pontificio para la Cultura. Quiero ante todo dar las gracias a los miembros del Consejo Internacional nombrados hace poco por mí, que han respondido con suma prontitud a la invitación de reunirse en Roma para deliberar sobre la orientación y futuras actividades del Consejo Pontificio para la Cultura. Su presencia en este Consejo constituye un honor y una esperanza para la Iglesia. Su fama, reconocida en distintos sectores de la cultura, ciencias, letras, medios de información, universidades y disciplinas sagradas, permite esperar un trabajo fecundo de este nuevo Consejo que he decidido crear movido por las directrices del Concilio Vaticano II.
2. Este Concilio imprimió un nuevo dinamismo a dicho sector, sobre todo con la Constitución Gaudium et Spes. Ciertamente hoy es tarea ardua comprender la extrema variedad de culturas, costumbres, tradiciones y civilizaciones. A primera vista el desafío parece sobrepasar nuestras fuerzas, sin embargo, ¿no está en la misma medida de nuestra fe y nuestra esperanza? En el Concilio la Iglesia reconoció una ruptura dramática entre Iglesia y cultura. El mundo moderno está deslumbrado por sus conquistas y sus logros científicos y técnicos. Pero con demasiada frecuencia cede ante ideologías y criterios de ética práctica y comportamientos que están en contradicción con el Evangelio o, al menos, hacen caso omiso de los valores cristianos.
3. En nombre de la fe cristiana el Concilio comprometió a la Iglesia entera a ponerse a la escucha del hombre moderno para comprenderlo e inventar un nuevo tipo de diálogo que le permita introducir la originalidad del mensaje evangélico en el corazón de la mentalidad actual. Hemos de encontrar de nuevo la creatividad apostólica y la potencia profética de los primeros discípulos para afrontar las nuevas culturas. Es necesario presentar la palabra de Cristo en toda su lozanía a las generaciones jóvenes, cuyas actitudes a veces son difíciles de comprender para los espíritus tradicionales, si bien están lejos de cerrarse a los valores espirituales.
4. En varias ocasiones he querido afirmar que el diálogo de la Iglesia con las culturas reviste hoy importancia vital para el porvenir de la Iglesia y del mundo. Permitidme volver a insistir en dos aspectos principales y complementarios que corresponden a los dos niveles en los cuales la Iglesia ejerce su acción: el de la evangelización de las culturas y el de la defensa del hombre y de su promoción cultural. Ambas tareas exigen definir nuevas caminos de diálogo entre la Iglesia y las culturas de nuestra época.
Para la Iglesia este diálogo es absolutamente indispensable, pues de lo contrario la evangelización se reduciría a letra muerta. San Pablo no vacilaba en afirmarlo: "¡Ay de mí, si no evangelizara!". En este final del siglo XX, como en los tiempos del Apóstol, la Iglesia debe hacerse toda para todos y acercarse con simpatía a las culturas de hoy. Aún existen ambientes y mentalidades, países y regiones enteras por evangelizar; y esto requiere un proceso largo y valiente de inculturación para que el Evangelio impregne el alma de las culturas vivas, responda a sus expectativas más altas y las haga crecer incluso hasta la dimensión de la fe, la esperanza y la caridad cristianas.
La Iglesia, en sus misioneros ha realizado una obra incomparable en todos los continentes, pero el trabajo misionero no se termina nunca, porque a veces las culturas se han tocado sólo superficialmente y, de todas maneras, por encontrarse éstas en trasformación incesante exigen un nuevo acercamiento. Añadamos asimismo que este término noble de misión se aplica hoy a las antiguas civilizaciones marcadas por el cristianismo, pero ahora están amenazadas por la indiferencia, el agnosticismo y la misma irreligión. Además, surgen sectores nuevos en la cultura con objetivos, métodos y lenguajes diferentes. El diálogo intercultural se impone a los cristianos en todos los países.
5. Para evangelizar eficazmente hay que adoptar resueltamente una actitud de reciprocidad y comprensión para simpatizar con la identidad cultural de los pueblos, de los grupos étnicos y de los varios sectores de la sociedad moderna. Por otra parte, hay que trabajar por el acercamiento de las culturas de modo que los valores universales del hombre sean acogidos por doquier con un espíritu de fraternidad y solidaridad. Evangelizar supone penetrar en las identidades culturales específicas y, al mismo tiempo, favorecer el intercambio de culturas abriéndolas a los valores de la universalidad e incluso, yo diría, de la catolicidad.
Pensando precisamente en esta seria responsabilidad he querido crear el Consejo Pontificio para la Cultura, con el fin de dar a toda la Iglesia un impulso vigoroso y despertar en los responsables y en todos los fieles conscientes, el deber que nos concierne a todos de estar a la escucha del hombre moderno, no para aprobar todos sus comportamientos, sino ante todo para descubrir, en primer lugar, sus esperanzas y aspiraciones latentes. Por esta razón he invitado a los obispos, a quienes están encargados de diversos servicios de la Santa Sede, a las Organizaciones católicas internacionales, a las universidades y a todos los hombres de fe y de cultura, a comprometerse con convicción en el diálogo de las culturas y llevar la palabra salvífica del Evangelio.
6. Además, no hemos de olvidar que en ésta relación dinámica de la Iglesia con el mundo contemporáneo, los cristianos tienen mucho que recibir. El Concilio Vaticano II insistió en este punto, y es oportuno recordarlo. La Iglesia se ha enriquecido grandemente con las adquisiciones de numerosas civilizaciones. La experiencia secular de gran número de pueblos, el progreso de la ciencia, los tesoros ocultos de las diversas culturas por cuyo medio se descubre más plenamente la naturaleza del hombre y se entreabren caminos nuevos hacia la verdad, todo esto redunda en provecho cierto para la Iglesia, como lo reconoció el Concilio (cf. Gaudium et Spes, 44). Y este enriquecimiento continúa. En efecto, pensemos en los resultados de las investigaciones científicas para un mejor conocimiento del universo, para una profundización del misterio del hombre; recapacitemos en los beneficios que pueden proporcionar a la sociedad y a la Iglesia los nuevos medios de comunicación y del encuentro entre los hombres, la capacidad de producir innumerables bienes económicos y culturales, sobre todo, de promover la educación de masas, de curar enfermedades consideradas incurables en otro tiempo. ¡Qué estupendos logros! Todo para honor del hombre. Y todo ha beneficiado grandemente a la misma Iglesia, en su vida, en su organización, en su trabajo y en su obra propia. Es, pues, normal que el Pueblo de Dios, solidario del mundo en el cual vive, reconozca los descubrimientos y las realizaciones de nuestros contemporáneos y participe en la medida de sus posibilidades, para que el mismo hombre crezca y se desarrolle en plenitud. Esto supone profunda capacidad de acogida y admiración y, a la vez, un lúcido sentido de discernimiento. Quisiera insistir en este último punto.
7. Al impulsarnos a evangelizar, nuestra fe nos incita a amar al hombre en sí mismo. Ahora bien, hoy más que nunca el hombre necesita que se le defienda contra las amenazas que se ciernen sobre su desarrollo. El amor que brota de las fuentes del Evangelio, en la estela del misterio de la Encarnación del Verbo nos impulsa a proclamar que el hombre merece honor y amor para sí mismo y debe ser respetado en su dignidad. Así los hermanos deben volver a aprender a hablarse como hermanos, respetarse y comprenderse para que el hombre mismo pueda sobrevivir y crecer en la dignidad, la libertad, y el honor. En la medida en que sofoca el diálogo con las culturas, el mundo moderno se precipita hacia conflictos que corren el riesgo de ser mortales para el porvenir de la civilización humana. Más allá de los prejuicios y de las barreras culturales y de las diferencias raciales, lingüísticas, religiosas e ideológicas, los humanos deben reconocerse como hermanos y hermanas y aceptarse en su diversidad.
8. La falta de comprensión entre los hombres los hace correr hacia un peligro fatal. Sin embargo, el hombre está igualmente amenazado en su ser biológico por el deterioro irreversible del ambiente, por el riesgo de manipulaciones genéticas, por los atentados contra la vida naciente, por la tortura que reina todavía gravemente en nuestros días. Nuestro amor al hombre nos debe infundir el valor de denunciar las concepciones que reducen al ser humano a una cosa que se puede manipular, humillar o eliminar arbitrariamente.
Asímismo el hombre sufre amenazas insidiosas en su ser moral, porque está sometido a corrientes hedonistas que le exasperan sus instintos y lo deslumbran con ilusiones de consumo indiscriminado. La opinión pública es manipulada por las sugerencias engañosas de la poderosa publicidad, cuyos valores unidimensionales debieran hacernos críticos y vigilantes.
Además, el hombre es humillado en nuestros días por sistemas económicos que explotan enteras colectividades. Por otra parte, el hombre es la víctima de ciertos regímenes políticos o ideológicos que aprisionan el alma de los pueblos. Como cristianos no podemos callar y debemos denunciar esta opresión cultural que impide a las personas y grupos étnicos ser ellos mismos en consonancia con su profunda vocación. Gracias a estos valores culturales, el hombre individual o colectivamente vive una vida verdaderamente humana y no se puede tolerar que se destruyan sus razones de vivir. La historia será severa con nuestra época en la medida en que ésta sofoque, corrompa y avasalle brutalmente las culturas en muchas regiones del mundo.
9. Es en este sentido que quise proclamar en la UNESCO, ante la Asamblea de todas las naciones, lo que me permito repetir hoy ante vosotros: "Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡Únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que revindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que atañen al hombre pertenecen a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto y a pesar de todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en particular (Discurso en la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 10; L'Osservatore Romano. Edición en Lengua Española, 15 de junio de 1980, pág. 12). Este mensaje es fundamental para hacer posible el trabajo de la Iglesia en el mundo actual. Por esto, al final de la Encíclica Redemptor Hominis escribí que "el hombre es y se hace siempre la vía de la vida cotidiana de la Iglesia" (n. 21). Sí, el hombre es el "camino de la Iglesia", pues sin este respeto al hombre y a su dignidad, ¿cómo podríamos anunciarle las palabras de la vida y verdad?
10. Por tanto, recordándonos estos dos principios de orientación -evangelización de las culturas y defensa del hombre- , el Consejo Pontificio para la Cultura realizará su propio trabajo. De una parte, se requiere que el evangelizador se familiarice con los ambientes socio-culturales en que debe anunciar la Palabra de Dios; cuanto más sea el mismo Evangelio fermento de cultura en la medida en la cual regocija al hombre en sus modos de pensar, de comportarse, de trabajar, de divertirse, es decir, en su especificidad cultural. De otra parte, nuestra fe nos da una confianza en el hombre -el hombre creado a imagen de Dios y rescatado por Cristo- que deseamos defenderlo y amarlo por él mismo, conscientes de que él no es hombre sino por su cultura, es decir, por su libertad de crecer integralmente y con todas sus capacidades específicas. Es difícil la tarea de ustedes, pero espléndida. Juntos deben contribuir a señalar los nuevos caminos del diálogo de la Iglesia con el mundo de nuestro tiempo. ¿Cómo hablar al corazón y a la inteligencia del hombre moderno para anunciarle la palabra salvífica? ¿Cómo lograr que nuestros contemporáneos sean más sensibles al valor peculiar de la persona humana, a la dignidad de cada individuo, a la riqueza escondida en cada cultura? La tarea de ustedes es grande, pues han de ayudar a la Iglesia a ser creadora de cultura en su relación con el mundo moderno. Seríamos infieles a nuestra misión de evangelizar, a las generaciones presentes si dejáramos a los cristianos en la incomprensión de las nuevas culturas. Seríamos igualmente infieles a la caridad que nos debe animar, si no viéramos dónde hoy el hombre está amenazado en su humanidad, y si no proclamáramos con nuestras palabras y nuestros gestos la necesidad de defender al hombre individual y colectivo, y librarlo de las opresiones que lo esclavizan y humillan.
11. En vuestro trabajo estáis invitados a colaborar con todos los hombres de buena voluntad. Descubriréis que el Espíritu del bien está misteriosamente en la acción de muchos contemporáneos nuestros, incluso en algunos que se confiesan sin religión alguna, pero buscan cumplir honestamente su vocación humana con valentía. Pensemos en tantos padres y madres de familia, en tantos educadores, estudiantes y obreros entregados a su tarea, en tantos hombres y mujeres dedicados a la causa de la paz, del bien común, de la justicia y de la cooperación internacionales. Pensemos tambiém en todos los investigadores que se consagran con constancia y rigor moral a sus trabajos útiles a la sociedad y en todos los artistas sedientos y creadores de belleza. No vaciléis en dialogar con todas estas personas de buena voluntad, de las cuales muchas esperan quizás secretamente el testimonio y el apoyo de la Iglesia para defender mejor e impulsar el progreso auténtico del hombre.
12. Os agradezco ardientemente que hayáis venido a trabajar con nosotros. En nombre de la Iglesia, el Papa cuenta mucho con vosotros, pues como lo dije en la carta con la cual cree vuestro Consejo "traerá regularmente a la Santa Sede la resonancia de las grandes aspiraciones culturales alrededor del mundo, profundazando las expectativas de las civilizaciones contemporáneas y explorando los caminos nuevos de diálogo cultural". Vuestro Consejo antes que todo, tendrá valor de testimonio. Debéis manifestar ante los cristianos y el mundo el profundo interés que la Iglesia tiene por el progreso de la cultura y por el diálogo fecundo de las culturas, como por su encuentro benéfico con el Evangelio. Vuestro papel no puede definirse de una vez por todas y "a priori"; la experiencia os enseñará los modos de acción más eficaces y más aptos para las circunstancias. Permaneced en relación periódica con la dirección ejecutiva del Consejo -que felicito y animo- compartiendo su actividad y sus investigaciones, proponed vuestras iniciativas e informad de vuestras experiencias. Evidentemente, lo que se pide al Consejo para la Cultura es ejercer su acción a modo de diálogo, de iniciación, de testimonio, de búsqueda. Es ésta una manera particularmente fecunda para la Iglesia, de estar presente en el mundo para revelar el mensaje nuevo de Cristo Redentor.
En las proximidades del Jubileo de la Redención, pido a Cristo os inspire y os asista para que vuestro trabajo sirva a su plan, a su obra de salvación. De todo corazón os agradezco de antemano vuestra cooperación, os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.