Actos inconvenientes o degradantes para nosotros mismos. III.

Cuanto menos están, los hombres ocupados en negocios propios, otro tanto quieren informarse de los ajenos.

El nuevo Galateo. Tratado completo de cortesanía en todas las circunstancias de la vida.

 

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Actos inconvenientes o degradantes.

Como el expresar maravilla tiene su origen en la ignorancia, claro está que el maravillarnos frecuentemente con motivo de accidentes comunes o de asuntos ordinarios arguye nuestra inexperiencia, y nos desacredita en la opinión de los demás. Los grandes fenómenos de la naturaleza y los inventos de las artes tienen derecho a maravillar aun a los más doctos, y se acreditaría de estúpido quien no los admirase; pero quedarse con tanta boca abierta en el teatro, ignorar el mecanismo de las máquinas más comunes, suponer magia en los juegos de manos, declarar imposibles las invenciones que nosotros desconocemos, suponer que los usos de otros países son iguales a los nuestros, rechazar todo lo que no es conforme con nuestras habituales ideas; estos y otros semejantes indicios prueban la pequeñez de nuestro espíritu.

El que prorrumpe en grandes exclamaciones a la vista de un traje, de un mueble, de una alhaja, dando a entender que nunca ha visto semejante cosa, nos atrae a la memoria aquel pobre Noruego que viendo por primera vez rosas se quedó estático al brillante aspecto que le presentabais, y no osó acercarse a ellas por temor de quemarse los dedos, y según decía no le era posible comprender como las plantas podían producir fuego.

Cuanto menos están, los hombres ocupados en negocios propios, otro tanto quieren informarse de los ajenos. De donde se sigue que la extensión y la exactitud de las noticias acerca de los sucesos de las personas con quienes no estamos unidos por vínculos especiales y que no debemos juzgar, ni dirigir, ni auxiliar, indican la pobreza de nuestro fondo ideal.

A la manera que la repetición del mismo sonido, aunque sea agradable, acaba por fastidiar; así la constante repetición del mismo gesto, movimiento, dicho, anécdota, relato, se nos hace desagradable y pesado. Puede sufrirse que una mujer cuya dentadura es mala se ría con los ojos; pero se hace ridícula la que afecta siempre el gesto que hace brillar la sortija que lleva en el dedo y que se baja y levanta y menea de continuo la cabeza para que veamos la pluma con que la ha adornado.

Damos pruebas de fragilidad de memoria y nos desacreditamos olvidando los nombres de las personas y de las cosas, importunando a los demás para que los digan por nosotros y atormentando su curiosidad con indicios indeterminados y vagos; omitiendo las necesarias, circunstancias de los hechos o bien confundiendo hechos diversos; contando mil veces las mismas cosas en presencia de las propias personas, defecto muy común en los viejos.

Se muestra la escasez de raciocinio y de sentido común deduciendo los sucesos futuros de casos accidentales y no de las leyes de la naturaleza, confiando en remedios ridículos, cediendo a prevenciones necias, juzgando a las personas por los nombres, por el traje, por la opinión, por el partido y no por el conjunto de sus acciones, y admirando coincidencias inconsecuentes.

Es tan cierto que el hombre se siente superior a los animales en la inteligencia y en los afectos, que cuando queremos despreciar o envilecer a una persona, le comparamos a uno de ellos. A despecho de esta superioridad el hombre tiene la máquina y las necesidades físicas. A medida que su superioridad crece se procura disminuir la apariencia de la indicada comunidad, y de aquí proviene que si el salvaje va desnudo y satisface todas sus necesidades en presencia de los demás, el hombre civilizado se viste aun en los países cálidos, y cuando puede hacerlo sin incomodidad se separa de la vista de los otros cuando cede a las exigencias de la naturaleza, a cuya inclinación concurre la idea o de ofender los sentidos ajenos con sensaciones nauseabundas, o de no indisponer la imaginación con la reminiscencia de ellas.

De aquí se sigue que hay acciones inocentes y necesarias y que no obstante quieren ser ocultas. El pudor, pues, está aprobado por la razón, y el mismo impudentísimo Diógenes lo llamaba el color de la virtud.