De los deberes para con la sociedad. Deberes para con nuestros semejantes
La benevolencia, que une los corazones con los dulces lazos de la amistad y la fraternidad, que establece las relaciones que forman la armonía social
Consideraciones domésticas y consideraciones sociales. Las personas generosas y benevolentes
Manual de Buenas Costumbres y Modales. Urbanidad y Buenas Maneras
Aquella urbanidad
No podríamos llenar cumplidamente el supremo deber de amar a Dios, sin amar también a los demás hombres, que son como nosotros criaturas suyas, descendientes de unos mismos padres y redimidos todos en una misma cruz; y este amor sublime, que torna el divino sentimiento de la caridad cristiana, es el fundamento de todos los deberes que tenemos para con nuestros semejantes, así como es la base de las más eminentes virtudes sociales.
La Providencia, que en sus altas miras ha querido estrechar a los hombres sobre la tierra, con fuertes vínculos que establezcan y fomenten la armonía que debe reinar en la gran familia humana, no ha permitido que sean felices en el aislamiento, ni que encuentren en él los medios de satisfacer sus más urgentes necesidades. Las condiciones indispensables de la existencia los reúnen en todas partes so pena de perecer a manos de las fieras, de la inclemencia o de las enfermedades; y donde quiera que se ve una reunión de seres humanos, desde las más suntuosas poblaciones hasta las humildes cabañas de las tribus salvajes, hay un espíritu de mutua benevolencia, de mutua consideración, de mutuo auxilio, más o menos desarrollado y perfecto, según es la influencia que en ellas han podido ejercer los sanos y civilizadores principios de la religión y de la verdadera filosofía.
Fácil es comprender todo lo que los demás hombres tienen derecho a esperar de nosotros, al sólo considerar cuán necesarios nos son ellos a cada paso para poder sobrellevar las miserias de la vida, contrarrestar los embates de la desgracia, ilustrar nuestro entendimiento y alcanzar, en fin, la felicidad, que es el sentimiento innato del corazón humano. Pero el hombre generoso, el hombre que obedece a las sagradas inspiraciones de la religión y de la filantropía, el que tiene la fortuna de haber nutrido su espíritu en las claras fuentes de la doctrina evangélica, siente en su corazón más nobles y elevados estímulos para amar a sus semejantes, para extenderles una mano amiga en sus conflictos, y aún para hacer sacrificios a su bienestar y a la mejora de su condición social.
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De aquí las grandes virtudes cívicas, de aquí el heroísmo, de aquí el martirio de esos santos varones, que en su misión apostólica han despreciado la vida por sacar a los hombres, de las tinieblas de la ignorancia y de la idolatría, atravesando los desiertos y penetrando en los bosques por en medio de los peligros y la muerte, sin más armas que las palabras de salvación, sin más aspiraciones que la gloria de Dios y el bien y la felicidad de sus semejantes.
La benevolencia, que une los corazones con los dulces lazos de la amistad y la fraternidad, que establece las relaciones que forman la armonía social, y ennoblece todos los estímulos que nacen de las diversas condiciones de la vida; y la beneficencia, que asemejando al hombre a su Creador, le inspira todos los sentimientos generosos que llevan el consuelo y la esperanza al seno mismo de la desgracia, y triunfan de los ímpetus brutales del odio y la venganza. he aquí los dos grandes deberes que tenemos para con nuestros semejantes, de los cuales emanan todas las demás prescripciones de la religión y la moral, que tienen por objeto conservar el orden, la paz y la concordia entre los hombres, como los únicos medios que pueden asegurarles la felicidad en su corta mansión sobre la tierra, y sembrarles de virtudes y merecimientos el estrecho camino de la vida futura.
Amar, respetar y honrar a nuestros semejantes
Digno es aquí de contemplarse cómo la soberana bondad que Dios ha querido manifestar en todas sus obras, ha encaminado estos deberes a nuestro propio bien, haciendo al mismo tiempo de ellos una fuente inagotable de los más puros y exquisitos placeres. Debemos amar a nuestros semejantes, respetarlos, honrarlos, tolerar y ocultar sus miserias y debilidades: debemos ayudarlos a ilustrar su entendimiento y a formar su corazón para la virtud: debemos socorrerlos en sus necesidades, perdonar sus ofensas, y en suma, proceder para con ellas de la misma manera que deseamos que ellos procedan para con nosotros.
Pero, ¿pueden acaso concebirse sensaciones más gratas, que aquellas que experimentamos en el ejercicio de estos deberes? Los actos de benevolencia derraman en el alma un copioso raudal de tranquilidad y de dulzura, que apagando el incendio de las pasiones, nos ahorra las heridas punzantes y atormentadoras de una conciencia impura, y nos prepara los innumerables goces con que nos brinda la benevolencia de los demás.
El hombre malévolo, el irrespetuoso, el que publica las ajenas flaquezas, el que cede fácilmente a los arranques de la ira, no sólo vive privado de tan gratas emociones y expuesto a cada paso a los furores de la venganza, sino que, devorado por los remordimientos, de que ningún mortal puede libertarse, por más que haya conseguido habituarse al mal, arrastra una existencia miserable, y lleva siempre en su interior todas las inquietudes y zozobras de esa guerra eterna que se establece entre el sentimiento del deber, que como emanación de Dios jamás se extingue, y el desorden de sus pasiones sublevadas, a cuya torpe influencia ha querido esclavizarse.
Hacer el bien a nuestros semejantes
¿Y cómo pudiéramos expresar dignamente las sublimes sensaciones de la beneficencia? Cuando tenemos la dicha de hacer bien a nuestros semejantes, cuando respetamos los fueros de la desgracia, cuando enjugamos las lágrimas del desvalido, cuando satisfacemos el hambre, o templamos la sed, o cubrimos la desnudez del infeliz que llega a nuestras puertas, cuando llevamos el consuelo al oscuro lecho del mendigo, cuando arrancamos una víctima al infortunio, nuestro corazón experimenta siempre un placer tan grande, tan intenso, tan indefinible, que no alcanzarían a explicarlo las más vehementes expresiones del sentimiento.
Es al autor de un beneficio al que está reservado comprender la naturaleza y extensión de los goces que produce; y si hay algún mortal que pueda leer en su frente y concebir sus emociones, es el desgraciado que lo recibe y ha podido medir en su dolor la grandeza del alma que le protege y le consuela.
Lo mismo debe decirse del deber soberanamente moral y cristiano de perdonar a nuestros enemigos, y de retribuirles sus ofensas con actos sinceros en que resplandezca aquel espíritu de amor magnánimo, de que tan alto ejemplo nos dejó el Salvador del mundo. Tan sólo el rendido, cuyo enemigo le alarga una mano generosa al caer a sus pies y el que en cambio de una injuria ha llegado a recibir un beneficio, pueden acaso comprender los goces sublimes que experimenta el alma noble que perdona; y bien pudiera decirse que aquel que todavía no ha perdonado a un enemigo, aun no conoce el mayor de los placeres de que puede disfrutar el hombre sobre la tierra.
El estado del alma, después que ha triunfado de los ímpetus del rencor y del odio y queda entregada a la dulce calma que restablece en ella el imperio de la caridad evangélica, nos representa el cielo despejado y sereno que se ofrece a nuestra vista, alegrando a los mortales y a la naturaleza entera, después de los horrores de la tempestad.
El hombre vengativo, lleva en sí mismo todos los gérmenes de la desesperación y la desgracia: en el corazón del hombre clemente y generoso reinan la paz y el contento, y nacen y fructifican todos los grandes sentimientos.
"La primera palestra de la virtud es el hogar paterno" ha dicho un célebre moralista; y esto nos indica cuán solícitos debemos ser por el bien y la honra de nuestra familia. El que en el seno de la vida doméstica, ama y protege a sus hermanos y demás parientes, y ve en ellos las personas que después de sus padres son las más dignas de sus respetos y atenciones, no puede menos que encontrar allanado y fácil el camino de las virtudes sociales, y hacerse apto para dar buenos ejemplos a sus hijos, y para regir dignamente la familia a cuya cabeza le coloquen sus futuros destinos.
El que sabe guardar las consideraciones domésticas, guardará mejor las consideraciones sociales; pues la sociedad no es otra cosa que una ampliación de la propia familia. ¡Y bien desgraciada debe ser la suerte de aquel que desconozca la especialidad de estos deberes!, porque los extraños, no pudiendo esperar nada del que ninguna preferencia concede a los suyos, le mirarán como indigno de su estimación, y llevará una vida errante y solitaria en medio de los mismos hombres.
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Y si tan sublimes son estos deberes cuando los ejercemos sin menoscabo de nuestra hacienda, de nuestra tranquilidad, y sin comprometer nuestra existencia, ¿a cuánta altura no se elevará el corazón del hombre que por el bien de sus semejantes arriesga su fortuna, sus comodidades y su vida misma? Estos son los grandes hechos que proclama la historia de todas las naciones y de todos los tiempos, como los timbres gloriosos de aquellos héroes sin mancha a quienes consagra el título imperecedero de bienhechores de la humanidad; y es en su abnegación y en su ardiente amor a los hombres, donde se refleja aquel amor incomparable que condujo al divino Redentor a morir en los horrores del más bárbaro suplicio.
Busquemos, pues, en la caridad cristiana la fuente de todas las virtudes sociales: pensemos siempre que no es posible amar a Dios sin amar también al hombre, que es su criatura predilecta, y que la perfección de este amor está en la beneficencia y en el perdón a nuestros enemigos; y veamos en la práctica de estos deberes, no sólo el cumplimiento de mandato divino, sino el más poderoso medio de conservar el orden de las sociedades, encaminándola a los altos fines de la creación, y de alcanzar la tranquilidad y la dicha que nos es dado gozar en es mundo.
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