Las buenas maneras
De pequeños nos repiten a diario que lo importante es tener buenas maneras...
Las buenas maneras
Un equilibrio en el uso de las buenas maneras
De pequeños nos repiten a diario que lo importante es tener buenas maneras, y en Inglaterra esta obsesión la expresa muy bien un personaje de Oscar Wilde al aconsejar a otro: "Las maneras son más importantes que la moral". Hay, sin duda, unas buenas maneras básicas comunes a casi todos los países de Occidente, pero los flecos varían sorprendentemente de un lado a otro de cada frontera.
En Alemania, por ejemplo, lo cortés es que el hombre vaya delante de la mujer, mientras que en Europa Occidental ocurre precisamente lo contrario; en Europa eructar en la comida es una grosería, y en Turquía. en cambio, es una manera muy fina de apreciar la calidad de la comida que recibe uno del dueño de la casa.
Cuando las maneras acaban dominándole a uno se vuelve uno amanerado, y si no se vuelve debiera volverse, de modo que no empiece el lector a tirar de diccionario porque a mí eso no me achanta. La falta total de maneras, en cambio, es un vacío fácil de llenar. Por ejemplo, cuando me fui yo a Inglaterra hace más de veinte años mis maneras inglesas eran cero y ahora en cambio me están creando problemas en España, donde, por ejemplo, llegar con puntualidad a las citas se considera extraño, cuando no ordinario, y no elogiar la comida al ama de la casa donde ha sido uno invitado, que en Inglaterra es lo fino, porque elogiarla supone la posibilidad de que en esa casa se coma mal, es aquí una falta de buenas maneras.
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El colmo de la buena educación se lo oí yo una vez a un amigo mío, industrial él, que en cierta ocasión tuvo que explicar a un empleado suyo, indignado, que quería saber por qué le habían dado a todo el mundo la paga extraordinaria del dieciocho de julio menos a él: "Es que usted, de todos los empleados", le explicó mi amigo, "es el único rojo y pensé que tal vez le ofendería si se la diese". Es lo que dice mi amigo ahora, que hay gente sin matices y capaz de lo que sea por dinero.
Yo, personalmente, nunca me sentí tan finamente tratado como una vez, en Tel Aviv. Una familia israelí amiga mía me invitó a comer y, como no soy judío, pues sirvieron cerdo en la comida para que no me sintiera incómodo. Lo malo es que de los ocho comensales que éramos el único que no pudo comerlo fui yo, porque no me gusta el cerdo. En Israel, dicho sea de paso, comer cerdo en público se considera progre y echado para adelante, algo así como entre nosotros comer públicamente pescado en plena Cuaresma.