Razones y pretextos. El arte de agradar
Hay muchas personas que se creen hábiles y que a cada momento desean y buscan ocasiones para lucir su habilidad imaginativa
Los pretextos y las excusas, ¿falta de respeto a las convenciones sociales?
Aquella urbanidad
Entre el pretexto y la razón hay las mismas diferencias que entre una moneda de ley y una moneda falsa. La razón es la verdad; el pretexto es siempre una mentira acuñada con troquel de verdad supuesta.
Los mismos motivos de honradez que nos prohíben ser monederos falsos deben ser bastantes para prohibirnos el uso y el abuso de los pretextos.
Además, ¿se consigue engañar a alguien con un pretexto? ¿Acaso no se advierte, bajo el barniz cortés de la excusa y bajo el antifaz de la fingida razón, el móvil que determinó la manera de proceder o la causa que dictó nuestras palabras?
Sentado esto, hay que convenir en que, aun cuando por deberes de educación y por respeto a las conveniencias sociales se admitan como buenas razones lo que son malas disculpas, siempre tal admisión no rebasa de los límites de la apariencia, pues en el fondo queda la convicción de que se trató de engañar fingiendo y faltando a la sinceridad.
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Hay muchas personas que se creen hábiles y que a cada momento desean y buscan ocasiones para lucir su habilidad imaginativa.
Para tales casos tienen un verdadero almacén de pretextos, más o menos originales y variados, y a él acuden, lo mismo cuando se trata de asunto transcendental y grave que cuando se trata de cuestión baladí y de escasa transcendencia.
El objeto es lucir la inventiva y evitarse un trabajo, una molestia o el cumplimiento de un deber. Para lograrlo ¡hay tan excelentes excusas!
Y si no lo son, lo parecen.
Mas como quiera que el gastar moneda falsa resulta baratísimo, tales expendedores llegan al derroche, y de una vez, sin parar mientes en la importancia del caso, ofrecen un buen puñado de disculpas.
Esta multiplicidad de ficticias razones es ya suficiente para despertar la desconfianza y para poner en guardia al más crédulo, que, a poco esfuerzo, verá claramente que lo que se pretende con tal lujo de excusas es encubrir la carencia de la verdad real y positiva.
Para rehusar una invitación, para explicar por qué se faltó a una cita, es corriente oir decir: "Tengo o he tenido una jaqueca horrorosa; aguardo o he recibido una visita, referente a negocio imposible de aplazar; acaban de darme la noticia de que se encuentra gravemente enfermo tal pariente o cual antigua amiga, etcétera"; y así, por este orden, siguen ensartando frases y más frases, para excusar un solo hecho, que estaría razonablemente excusado con que fuese cierta una de esas disculpas.
El defecto de pretextar lo vemos en todas las edades y en todos los sexos, ya como recurso utilizado con moderación, ya como costumbre inveterada.
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Así, los niños encuentran cómodo y llano fingir una enfermedad para no asistir al colegio y para dejar de estudiar las lecciones.
En tales casos, antes de que lleguen a habituarse con el empleo de estos procedimientos, conviene poner correctivo, haciéndoles ver la falsedad de sus afirmaciones y señalándoles que lo cierto es no la enfermedad y sí su falta de laboriosidad y su sobra de pereza.
La pereza es, en la mayoría de las personas, la causa determinante que las mueve a discurrir y a fantasear pretextos que les emancipen de una ocupación o trabajo regular. Si a tiempo no se matan estos gérmenes, es muy fácil que en su desarrollo den por resultado la holganza crónica y sistemática.
Hay señora que forzosa y necesariamente ha de salir todos los días a hacer visitas o a pasear, aun cuando para ello abandone los cuidados domésticos.
Oiganla ustedes, y les dirá que no lo hace por gusto ni por capricho, ¡nada de eso! Lo hace por mandato de médico, por atender al restablecimiento de su salud.
Hay también señora que no puede moverse de la butaca, ni hacer labor alguna, por culpa de los mareos y de los intensos dolores de cabeza que le acometen.
Pero a poco que se observe, se notará la extraña intermitencia con que se presentan esas molestias. Para salir, para ir al teatro, para leer un libro agradable, no son obstáculo los padecimientos. En cambio lo son para aquello que no es recreo y sí trabajo.
Hay, en fin, quien, desplegando extraordinaria potencia imaginativa, logra presentar las cuestiones en aspectos que le permiten hacer alarde de superioridad de carácter o de exquisita delicadeza de sentimientos. A este género pertenecen las personas que rehusan aceptar una ocupación, diciendo que la creen muy inferior a sus aptitudes o afirmando que la rehusan por no herir la suspicacia de otra, que podría ofenderse ante competencia innecesaria.
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La falta de memoria es recurso inagotable. Recomendación que deja de hacerse, carta que no llega a escribirse, advertencia que no se quiso tomar en cuenta, tienen pronta exculpación en la mala memoria. ¡Picaras distracciones, que sólo ocurren en daño ajeno y en beneficio propio!
Las que para todo acuden al pretexto, fíjense en la complicación que con ello introducen en su existencia y en la falta de caridad y de tolerancia que tal conducta revela.
No asistir a reunión modesta, no recibir visitas enojosas de parientes pobres o de antiguos amigos, acusa intolerancia para los defectos del prójimo y orgullo desmedido.
La vida no es una fiesta. Antes de mentir para ahorrarse un rato de fastidio es preferible afrontar el enojo de la reunión o de la visita poco grata. Antes que engañar, es más noble y más generoso sacrificar algo de comodidad para favorecer al que demanda nuestro favor.
Y antes de arriesgarse a que se descubra lo artificioso de tal sistema, es infinitamente más bueno y más honrado renunciar a la moneda falsa del pretexto y gastar siempre el oro de ley de la sinceridad.