Tarde octava. Hacer daño a los animales es señal de mal corazón.
Si no es un deber moral el no hacer daño a los animales, al menos es un deber sentimental.
El Padre. - Esta tarde, hijos míos, acabaremos la parte que corresponde a la moral, y os haré ver que no se debe tratar mal a los animales.
Jacobito. - ¿Es también eso parte de la moral humana?
El Padre. - No, hijo mío; se puede ser hombre de bien, y pegar a su perro sin motivo; pero entonces se da una prueba de tener poca sensibilidad. Los animales están organizados como nosotros, tienen sus placeres y sus penas, y nosotros podemos hacerlos felices o desgraciados.
Emilio. - Así es, papá, que cuando doy a Pinto pan, o le hago fiestas, veo que se alegra y quiere jugar conmigo; cuando algún muchacho le pega, se queja como una persona, y está triste.
El Padre. - Por esto mismo, si no es un deber moral el no hacer daño a los animales, al menos es un deber sentimental. Por otra parte ¿qué bien puede resultar de haber hecho sufrir a un pobre animal, que se halla enteramente a nuestra disposición? El que se habitúa en su infancia a atormentar a los animales, y se complace en oir sus gritos, se acostumbra insensiblemente a ser después cruel con los hombres. Los Espartanos estaban tan convencidos de esto, que, habiendo sido acusado un muchacho de divertirse en sacar los ojos a los pájaros, fue condenado a muerte por los magistrados, porque creyeron observar en él un ser peligroso que convenía fuese destruido cuanto antes.
Efectivamente, es menester tener cierta inclinación a la ferocidad para divertirse en hacer sufrir a un ser sensible. Aquí, en este libro que he traido conmigo esta tarde, podrá leer Jacobito un pasaje que me parece os enternecerá; tómalo, lee despacio.
Jacobito lee lo que sigue:
"En el camino que conduce de Morges a Iverdun, adonde yo iba a una fiesta, encontré un hombre cuyo traje, según pude divisar con los primeros albores de la mañana, publicaba su pobreza, de la cual apartan la vista muchos hombres, por no caer en la tentación de hacer una obra buena, y que otros muchos desprecian, porque no saben descubrir el mérito que muchas veces se oculta debajo de ella.
La cara de este hombre me previno a favor suyo; un carnero le seguía.
- Buen amigo, le dije yo, ¿viene V. de Morges?
- Sí, señor, yo era allí carnicero.
- Y ¿por qué razón se va V. a otra parte?
- ¡Ah señor! este carnero...
Tal principio avivó mi curiosidad; y le rogué que me contase su historia, lo cual hizo del modo siguiente:
He nacido de padres pobres, y contra mi inclinación me obligaron a abrazar la profesión de carnicero. Como de seis hermanos que éramos nadie había desobedecido jamás las órdenes de mi padre, yo no quería ser el primero. En tanto que vivió mi padre cumplí exactamente con mi deber, y siempre le hubiera cumplido a no haber mi amo exigido demasiado de mí. En el rebaño que yo guardaba, cobré cariño a un carnero, y él también me quería. (Al llegar aquí dio dos palmaditas sobre la espalda del animal que conducía, como queriendo decir: este es. El carnero levantó benignamente la cabeza para mirar a su dueño, y le lamió las manos de modo que parecía decir yo soy).
Seguíame a todas partes, y me servia de amigo; dábale la mitad del pan, y hallaba yo más gusto en ello que en comérmelo; el pobre animal era tan bueno, que creo que también V. hubiera hecho lo mismo. Así es que cuando era menester conducir alguna res al matadero, jamás le escogía yo para matarle.
Poco a poco el rebaño fue disminuyendo, hasta que a pesar de mis ruegos mi amo quiso obligarme a matar mi carnero. Traté de obedecerle, pero siempre que acercaba el cuchillo al cuello, el pobre animal me miraba con cierto aire... Parecía echarme en rostro mi crueldad, después me lamia; saltáronme las lágrimas, y el cuchillo se me cayó de las manos.
Últimamente, dije a mi amo que antes me degollarían a mí, que obligarme a cometer semejante asesinato, irritóse al oír esto, me trató de tunante, miserable... Tal vez yo no obraba bien, pero era llevado del cariño que tenia al animalito. Mi amo me despidió. Con el dinero que había ganado tuve bastante para comprar mi carnero. Soy bien pobre (añadió él acariciándole), pero no me quejo de tí; partiré contigo el pan de mi escaso alimento". (Extracto del libro, "El Viajero Sentimental", de Vernes de Ginebra.)
Emilio. - ¡Qué historia tan bonita! Debían leerla todos los hombres crueles que matan a los pobres animales.
El Padre. - Modera, hijo mío, tu exceso de sensibilidad. Es menester abstenerse de hacer mal ninguno a los animales; pero cuando se trata de satisfacer nuestras necesidades, no hay crueldad en matarlos; la misma naturaleza lo autoriza. Mas si estamos obligados para mantenernos a matar al buey, al pavo, al cerdo y a otros mil inocentes animales, debemos abstenernos de hacerlos sufrir inútilmente. En Inglaterra hay una ley que prohibe maltratar sin motivo a los animales, cargar a los caballos más de lo que buenamente pueden tirar; esta ley es digna de hombres filantrópicos e ilustrados (Nota 1).
Dios nos ha dado la preeminencia sobre todos los seres que habitan en la tierra con nosotros; ha hecho que nuestra existencia dependa, hasta cierto punto, de la muerte de una multitud de criaturas; pero también ha puesto en nuestros corazones la sensibilidad, que nos prohibe abusemos de este derecho. Aquel sobre quien no tiene poder la sensibilidad, aquel que desprecia la voz de la naturaleza, que habla a su corazón para mandarle que sea humano, aun cuando la necesidad le obligue a la inhumanidad, se obra contra la voluntad del Autor de la naturaleza. No puede ser inocente del todo, no puede estar satisfecho de su brutalidad; y si su conciencia le condena, es culpable.
Esto es, hijos mios, todo lo que se me ofrece deciros acerca de la moral. Ya sabéis cuáles son las bases fundamentales de ella. Mañana hablaremos de la virtud. Ahora id a jugar un rato.
(Nota 1) M. Ricardo Martin, miembro del parlamento inglés de Galway, en Irlanda, hombre generoso y lleno de humanidad, habiendo observado el excesivo rigor con que muchas personas trataban a los animales, propuso un bill, o ley, que pasó en las dos cámaras, por la cual se autoriza a los magistrados, para que puedan castigar a los que sin motivo plausible maltrataban a los animales domésticos. El mismo caballero, llevado de un celo filantrópico, envia personas de toda su confianza a los mercaderes de ganado, a observar, si tratan brutalmente a los bueyes, caballos, etc., y suele presentarse en los tribunales de policía a delatar a los que infringen la ley. Algunas veces ha pagado él de su bolsillo la multa en que ha sido condenado algún cochero. Su objeto no es que se castigue, sino que se observe la ley, y que el pueblo sepa que está obligado a observarla. ¡Feliz la nación donde hay ciudadanos tan celosos, y donde aun los animales mismos están protegidos de los insultos y malos tratamientos de la canalla!