El incidente del embajador francés en Valladolid
Poco antes de morir Felipe II, había concertado la paz con la nación vecina, valiéndose de la difícil situación porque atravesaba Enrique de Borbón...
Incidente entre Francia y España. El papel del embajador
De las relaciones políticas entre las naciones, uno de los puestos más interesantes por su dificultad e importancia es el de los representantes diplomáticos; importancia que se hace mayor al remontarnos en la historia, cuando la lentitud y las malas comunicaciones imponían al embajador en una corte extranjera la responsabilidad de decidir, en muchos casos según criterio propio, dentro de una libertad de acción extraordinaria y en la posibilidad, por lo tanto, de errar la trama pretendida por su soberano. Era, pues, necesario que los embajadores respondieran a una mentalidad amplia, aguda, y a un alto sentido de responsabilidad y conocimiento.
Por otra parte, y a pesar de ese embrión de derecho internacional encargado de ampararlos de bastantes desafueros, no estaban bien defendidos de los odios, entonces más ingenuos y menos solapados, de las ciudades en que se veían obligados a residir. Desde el momento que fijaron su sede de manera permanente en la corte de los reyes, los incidentes menudean en número y calidad, siendo las consecuencias de mayor o menor importancia en relación directa al grado de enemistad de los soberanos. No hay duda de que las consecuencias, en el siglo XVII, de uno de estos incidentes podían alcanzar cierta gravedad; hasta el punto de ser cualquiera de ellos, aun en la nimiedad que le concederíamos hoy en día, lo que nos ayude a descifrar y comprender la política de dos naciones antagonistas por aquellos mismos años.
Me refiero a España y Francia en los comienzos de dicho siglo XVII. Poco antes de morir Felipe II , había concertado la paz con la nación vecina, valiéndose de la difícil situación porque atravesaba Enrique de Borbón y a despecho de abdicar de una línea de conducta seguida hasta entonces. Hecha realidad, el tratado fue firmado en Vervins el 2 de mayo de 1598, en general ventajoso para el francés. Es probable que Felipe II, entre otros motivos, hiciera tales concesiones en el intento de que su hijo lograra una amistad con Francia, indispensable ante la guerra con Inglaterra, por ver de sofocar la sublevación de los Países Bajos. Pero desde que Felipe III había subido al trono, y carente de todo sentido de responsabilidad, dejado el poder en manos de su favorito el Duque de Lerma , los rozamientos con la antigua rival resucitada eran demasiado frecuentes, y la causa más pequeña imponía una serie de complicaciones diplomáticas complejas y difíciles de desenredar.
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El principal móvil del rey, guiado por Lerma, era acabar cuanto antes con la guerra de Flandes ; sangría inquietante en hombres y dinero cuando a España le eran tan precisas ambas cosas para defenderse del apretado cerco que le oponían sus enemigos. Y era aquí donde el hábil Enrique IV , con sus ayudas incesantes a los "rebeldes de las Islas", le buscaba mayores dificultades; al fin y al cabo una guerra encubierta, pues, mientras estabilizaba su posición interna, lograba que España continuara su alarmante desgaste.
Muy diferentes eran las concepciones políticas de ambos Estados; España se empeñaba en mantener su tradición medieval y, anquilosada en patrones rígidos, se veía expuesta a los embates de un hombre que, precisamente por ser un hombre como los demás, supo a su modo encauzar el problema de levantar a Francia hundiendo a los Habsburgo: Enrique de Borbón. Si nos le imaginamos por encima de las circunstancias que le imprimieron fuertemente su sello, forzándole a mil titubeos, y calamos hasta el fondo para encontrar la causa de su acción, como un lastre remoto y muy efectivo de su formación a través de la vida política francesa del siglo XVI, podríamos acaso dibujar su propósito de asegurar el equilibrio europeo, reservándose la misión de vigilar el fiel de la balanza. Para ello sería preciso reducir los desmesurados acrecentamientos de la casa de Austria y proteger a los Estados débiles, encontrando Francia en ellos el valioso poder de una mayoría que España pedía en vano el perder vigencia su antigua "verdad". Enrique IV hizo de la lucha religiosa una lucha nacional -el triunfo de los "políticos" del siglo XVI- al reducir las guerras civiles del interior a guerras exteriores del Estado (Mercier de Lacomb, Ch.; "Henri IV et sa politique, París 1863, págs. 170-71), extravertiendo del reino las energías y ambiciones acumuladas en tan largo período de anarquía. Aquello no se hizo en un momento, aunque los doce años que van de Vervins a su trágica muerte sean una síntesis de lo que habría de ser la política a seguir por Francia en el siglo XVII.
En cuanto a España, el intento renovador en política exterior del Duque de Lerma, no conduciría a ningún resultado positivo, y con él se iniciaría la bajada vertiginosa, a lo largo del siglo, de una decadencia ya patente para quienes podemos ver la historia desde una perspectiva alejada. Comprendió Lerma que a España le era imposible sostener las grandes dilapidaciones de una política de agresión e iniciativa, y procuró escudarse en la consecución y mantenimiento de una paz a toda costa, aún de la misma reputación, cuando ésta suponía el principal apoyo de la hegemonía española en el continente. Era negarse la posibilidad de un triunfo, en su pretensión de solucionar lo insoluble, si los patrones seguían siendo los mismos y sólo se cambiaba la acción en último extremo, significando en aquellos momentos un peligroso anuncio de debilidad, cuando menos necesario era.
Respecto a Francia, el temido enemigo de siempre que renacía a la lucha, oponiendo la concepción nueva de un mundo materialista al otro estilo de modernidad, vinculado a la herencia medieval cristiana, que representaba España, Lerma buscó de crearle en su suelo las turbulencias precisas para impedir la concentración de su poderío hacia el exterior. Aprovechó para ello la ambición de una nobleza corrompida en tantos años de anarquía y pronta a venderse, en traición, a una idea de patria nueva que levantaba Enrique IV apoyado en la burguesía.
En los principios del siglo que comenzaba, a ninguna de las dos coronas le convenía romper abiertamente la guerra, aunque indefectiblemente habría de llegar algún día; pero también existían muchas ideas deseosas de un acercamiento mutuo y de una verdadera amistad. Ideas que habían necesariamente de concretarse en la labor diplomática de sus embajadores respectivos y cuya imagen más representativa lo podemos encontrar en el viejo diplomático que Felipe III envió a París, Juan Bautista de Taxis que, con un conocimiento exacto de la situación, esperaba medios para limar las asperezas que día a día se presentaban; una labor digna de alabanza y muy propia del puesto que ocupaba. Por desgracia no sucedía lo mismo por parte de Francia; el nuevo embajador Antoine de Silly conde de La Rochepot, como los hechos demostrarían en seguida, era el menos indicado para tan espinoso y delicado cargo. Caballero principal de la Orden del Espíritu Santo y Gobernador que había sido de Anjou, pertenecía a la nueva escuela política francesa; además de su misión de embajador ordinario, traería a España la de extraordinario en la ratificación del juramento a la paz de Vervins que estaba obligado a prestar el nuevo rey (París, 12 de Septiembre de 1599; Taxis a Felipe III; Archivo General de Simancas, K 1602).
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