Protesta del Cardenal Secretario de Estado a los Gabinetes extranjeros. II.

Protesta que el Cardenal, Secretario de Estado, dirigió a los Gabinetes extranjeros, el 11 de Setiembre de 1882, con motivo de un pleito entablado contra Monseñor Mayordomo de Su Santidad.

Guía de Protocolo Diplomático.

 

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En cuanto a impedir el curso de la Justicia, es una aserción tan injuriosa al Procurador de Monseñor Mayordomo, como mal fundada en derecho la fórmula en la que quisieron los Magistrados resumir el concepto de la excepción; es decir, en la absurda pretensión de que la 'administración de Justicia no puede, ni aun debe, en caso alguno, ni por privilegio local, quedar completamente paralizada en Italia'. Porque no se ha discutido ni se discute la administración de Justicia, sino en nombre de quién se debe administrar.

La Santa Sede desea mucho más que el Gobierno italiano que la Justicia tenga pleno y libre curso, y para esto estableció Comisiones Prelaticias especiales, para poder conocer y decidir, según derecho, las cuestiones palatinas. Cuan grande es la justicia y la equidad de los Rectores de la Casa Pontificia, lo demuestra altamente esta misma controversia: han transcurrido doce años desde la ocupación de Roma, y no obstante las poderosas y constantes excitaciones a la defección y a la querella, sólo una causa se ha promovido contra ellos, y esta ha sido rechazada en mérito por los Tribunales locales.

Cuanto hasta aquí se ha razonado, adquiere una confirmación validísima en la génesis histórica de la situación actual del Pontífice. Ocupada Roma el 20 de Setiembre de 1870, los invasores respetaron todo el recinto del Vaticano, donde el Santo Padre, encerrado con sus Guardias y con sus Ministros, rodeado del amor y de la fe de sus súbditos, continuó enciendo aquella suma de derechos de que se encontraba revestido antes de aquel día; y como en derecho no ha dejado jamás de ser Soberano de Roma y de todos los Estados de la Iglesia, de hecho y de derecho continúa siéndolo en el recinto del Vaticano, respetado por espacio de doce años.

Efectivamente, no sólo ningún agente del Gobierno ha osado jamás penetrar en él, sino que el mantenimiento del orden, la dependencia gerárgica y los actos principales de la vida civil, fueron siempre dirigidos por las Autoridades palatinas, con exclusión de toda ingerencia extraña. EL sistema de extradición se ha practicado siempre pacíficamente, como se observa comunmente entre Estado y Estado; y en caso de delitos comunes perpetrados en el interior, se ha instruido siempre la causa por el correspondiente Tribunal Palatino, al que está reservado el derecho de juzgar el crimen y ordenar el arresto, la expulsión o la extradición del reo.

Para sostener, pues, la extraña pretensión de los Magistrados de Roma, es necesario negar una serie uniforme de hechos públicos y solemnes, que entran en el dominio de la historia política contemporánea, y desconocer los principios elementales del derecho internacional que proscribe que no pueden ejercerse actos de jurisdicción, sino precede la ocupación del territorio. Ahora bien, es incontestable que el Palacio Apostólico del Vaticano no ha sido nunca ocupado, que a sus puertas se detuvieron las armas invasoras, no por buena voluntad del Gobierno, sino ante la resistencia armada, la protesta del Príncipe legítimo, el veto de la Europa entera, y sobre todo la temida amenaza de la marcha del Pontífice, que hubiera comprometido, como la comprometería todavía hoy, la existencia del joven reino.

Todo el mundo sabe cuan grande fue la indignación despertada en el ánimo de los católicos por la violenta ocupación de Roma. Sin recordar los miles y miles de mensajes, protestas y peregrinaciones, basta leer el libro verde distribuido por el Gobierno a las Cámaras el 19 de Diciembre de 1870, para ver como la agitación que se propagaba tan rápidamente, había llegado a preocupar a todas las potencias de Europa. Ahora bien, ¿cuál hubiera sido la impresión de los pueblos si el Papa, desterrado y despojado contra todo derecho, contra la fe de los tratados, se hubiera presentado sobre la tierra ensangrentada de San Luis o en medio de sus hijos católicos de la victoriosa Alemania? Por esto, el mismo Ministro de Negocios extranjeros, en un documento diplomático calificó de buena inspiración la resolución tomada por el Padre Santo de quedarse en Roma, y para tranquilizar las conciencias y las crecientes preocupaciones, se apresuró, por medio de sus agentes, con declaraciones solemnes, a dar las más amplias promesas sobre la independencia, la seguridad y la dignidad del Pontífice.

Pocos días después del llamado plebiscito de las poblaciones romanan, dirigió una circular a sus agentes diplomáticos, el 18 de Octubre de 1870, manifestando que el deber del nuevo reino era el de 'appliquer l'idee du droit dans son acception la plus large et la plus élevée aux rapports de l'Eglise et de l'Elat', y asumía el empeño solemne ante los católicos y ante todo el mundo civilizado, de conservar intacta al Papa, su gran posición religiosa, política y social.

La manera de mantener estas promesas, es establecer en derecho las decantadas garantías, que bajo mentidas apariencias de soberanía, esconden la opresión y la vejación; y para aliviar los gravísimos daños sufridos por la Religión y por la Iglesia en Italia, no ha habido en estos doce años un insulto que no haya sido lanzado impunemente contra la augusta persona del Santo Padre, designado continuamente a las iras populares como el enemigo de la patria; las cenizas mismas del glorioso Pío IX no han sido respetadas, y aquellas salvajes escenas, que produjeron la mayor indignación en el mundo civilizado, se han calificado en un documento diplomático, de generoso patriotismo.

En medio de este cúmulo de violencias y de ofensas, la residencia Pontificia había sido respetada hasta ahora, y el Gobierno no había osado proclamar la absurda pretensión de ejercer jurisdicción en un territorio poseído siempre pacíficamente por su legítimo Príncipe, a quien él mismo había reconocido solemnemente la extraterritorialidad. Hoy, por la primera vez, los Tribunales de Roma se permiten juzgar a los Ministros del Santo Padre por actos ejecutados en Su nombre en el recinto del Vaticano; y por la vez primera, en una causa que hiere las inmunidades del Pontífice, la autoridad judicial no vacila en proclamar la máxima de que ante el Estatuto, no existen en Italia excepciones de tiempo, de lugar y de persona.

De todo esto resulta una grave ofensa, no solamente para los Ministros, sino también para la misma Sagrada Persona del Santo Padre, por resultar considerado como un súbdito del Rey, sujeto a los tribunales comunes, quien como Él, es por institución divina el moderador de las conciencias, el legislador universal en el orden moral y religioso, el intérprete auténtico del derecho natural y divino, a quien todas la leyes reconocen superior a toda jurisdicción, y por esto inviolable e indiscutible. Además, la situación del Santo Padre se hace sumamente difícil en el interior mismo de Su residencia, por creársele así crecidos obstáculos para proveer a la buena marcha de la administración; sin la necesaria autonomía; y para mantener, ante la ingerencia de tribunales extraños, instituidos por un Gobierno hostil, el orden jerárquico de los dependientes y la severa disciplina de los militares.

Finalmente, violando la inmunidad de los Palacios Apostólicos se ha abierto una brecha moral en los muros del Vaticano; y con la enunciada extensión del derecho común, se prepara su invasión.

En vista de estas consecuencias, que resultan lógicamente de la sentencia del 16 de Agosto, el infrascrito, Cardenal Secretario de Estado, obedeciendo las órdenes expresas de Su Santidad, denuncia esta nueva serie de ofensas, que viene a agravar la posición tan triste y penosa de la Sede Apostólica; protesta contra la violación de Sus inmunidades y de Sus derechos Soberanos, haciendo responsable al Gobierno de todas las consecuencias que puedan resultar de un estado de cosas que cada dia se hace más intolerable.

En cuanto al juicio que atañe particularmente al infrascrito, ha decidido no constituir Procurador cerca del Tribunal, no ya porque entienda rehuir una discusión jurídica, sino porque se lo prohiben las máximas proclamadas por los jueces sobre la competencia, y el decoro de su alta representación.

Por último, el infrascrito, ruega a V.E. que tenga a bien informar de todo esto a su Gobierno, y aprovecha esta ocasión para reiterar las seguridades de su alta consideración.

Palacio del Vaticano, 11 de Setiembre de 1882 (firmado). L. CARD. JACOBINI. Señor Embajador de ...