Protesta del Cardenal Secretario de Estado a los Gabinetes extranjeros. I.

Protesta que el Cardenal, Secretario de Estado, dirigió a los Gabinetes extranjeros, el 11 de Setiembre de 1882, con motivo de un pleito entablado contra Monseñor Mayordomo de Su Santidad.

Guía de Protocolo Diplomático.

 

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El Consejo de Estado del Reino de Italia reunido en pleno, consultado al efecto por el Ministro del Interior, decidió que la Ley de Garantías era constitucional y orgánica, porque sirve de norma al derecho público eclesiástico del Estado.

A pesar de esto, el Gobierno italiano, para evitar las complicaciones que le hubiera suscitado la aplicación de la Ley de Garantías, tanto al fallecimiento de Pío IX, como a la proclamación de León XIII (ver Título I, art. 1º y 3º), se limitó a mantener el orden público y defender la independencia del Cónclave; no dándose por entendido oflcialmente, ni de la muerte del Pontífice, ni de la exaltación de su Sucesor al Solio pontificio, bajo el pretexto de que la Santa Sede no le había notificado en forma oficial, ninguno de estos acontecimientos.

Sin embargo, envió tropas para custodiar los alrededores del Vaticano, y procuró que el orden no se turbase un solo instante, coadyuvando, siempre extraoficialmente, a las autoridades eclesiásticas, que por su parte, como la Santa Sede ha rechazado siempre el reconocer la Ley de Garantías, como todos los actos del Gobierno italiano desde 1860 hasta nuestros dias, tienen que valerse de un modas vivendi extralegal, para cuanto se relaciona con los actos legales fuera del recinto de los Palacios apostólicos.

Para dar una idea que refleje lo mejor que sea posible el estado de las relaciones que mantiene el Vaticano con el Gobierno italiano, damos a continuación una copia traducida de la Protesta que el Cardenal, Secretario de Estado, dirigió a los Gabinetes extranjeros, el 11 de Setiembre de 1882, con motivo de un pleito entablado contra Monseñor Mayordomo de Su Santidad, en el que se citó a comparecer al mismo Cardenal Secretario de Estado.

Esta protesta indica también el propósito que tenía la Santa Sede entonces, de establecer un Estado dentro del recinto del Vaticano; y el juicio que le merecía y merece no sólo la Ley de Garantías, sino también la interpretación que a la misma suele dar el Gabinete de Roma.

Decía así:

"En el juicio promovido contra Monseñor Mayordomo de Su Santidad y Prefecto de los Sagrados Palacios Apostólicos, a que se refiere la Circular de la Secretaría de Estado, número 49.780, el Tribunal civil y correccional de Roma, el 19 de Agosto último ha dictado la sentencia adjunta, con la cual, contra la excepción opuesta por el Procurador del prevenido, declara su propia competencia y rechaza la instancia en mérito por graves presunciones y por falta de pruebas.

No es este el lugar de examinar las razones sobre las que funda el Tribunal su propia competencia, porque éstas se reducen en sustancia a la aplicación de la Ley llamada de Garantías, que ha sido repetidas veces rechazada y estigmatizada por la Santa Sede. Sólo es conveniente observar que la misma sentencia confirma la censura que de esta Ley hacen dos documentos Pontificios, en los que se la califica de reino de ludibrio y acto destituido de toda seriedad.

En efecto, si en el concepto del legislador, las garantías no son más que un conjunto de privilegios, que según la máxima alegada en la sentencia, no tienen fuerza para hacer excepción de derecho común, la ley misma se convierte en un juego de palabras y en una ridicula contradicción.

Pero la presente controversia es de un orden de ideas mucho más elevado; no se trata aquí de una discusión jurídica, sino de una cuestión esencialmente política e internacional. No se trata de saber si las leyes han sido bien o mal interpretadas por los Magistrados de Roma, sino si estas leyes tienen fuerza en el interior del Vaticano, si el Romano Pontífice está sujeto a las autoridades que gobiernan en Roma, si sus Ministros son responsables ante alguien más que ante el mismo Papa, por los actos ejecutados en el ejercicio de sus funciones, y si el recinto del Vaticano forma parte del territorio de la nueva Italia.

Y ante todo iría muy lejos de la verdad quien quisiera confundir la condición política del Papa con la de cualquier Príncipe desposeído. El Santo Padre, por la fuerza de su Divina Misión y de su apostólico ministerio, que ejerce con suprema autoridad en el mundo entero, aun después de la pérdida de su principado, es siempre Soberano, no sólo de derecho, sino también de hecho; y este carácter de soberanía actual, le es reconocido por todas las potencias que acreditan cerca de él legaciones extraordinarias y permanentes, provistas de privilegios diplomáticos, que le rinden públicamente los actos de reverencia que pertenecen tan sólo álos Príncipes reinantes.Ahora bien, la inmunidad absoluta de la residencia es atributo esencial de la Soberanía, porque sin esta prerrogativa local, faltaría el concepto mismo de la independencia absoluta de la persona; y en efecto, el derecho público la atribuye a todos los Soberanos, cualquiera que sea la índole de los estatutos y los usos de las naciones. Y si no fuera así, resultaría el gravísimo inconveniente, que el Pontífice gozaría de menores inmunidades que el Diplomático acreditado cerca de su persona, al que se le reconoce la exención de los Tribunales locales y la inviolabilidad del domicilio.

Y esta prerrogativa del Pontífice debe extenderse necesariamente a sus Ministros, los cuales, así como los de otros Príncipes sólo ante ellos son responsables de sus actos, sólo deben responder de ellos ante Su Santidad. Y efectivamente, tratándose de actos verificados en el recinto inmune, no pueden sujetarse a la jurisdicción de las autoridades extrañas, sin violar la inmunidad local. Y si estos actos se cumplen en nombre del Soberano, cualquiera ingerencia extraña recaería sobre la persona misma del Príncipe y destruiría su independencia. Y si para todo Soberano se reconoce este principio, más se debe reconocer en el Santo Padre, cuya soberanía tiene un carácter tan absoluto, que asume toda la responsabilidad de los actos de sus Ministros.

Este razonamiento es tan sumamente apremiante, que el mismo Procurador de la parte autora comprendió toda la dificultad de esto, y los Jueces, para establecer su propia competencia sobre los Ministros, se vieron obligados a indicar, entre las nebulosidades de las abstracciones y las formas involucradas, el absurdo y escandaloso principio de sujetar al Soberano Pontífice á los tribunales del Reino. Puesto que no parece se pueda dar otro significado a las gravísimas palabras de que según el Estatuto fundamental, "las inviolables razones de lo mió y de lo tuyo, cualquiera que sean las contingencias de espacio, de tiempo o de persona, deben garantizarse a todos de la misma manera con la autorizada sentencia de los Jueces instituidos por el Rey".

Analizado de esta manera el concepto de la inmunidad soberana, resulta fácil el resolver dos objeciones: la primera de ellas es pretender establecer la analogía con la Casa Real, que sin ofensa del Principe está sujeta a la jurisdicción ordinaria; la segunda el invocar que el curso de la Justicia se vería paralizado por la inmunidad de la residencia pontificia.

Antiguamente, la teoría moderna de la división de las responsabilidades no fue nunca aplicada a la administración palatina, donde por el carácter absoluto de la Soberanía no existía más responsabilidad que la del Soberano. Y sin mencionar los Tribunales privilegiados instituidos en algunos Reinos para juzgar estas cuestiones, la dependencia de la Casa Real de los Tribunales ordinarios es natural que no constituya ofensa a la inmunidad del Príncipe, puesto que dichos Tribunales los establece él y juzgan y sentencian en su nombre.