Las buenas maneras o la moral de las apariencias.

Los así denominados "tratados de buenas maneras" o "tratados de urbanidad" constituyen una forma del todo singular en el contexto de la literatura moral.

Universidad Andrés Bello

 

Imagen Genérica Protocolo y Etiqueta protocolo.org

Las buenas maneras o la moral de las apariencias (1).

Aspirar a la apariencia autónoma exige más capacidad de abstracción, más libertad de corazón y más fuerza de voluntad de las que necesita el hombre para subsistir dentro de los límites de la realidad. Schiller.

Resumen.

Los así denominados "tratados de buenas maneras" o "tratados de urbanidad" constituyen una forma del todo singular en el contexto de la literatura moral. Su especificidad estriba en su índole limítrofe: por una parte parecen promover valores propiamente estéticos y, por otra, morales.

La pregunta que intenta responder este trabajo - al hilo de las estéticas de Kant y de Schiller- versa sobre del estatuto moral de las "bellas apariencias": la moralidad de las bellas apariencias. Este problema es una de las posibles inflexiones de la pregunta por las relaciones entre el dominio ético y estético.

En el amplio dominio de lo que se puede denominar, genéricamente, como "literatura moral" -compendios, tratados, catecismos, etc.- destacan por su singularidad los así denominados "tratados de buenas maneras" o "tratados de urbanidad". Su carácter singular estriba en su índole limítrofe y, en cierto modo, ambigua. Por lo pronto no se trata, propiamente, de escritos morales donde se establezcan, sin más, deberes o prescripciones cuyo contenido sea decisivamente ético.

Estos tratados, como lo señala su nombre, están constituidos más bien por preceptos para la vida social y el buen trato entre los hombres. En la expresión "tratados de urbanidad" late, sin duda, la oposición entre las exigencias de la vida de ciudad y la vida campesina. De allí que la expresión "urbano" se emplee como equivalente de educado, cortés, civil, fino, correcto, y se oponga a rústico o grosero. Al mismo tiempo, es claro que en estos manuales, no obstante su carácter no estrictamente moral, existe una ostensible tesitura moral: decir de una persona que es cortés o urbana equivale tanto como a decir que es comedida o mesurada.

Nota (1): Agradecimiento a Sebastián Cataldo von Bohlen por habernos abierto, desde la historia, la relevancia filosófica de este tema.

Por otra parte, lo que estos manuales de urbanidad prescriben no son tanto el comportamiento del hombre respecto de sí mismo, como el comportamiento respecto de otros hombres: de lo que se trata es de instituir una cierta "moral social". Moral que, sin embargo, no dice tanto relación con las grandes normas de la vida social - justicia, solidaridad, generosidad, etc.-, como con cierto comportamiento externo en relación con los otros.

La expresión "buenas maneras" ya resulta lo suficientemente indicativa. La "manera" o el "modo" señala cierta figura o forma exterior de algo. De allí también el sentido de "porte" o "modales" de una persona. La asociación de las "maneras" o el "modo" a cierta disciplina externa de la corporalidad y el correspondiente agrado o complacencia que procura en los otros, genera una relación evidente con valores propiamente estéticos. Y ello a tal punto que bien se puede afirmar que lo que los "manuales de urbanidad" prescriben es una cierta belleza de la moralidad.

Los así denominados "manuales de urbanidad" se remontan todos ellos, como a su paradigma e influencia más relevante, al tratado de Erasmo publicado en Basilea en el año 1530: De civilitate morum puerilium. Este texto, aparte de su extraordinario éxito y difusión en toda Europa en lengua latina, conoció muy pronto diversas traducciones y adaptaciones de toda índole. El texto de Erasmo inaugura un nuevo concepto de civilitas: la "civilidad" ya no representa el ordenamiento y el gobierno de la ciudad ni los hábitos o costumbres de una comunidad.

Ciertamente el tratado de Erasmo se emparenta con los antiguos tratados de cortesía (politesse) y los tratados destinados a las artes de amar o agradar. Sin embargo, a diferencia de éstos el tratado de Erasmo no se dirige ya a un sector social determinado, sino a todo hombre que quiera ser educado para la vida social. En los países americanos será sin duda el célebre Manual de urbanidad y buenas maneras del venezolano Manuel Antonio Carreño, el que tendrá mayor influencia y éxito. De este manual encontramos en Chile una gran cantidad de ediciones, especialmente durante el último tercio del siglo XIX. Otros textos similares, en la forma y en el contenido, fueron editados y reeditados en nuestro país; algunos dedicados exclusivamente a los niños y otros destinados a todo ser humano que desease ser aceptado y aprobado por personas "honorables". Muchos de estos textos, como el propio manual de Carreño, fueron adaptados para su utilización en establecimientos educacionales.

La moralidad de las bellas apariencias.

Todos estos tratados de urbanidad se deslizan, como lo hemos señalado, a través de una tenue línea fronteriza. No se trata propiamente de tratados de moral. Pero, por otra parte, resulta evidente que todos ellos establecen algún tipo de relación con preceptos de orden moral. El propio manual de Carreño no duda en establecer que "la urbanidad es una emanación de los deberes morales, y como tal, sus prescripciones tienden todas a la conservación del orden y de la buena armonía que deben reinar entre los hombres, y estrechar los lazos que los unen, por medio de impresiones agradables que produzcan los unos sobre los otros" (Carreño, Manuel Antonio, Compendio de manual de urbanidad y buenas maneras, Librería del mercurio, 1893, página 31). Tres aspectos son destacables de este texto.

En primer lugar, el hecho de que la urbanidad se presente como una emanación de los deberes morales. Es claro que aquí el autor no puede afirmar el carácter directamente moral de las normas de urbanidad, pero al mismo tiempo tampoco puede sostener su total independencia. La expresión "emanación" alude justamente a este estatuto en cierto modo ambiguo de las urbanidades: no son propiamente obligaciones morales, pero se derivan de ellas.

En segundo lugar, es también claro que las urbanidades tienen una finalidad eminentemente social, esto es, normar un cierto comportamiento en relación con los otros. La denominación de "urbano" como equivalente a educado, atento, correcto o fino, alude precisamente a este dominio peculiar que es el trato con otros hombres. Por último, hagamos notar que ello se logra, según el texto, a través de las "impresiones agradables" que recíprocamente los hombres pueden concederse.

Esta referencia a "impresiones agradables" vincula las urbanidades al dominio de lo propiamente estético: se trata de producir un cierto agrado o complacencia en el otro a través de la revelación de una bella apariencia. De qué modo esta "bella apariencia" se puede vincular con el dominio ético es una cuestión de fondo que abordaremos posteriormente.

Por el momento intentemos precisar todavía algo más el carácter de las urbanidades. Para ello nada mejor que atender a algunas normas concretas de buenas maneras, tal como se consignan en los manuales. Las prescripciones abarcan una gama muy variada de situaciones: regulan la conducta en la mesa, los saludos, la relación con el otro sexo, el aseo, la vestimenta, el comportamiento en los paseos públicos, en los hoteles, en las reuniones sociales, en el templo, etc.

Sin embargo, según es patente, lo que normalizan tales prescripciones, no obstante la variedad de situaciones referidas, es el comportamiento con relación a otros. De allí, como hemos dicho, su índole eminentemente social. No obstante esta ordenación, lo que allí se norma no alcanza a ingresar en un dominio claramente ético. Las reglas prescritas se quedan más bien en un terreno mucho más indeciso: el de las costumbres, los usos o rutinas peculiares de un dominio social e histórico preciso. Exigir, por ejemplo, ciertos hábitos en la vestimenta o bien cierto comportamiento en la mesa, no parece exceder el ámbito de una costumbre más o menos idiosincrásica.

No escupir, no poner los codos sobre la mesa, no comer con la boca abierta y en posición no erecta, no comenzar a comer antes que lo haga el anfitrión, no estrechar la mano con los guantes o el sombrero puesto, son costumbres todo lo importante que se quiera, pero respecto de las cuales sería difícil sostener una suerte de moralidad intrínseca. Más bien todos estos usos parecen más bien lindar con el ornato, la galanura, la elegancia o, en fin, las "bellas apariencias", antes que con imperativos morales. Sin embargo, precisamente lo que los tratados de urbanidad reclaman es una cierta moralidad de las bellas apariencias. Cuál sea el fundamento y el sentido posible de una tal "moralidad de las bellas apariencias", es el problema que nos interesa despejar. Este problema es una de las posibles modulaciones de la antigua -y sobre todo vigente- pregunta acerca de los nexos entre ética y estética.

Comencemos con un alcance acerca de la ambigüedad de la formula "moralidad de las bellas apariencias". Esta ambigüedad, consignada por lo demás por los propios tratados de urbanidad, concierne en primer lugar al mismo vocablo "apariencia". La expresión "apariencia", en efecto, posee una doble connotación: puede significar el aspecto exterior de una persona o bien aquello que meramente parece, pero que no es. Mientras que el primer sentido designa un manifestar o revelar, el segundo alude, por el contrario, a un ocultar o disimular algo. Es este último sentido el que ha prevalecido en la depreciación actual de las buenas maneras y de las urbanidades en general.

Hoy las buenas maneras lejos de manifestar o revelar un contenido interno, constituyen una forma refinada de ocultamiento e hipocresía. Las buenas maneras son simplemente una forma de impostura y fingimiento con vistas al mero acomodo social. Las urbanidades ya no obedecen a una verdad interior, sino a una falsificación puramente estratégica a efectos de lograr ciertos objetivos sociales.

Esta crítica no carece de fundamento. Distante, muchas veces, de todo valor de verdad, las urbanidades han oscilado entre la autenticidad y el embuste, entre la expresión sincera y el fingimiento falaz. Convertida en simple rutina sin espesor ni contenido, a menudo no ha representado más que la sombría comedia del conformismo, la corrección social y la inercia de lo establecido.

Frente a esta declinación en lo puramente aparente, no puede sorprender la revalorización actual de lo natural o lo primitivo como símbolos adecuados de veracidad. La reivindicación de valores tales como la autenticidad, la franqueza, la sinceridad o la honestidad, constituyen así la protesta coherente a una moral convertida en simple estratagema social. No obstante lo anterior, es también claro que es posible otra acepción para la fórmula "moralidad de las bellas apariencias". Esta acepción está ligada al otro sentido del término "apariencia": apariencia no ya como lo que oculta o engaña, sino como lo que revela o muestra. La apariencia adquiere aquí un sentido claramente estético: se trata de una bella apariencia. Detengámonos un momento en esta formulación.

Las ideas estéticas.

La apariencia estética es una cuestión que desde sus inicios ha dirigido la reflexión sobre la esencia de la belleza. Ya Platón había circunscrito el problema de la belleza artística al problema de la imagen estética (eidolón). Si bien es cierto que Platón reduce el arte bello a un "arte apariencial" (téjne fantastiké) y la imagen estética a la categoría del simulacro (fantasma), también es cierto que con ello queda planteada, quizás por primera vez, la pregunta acerca del estatuto de la apariencia estética y su relación con la verdad.

La depreciación platónica de imagen, en cuanto mero simulacro de la verdadera realidad (las ideas), no es sino el reverso negativo de un descubrimiento: el problema de la belleza se circunscribe a la pregunta por el estatuto de la imagen estética. Es cierto que en la antigüedad clásica encontramos muchos elementos que plantean, al menos esquemáticamente, los términos esenciales de este problema. Sin embargo, no será hasta la época moderna, con la consolidación de la estética como disciplina independiente, que el problema de la apariencia estética se planteará en toda su complejidad y agudeza.

El punto de inflexión más decisivo parece estar en la Crítica del Juicio de Kant. Allí el esfuerzo se concentra en definir el "juicio de gusto" frente a otros tipos de juicio y facultades. De hecho la Crítica del Juicio opera metódicamente sobre la base del enfrentamiento y el contraste con la facultad de conocer y la facultad de desear.

La formulación apropiada de la apariencia estética, tal como se verifica en el arte, la encuentra Kant en la expresión "ideas estéticas" (asthetischer Ideen). Es evidente que el término "ideas estéticas" implica una ambivalencia: se trata, por así decirlo, de "ideas sensibilizadas". Mientras la belleza natural designa simplemente una "cosa bella" (shanes Ding), la belleza artística refiere a la "bella representación" (shóne Vorstellung) de una cosa (KdJ, § 48. Tenemos presente la edición de las obras de Kant dirigida por Wilhelm Weischedel (Inmanuel Kant, Werke in Sechs Banden, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1998, Band I). Seguimos, con ocasionales modificaciones, la traducción de Manuel García Morente (Espasa Calpe, Madrid, 1995).

Esta representación, sin embargo, no es puramente sensible: designa más bien una concordancia entre la imaginación y el entendimiento. Es esta mediación entre la sensibilidad y el entendimiento, entre las intuiciones y los conceptos, la que define la noción de "idea estética". La "idea estética" contiene un plus respecto de la simple representación sensible: este plus es la participación del entendimiento. Sin embargo, la representación nunca se deja recoger plenamente por concepto alguno.

El águila de Júpiter, como representación del poder del dios, no es un "atributo lógico", sino un "atributo estético"; lo cual significa que nos hace pensar más de lo que es posible expresar lingüísticamente y que por lo mismo no corresponde a ningún concepto determinado (KJJ, § 49). La "idea estética" no es, por consiguiente, una función de la facultad de conocer. Pero tampoco es una función de la facultad de desear: el goce estético es para Kant una satisfacción completamente desinteresada. Este deslinde del dominio de lo estético en relación con la facultad de conocer y de la facultad de desear, confiere a la representación estética un valor autónomo respecto de toda orientación lógica o práctica. La representación estética se caracteriza por su autosuficiencia y libertad. De allí que la relación entre la imaginación y el entendimiento no pueda sino ser definida como juego: la belleza se produce en el "libre juego" (freien Spiels) de las facultades.

Gadamer para explicar el carácter lúdico de la experiencia estética, alude a lo dicho en expresiones tales como un "juego de luces" o un "juego de olas" (Gadamer, Hans-Georg, La actualidad de lo bello, Paidós, Barcelona, 1998, p.66 (Die Aktualitat des Schónen, Reclam, Stuttgart, 1977). Lo que aquí se designa es un cierto ir y venir, un movimiento de vaivén que no parece vinculado a fin alguno. La satisfacción estética se constituye como una suerte de "vaivén" o "juego" inmanente de las facultades.

La belleza como símbolo de la moralidad.

Atendiendo a esta suficiencia y autonomía de la representación estética, cabe ciertamente dudar acerca de la posibilidad efectiva del carácter moral de las "buenas maneras": ¿cómo conciliar, en efecto, su condición simultáneamente ética y estética? O en una formulación más amplia: ¿existe, no obstante las diferencias de dominio, alguna relación entre las formas éticas y las estéticas? Ciertamente ya podemos colegir el núcleo problemático que contiene, como definición de las urbanidades, la fórmula "moralidad de las bellas apariencias". ¿Cómo las "bellas apariencias" pueden ser morales?, tal es la pregunta que quisiéramos perseguir.

Volvamos, por un momento, al terreno de la experiencia concreta. Consideremos, por ejemplo, las formas cotidianas del saludo. Es evidente que formas tales como decir "buenos días", "hasta luego", "hola ¿cómo estás?" o bien saludar con un determinado gesto corporal, nunca parecen exceder el marco del cumplimiento de una simple "formalidad". Quien exigiera "algo más" de dichas formas - como una correspondencia moral o una veracidad intrínseca- ciertamente no habría comprendido en nada los tácitos que rigen las rutinas cotidianas.

En tales modos de la cortesía diaria no parece pues exigible una suerte de moralidad en sentido propio. Nadie podría alegar, por ejemplo, que alguien le miente o finge al desearle "buenos días" por el simple hecho que tal saludo no fue realizado con determinada intención. Más bien la "amabilidad" o "gentileza" social no parece rebasar la promoción de una cierta "apariencia agradable". Si ello es así, a las urbanidades correspondería la misma independencia y libertad que a cualquier apariencia estética.

Lo decisivo sería aquí reconocer la emancipación de las "bellas apariencias" respecto de toda finalidad teórica o práctica: las urbanidades, finalmente, como toda apariencia verdaderamente estética, no se conformarían sino como una especie de libre juego de la apariencia social. No obstante lo anterior, lo que las urbanidades también reclaman, como hemos dicho, es una cierta "moralidad de las bellas apariencias". Solo que dicha moralidad, si queremos realmente mantener su valor estético, deberá poseer una condición derivada e indirecta.

Esta condición moral derivada e indirecta de la belleza, Kant la expresa en la siguiente proposición: "lo bello es el símbolo del bien moral" "das schóne ist das Symbol des Sittlichguterif" (KdJ , § 59). Que la belleza sea "símbolo" de la moralidad implica que ésta, no obstante su autonomía respecto de toda ordenación lógico-teórica o práctico-utilitaria, mantiene una relación indirecta con el dominio moral.

La belleza de alguna manera expresa la moralidad. Sin embargo, esta expresión es simbólica. Como es sabido el vocablo "símbolo" (del griego symbálein, reunir, juntar) designa originariamente un signo de reconocimiento en que el borde de un fragmento de un objeto dividido en dos coincide con el otro. Esta idea de reunir o aproximar dos realidades separadas, es la que el propio Kant tendrá presente al momento de definir el concepto de símbolo (El símbolo es para Kant la llave maestra que opera el tránsito entre el mundo estético y el moral. La palabra "símbolo" proviene del griego symbolon, cuyo significado originario es el de "marca" "seña", "contrato". La expresión se construye a partir de la partícula sún, junto con, y el tema balo, lanzar o despedir.

Como es sabido el término se usaba en griego para designar una especie de "tablilla de recuerdo" como muestra de hospitalidad. El anfitrión rompía la tablilla en dos, guardaba una mitad y le regalaba la otra al huésped - la llamada tessera hospitalis-, a efectos que después de muchos años si algún descendiente volvía a la casa, pudieran reconocerse juntando los dos pedazos. Esta función del símbolo de juntar o reunir en un cierto todo dos realidades inicialmente separadas, no será en absoluto extraño a Kant. De hecho, como veremos enseguida en Kant, finalmente el símbolo establece un enlace entre lo visible y lo invisible entre lo sensible y lo suprasensible.

Kant define un símbolo como la exposición de un concepto por medio de intuiciones, cuya regla es análoga a la regla para la que hay que reflexionar sobre el concepto. Hay que observar que en esta definición lo que concuerda no es el "contenido" de la intuición sensible misma, sino la "forma" (o regla) de la reflexión. Por ejemplo, podemos decir que una máquina es la representación simbólica de un Estado despótico. Sin embargo, es evidente que, en cuanto al contenido, no hay ninguna semejanza entre un molinillo y un Estado despótico; sólo la hay en el modo de reflexionar sobre ambos.

En el símbolo, en cuanto mera expresión analógica de un concepto, no hay pues intuición directa alguna, sino sólo una suerte de traslado de la reflexión sobre un objeto de intuición a otro concepto totalmente distinto (Hay que observar, sin embargo, que para Kant el símbolo - como hipotiposis, a diferencia de lo que denomina caracterismos- no se identifica con el signo convencional. Los signos convencionales o caracterismos, afirma Kant, son "designaciones (Bezeichnungen) de los conceptos a través de signos sensibles acompañantes (begleitende sinnliche Zeichen) que no contienen nada perteneciente a la intuición (Anschauung) del objeto (...)"(Kdi, § 59).

A diferencia de los signos convencionales, el símbolo no es simplemente un medio que apunte fuera de sí y agote su esencia en su carácter referencial; no sólo remite al significado, sino que de algún modo el objeto está presente en su propia representación simbólica. Mientras el signo, en cierto sentido, invita a pasar sobre él y dirigirse hacia lo que remite, el símbolo invita a demorarse y a descubrir en su misma presencia sensible una analogía. De allí que Kant denomine al símbolo con la expresión griega upotúposis, esbozo, modelo, ejemplo. También lo llama presentación (Darstellung) o exhibitio, es decir, que presenta o muestra desde sí).

En este sentido se puede afirmar que el fundamento de la simbolización reside en la necesidad de representar sensiblemente un dominio suprasensible; dominio que por su carácter peculiar sólo es concebible propiamente por el pensamiento. Sin embargo, el símbolo al mismo tiempo hace coincidir o reconstituye la unidad de dos realidades que finalmente se copertenecen: la belleza sensible y la significación inteligible de la moralidad (Gadamer, persiguiendo la misma idea, lo expresa del siguiente modo: "La palabra 'símbolo' sólo pudo ascender desde su aplicación original como documento, distintivo o credencial hasta el concepto filosófico de un signo misterioso, y sólo pudo acercarse a la naturaleza del jeroglífico, cuyo esciframiento sólo es posible al iniciado, porque el símbolo no es una mera señalización o fundación arbitraria de signos, sino que supone un nexo metafisico de lo visible con lo invisible "(Gadamer, Hans-Georg, Verdad y Método, Ediciones Sigúeme, 1996, Vol. I, p.111. Gesammelte Werke, Mohr, Tubingen, 1985, Bd. 1).

Si la belleza es pues símbolo de la moralidad, ello significa que a través de la representación estética -y en virtud de su carácter analógico- el espíritu es capaz de elevarse a una esfera suprasensible. "El espíritu- dice Kant refiriéndose a los efectos de la satisfacción estética- tiene conciencia de un cierto ennoblecimiento (Veredlung) por encima de la mera receptividad de un placer por medio de impresiones sensibles, y estima también el valor de los demás por una máxima semejante del juicio. Es a lo inteligible hacia donde (...) mira el gusto" (KJJ , § 59).

Esta orientación analógica de la belleza hacia lo "inteligible-moral", se revela particularmente en la idea de libertad. La libertad es, al mismo tiempo, un principio estético y práctico. Esta correspondencia simbólica - y no subordinación- entre belleza y moralidad, es la que faculta una mediación y un tránsito entre el dominio estético y el práctico.

El gusto - afirma Kant- hace posible (...) el tránsito del encanto sensible al interés moral habitual, sin un salto demasiado violento (...) y enseña a encontrar, hasta en los objetos de los sentidos, una libre satisfacción, también sin encanto sensible" (KJJ, § 59). El tránsito del atractivo sensorial hacia el interés moral, sin un salto al vacío, es ahora posible porque Kant ha encontrado el eslabón perdido, el peldaño intermedio a través del cual es posible ascender desde la pura receptividad de la sensibilidad hasta la pura espontaneidad de la libertad.

El "abismo infranqueable" entre el mundo de la naturaleza y mundo de la libertad - ya diagnosticado en la Introducción a la Razón de Kant (K/J) y respecto de los cuales, como mundos incomunicados, no parecería existir relación ni influjo mutuo alguno- aparece ahora enlazado por la virtud analógica de la belleza como símbolo. Pero no sólo eso: ahora también es posible para el hombre no ya el salto entre dos mundos, sino el ascenso progresivo a través del peldaño conciliatorio de la belleza. Pues bien, serán estos dos pivotes de la estética kantiana - la belleza como símbolo y la función ennoblecedora de la belleza- los que van a permitir la prosecución y radicalización Schiller del concepto de belleza y educación estética). La belleza, no obstante su autonomía y suficiencia, constituye una suerte de vestíbulo o propedéutica de la vida moral.

La apariencia moral.

Ahora bien, es esta idea de "mediación simbólica" la que le permite a Kant otorgarle a las urbanidades una "función" moral. Y ello - y esto es lo importante- sin negar su valor primariamente estético. En su singular obra Antropología en sentido pragmático, Kant llama a las urbanidades "moralidad de la apariencia externa" (Moralitat in der ausseren Erscheinungf (ASP, § 69.

Tenemos también presente la edición de las obras de Kant dirigida por Wilhelm Weischedel (Inmanuel Kant, Werke in Sechs Bánden, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1998, Band VI). Seguimos la traducción de José Gaos (Alianza Editorial, Madid, 1991).

Evidentemente, observa Kant, hacer de un hombre "decente" o "bien educado" (gesittet) no es lo mismo que hacerlo "moralmente bueno" (sittlich-gut), pero predispone para ello. El gusto tiende a fomentar exteriormente la moralidad. En un parágrafo titulado "De la apariencia moralmente permitida "(Von dem erlaubten moralischen Schein), Kant se enfrenta a la ambigüedad de la expresión "apariencia" (Schein). La "apariencia moral" (moralischen Schein) lejos propiamente de todo engaño, permite finalmente adquirir aquello que inicialmente nos limitamos a "parecer". "La naturaleza - señala Kant- ha implantado sabiamente en el hombre la propensión a dejarse engañar con gusto, incluso para salvar la virtud o llevar a ella. Las buenas y honradas maneras son una apariencia exterior que infunde a los demás respeto (Achtung) (ASP, § 14).

Ciertamente, señala Kant, todo lo que se llama "decencia" (decorum) no es nada más que una "bella apariencia" (schóner Schein).

Las bellas apariencias no son precisamente "verdad", pero tampoco engañan a nadie ("La cortesía (politesse) - afirma Kant- es una pura apariencia (Schein) de condescendencia que infunde amor. Las reverencias (Cumplimente) y toda la galantería cortesana, junto con las más cálidas afirmaciones de amistad, no son siempre precisamente una verdad (...), más tampoco engañan, porque todo el mundo sabe cómo debe tomarlas, y principalmente porque estos signos de benevolencia y respeto, inicialmente vacíos, conducen poco a poco a tener realmente un carácter de esta índole " (ASP, § 14).

No tiene sentido argüir, por ejemplo, que un acto de galantería o amabilidad social constituye una forma de falsedad, por el sólo hecho de no responder una determinación moral específica. Más bien hay que afirmar que normalmente todo el mundo sabe a que atenerse: las buenas maneras, el decoro, la cortesía, no son finalmente sino formas del libre juego de la apariencia social. El error estriba no en "dejarse llevar por la apariencia", sino exigir de la apariencia una verdad que en rigor no le corresponde.

Dicho brevemente, jugar socialmente con las apariencias no es nada más que reconocer la condición eminentemente estética de las urbanidades. Sin embargo, ello no significa sostener una absoluta falta de conexión con el dominio práctico. Finalmente, la belleza y la moralidad mantienen, como hemos dicho, una relación analógica. En este sentido, aun cuando las apariencias "no sean más que apariencias", no por ello resultan despreciables. "Hasta la pura apariencia de bien en los demás - puntualiza Kant- ha de sernos estimable; porque de este jugar con ficciones (spiel mit Verstellungen) que imponen respeto, sin merecerlo quizá, puede salir a la postre una cosa seria" (ASP, § 14).

La apariencia sincera.

Schiller, en sus Cartas sobre la educación estética del hombre y en la huella inaugurada por Kant, desarrolla el concepto de "apariencia estética "(ásthetischen Schein). La apariencia estética debe cumplir con dos condiciones para ser tal: debe ser "sincera" (aufrichtig) y "autónoma" (selbstándig) (Carta XXVI, 11. Seguimos la edición bilingüe de Jaime Feijóo de Kallias y Cartas sobre la educación estética del hombre (Anthropos, Madrid, 1990).

Para Schiller "apariencia sincera" es aquella que renuncia explícitamente a todo derecho de realidad. La falsa apariencia, por el contrario, finge ser real, requiere de la realidad para lograr su efecto y no es más que un instrumento orientado hacia fines materiales. No se trata, sin embargo, de que el objeto carezca de realidad; para que la apariencia sea sincera basta con no tomar para nada en cuenta la realidad. Ciertamente, ejemplifica Schiller, puede que nos guste más una bella mujer de carne y hueso que otra representada en una pintura, pero entonces ya no nos complacerá en tanto que apariencia autónoma y, por lo mismo, no será un sentimiento estético puro. En este sentido, apunta Schiller, "para apreciar sólo la pura apariencia (reinen Schein) incluso en las cosas vivas, se necesita un grado mucho más elevado de cultura estética, que para echar a faltar la vida en la apariencia" (Carta XXVI, 11).

La apariencia estética es pues de un orden completamente diverso de la "apariencia lógica". La apariencia estética descansa enteramente en sí misma, considera la apariencia como apariencia y no pretende engañar a nadie pasando por ser real. Mientras que la apariencia lógica es puro y simple engaño, la apariencia estética es juego.

Schiller, al hilo de lo anterior, se pregunta explícitamente acerca de la moralidad de las apariencias. "A la pregunta- dice Schiller- '¿hasta qué punto puede tener cabida la apariencia en el mundo moral?', contestaré concisamente: tendrá cabida en la medida en que sea apariencia estética (asthetischer Schein), es decir, una apariencia que no pretenda sustituir la realidad, ni necesite que la realidad la sustituya" (Carta XXVI, 13).

En este sentido, la apariencia nunca puede resultar peligrosa para la verdad moral y cuando resulte serlo es que no se trataba de una auténtica apariencia estética. "Sólo un hombre - continua Schiller- ajeno a las reglas del juego social (...) tomará las formulas de cortesía social (...) por muestras de afecto personal y, al descubrir la verdad, se lamentará de la hipocresía. Pero, del mismo modo, sólo un ignorante que no sepa comportarse en sociedad se servirá de la falsedad para resultar amable y llegará a adular para resultar agradable" (Carta XXVI, 13).

Sin embargo, la apariencia estética no sólo no resulta peligrosa, sino además mantiene una verdadera analogía con el mundo moral. La razón estética es ciertamente distinta de la razón práctica, pero se constituye en analogía con ésta. Esta semejanza concierne en primer lugar al principio de autodeterminación o libertad, propio de la razón práctica. La belleza es el analogon de la determinación pura de la voluntad. La apariencia estética no se produce, es verdad, por medio de la racionalidad práctica, pero concuerda con su "forma". Es por esta analogía con la libertad que Schiller define la belleza como "libertad en la apariencia" (Freiheit in der Erscheinung) (Kallias, 23, II, 14.

La expresión Erscheinung se compone a partir de scheinen, brillar, lucir, resplandecer, parecer (por ejemplo, "die Sonne scheint", el sol brilla). El término Schein, por otra parte, significa luz, claridad, resplandor, simulacro, apariencia. Ciertamente, el vocablo posee una connotación ambigua: por una parte apariencia como simulacro, como mero trasunto e incluso como falsificación y, por otra, apariencia como manifestación, como revelación. Como veremos enseguida, Schiller se esforzará por mantener, simultáneamente, ambos sentidos de la expresión).

Esto significa, por una parte, que la belleza es libertad "aparecida" en el mundo sensible (libertad "sensibilizada") y, por otra, libertad "apariencial"; no libertad de hecho, sino sólo autonomía en la apariencia. Es gracias a esta concordancia analógica entre la racionalidad estética y la racionalidad práctica que la belleza cumple finalmente una cierta función moral (Para esta determinación de la belleza a través de los conceptos de apariencia y libertad, sin duda será decisivo el § 59 de la KJJ . Como hemos dicho, Schiller toma de Kant la exigencia de que lo bello ha de placer sin concepto; pero también el principio fundamental del conjunto del sistema kantiano: el principio de autodeterminación o libertad.

A partir de las indicaciones del §59 de la KdJ, según las cuales la libertad ha de expresarse en la naturaleza por medio de la función simbólica de la belleza, Schiller intenta fundar la objetividad estética. Naturalmente, si lo bello ha de placer sin concepto, la objetividad de la belleza no podrá fundarse en la razón teórica, sino en la razón práctica: "Supongo que repararás con sorpresa - le dice Schiller a Kórner- en el hecho de no encontrar la belleza bajo la rúbrica de la razón teórica, y esto te inquieta muy mucho. Pero esta vez no puedo ayudarte, la belleza no puede encontrarse de ninguna manera en el campo de la razón teórica, porque es absolutamente independiente de los conceptos; y puesto que hay que buscarla sin duda en la familia de la razón (familie der Vernunft), no existiendo al lado de la razón otra que la razón práctica, habrá que buscarla entonces en el seno de la razón práctica, y es ahí donde la encontraremos" (Kallias,8,15).

No se trata tampoco, como es evidente, de identificar sin más el dominio estético y el dominio moral - lo cual nuevamente pondría en entredicho la autonomía de la belleza- sino de establecer una nexo tal que salvando su autonomía, al mismo tiempo la exprese. Ello sólo puede suceder sólo a condición, según la indicación de Kant, de que el vínculo con el dominio práctico no sea interno, constitutivo, sino indirecto. Aquí la tesis de Kant de la belleza como símbolo de la moralidad desempeña un papel fundamental. Schiller, en efecto, sostiene que el fundamento de la belleza reside en la razón práctica en virtud de su función reguladora, no constitutiva, en analogía con el principio de autonomía.

La belleza se produce en virtud de una analogía con la libertad: "a aquellas acciones que no se producen mediante la razón práctica y que, sin embargo, concuerdan con su forma, (denominamos) analogías de acciones libres (Nachaahmungen freier Handlungen)" (Kallias,&,5). Evidentemente, señala Schiller, una acción de la voluntad no puede ser meramente análoga a la libertad, sino tiene que ser realmente libre; en cambio, un efecto mecánico no puede ser nunca considerado realmente libre, sino meramente análogo a la libertad. En otras palabras, si la razón práctica refiere su forma a una acción de la voluntad determina simplemente lo que es: un producto de la voluntad pura. En cambio, cuando la razón práctica presta a un objeto la facultad de determinarse a sí mismo, le presta una voluntad - no de manera constitutiva, sino reguladora-entonces tenemos meras analogías de la razón práctica. Tal es lo que sucede con la belleza. La belleza es una analogía de la razón práctica.

Más exactamente, la belleza no es sino "libertad en la apariencia" (Freiheit in der Erscheinung). En esta sorprendente definición, la belleza es, al mismo tiempo, libertad aparecida (apariente) y libertad aparente (apariencial). Es libertad aparente puesto que no es libertad de hecho y, a la par, libertad aparecida, puesto que es una analogía con la forma de la voluntad pura.

A esta orientación moral de la belleza Schiller la denomina "ennoblecimiento" (Veredelung) (La expresión veredeln significa mejorar, perfeccionar, ennoblecer, pero también afinar, refinar, purificar. De allí también el sentido de purificar o refinar un metal. El uso de la expresión tiene, tanto en Kant como en Schiller, un sentido bastante cercano al de una suerte de refinamiento o purificación de una materia bruta. De lo que se trata, pues, es de un cierto refinamiento de la sensibilidad que permite el tránsito hacia lo puramente inteligible.

En cierto sentido el camino hacia lo inteligible-moral no es otro que una especie de purificación de la receptividad de la sensibilidad a través de la presencia analógica de la libertad en el dominio estético. Este mismo sentido se mantiene en la concepción que tiene Schiller del "alma noble" (edeln Seele). En una nota a la Carta XXIII, afirma: "Podemos llamar en general noble (Edel) a aquel ánimo que, gracias a su especial forma de tratar las cosas, posee el don de convertir en algo infinito (Unendliches) incluso el asunto más limitado y el objeto más nimio. Se llama noble a la forma que imprime un sello de autonomía (Selbststadigkeit) a aquello que, por naturaleza, sólo sirve para algo (es decir, a aquello que es sólo un medio). Un espíritu noble no se da por satisfecho con ser él mismo libre, ha de liberar también todo lo que le rodea, incluso lo inanimado").

La belleza, en virtud de su carácter mediador, enlaza la sensibilidad y el pensamiento, la materia y la forma, la pasividad y la actividad. "La belleza- señala Schiller- guía al hombre sensible hacia la forma y hacia el pensamiento; la belleza hace regresar al hombre espiritual a la materia, al mundo sensible " (Carta XVIII, 1). El "ennoblecimiento" consiste ante todo en una cierta elevación o perfeccionamiento de la sensibilidad por medio de la belleza. La belleza cumple así no sólo una función analógica, sino también anagógica. O para decirlo mejor, justamente por mantener una relación analógica, es que la belleza puede desempeñar una función anagógica, esto es, elevar el espíritu, a través de la apariencia estética, a la consideración de lo inteligible. Esta es la razón por la cual para Schiller el estadio estético es el paso y el acceso obligado al mundo moral. "No hay otro camino- nos dice-para hacer racional al hombre sensible que hacerlo previamente estético" (Carta XXIII, 2).

Más todavía, la formación moral no se puede desarrollar a partir del estadio meramente físico o sensible, sino sólo a partir del estético. De allí que el paso del estadio estético al moral sea mucho más fácil que el paso del estadio puramente físico al estético. La verdadera tarea formativa reside, por consiguiente, en la educación estética del hombre.

La defensa que Schiller realiza de las "bellas apariencias", tal como éstas se verifican en las urbanidades y las buenas maneras, se fundamenta en este carácter integrador y formativo de la belleza. Las urbanidades, como toda apariencia estética, elevan al hombre sobre la mera pasividad de la sensibilidad hacia el mundo de la "libertad en la apariencia"; verdadero confín y anuncio de la libertad moral. Frente a los reproches de hipocresía o descuido de la esencia a favor de lo aparente, Schiller no duda en reivindicar el valor moral de las bellas apariencias. Tales críticos no arremeten, afirma Schiller, "únicamente contra la máscara engañosa que oculta la verdad y se considera a sí misma como representante de la realidad; también se oponen vehementemente a la apariencia bienhechora (wohlthatigen Schein), que da un contenido a la vacuidad, y que oculta la miseria, y también a la apariencia ideal, que ennoblece (veredelt) una realidad vulgar" (Carta XXVI, 14).

Lo que hay que temer no es tanto que la apariencia perjudique a la realidad, sino que la realidad perjudique a la apariencia. En lo se refiere a las bellas apariencias, a las buenas y honradas maneras, el primado de la realidad puede que no represente, finalmente, sino la hegemonía de la vulgaridad y la indigencia.