Actos que molestan a los demás. V.
Cualquiera acción o dicho que voluntaria e ilegítimamente nos roba la estimación ajena o nos expone al desprecio, se llama injuria.
Actos que molestan la memoria, los deseos y el amor propio de los demás.
Cualquiera acción o dicho que voluntaria e ilegítimamente nos roba la estimación ajena o nos expone al desprecio, se llama injuria. La injuria, pues, debe ser calculada sobre dos elementos principales: 1.º, la Gravedad que depende de la calidad de las imperfecciones, vicios o delitos que se nos atribuyen, o de las perfecciones que injustamente se nos niegan. Y 2.º, de la Publicidad, la cual depende del número y de la calidad de las personas en cuya presencia somos injuriados; circunstancia que llega al más alto grado cuando la injuria se nos infiere en escritos o láminas visibles para todos.
Supuestas estas nociones preliminares, y entrando otra vez en el argumento da la descortesía, mirándola con respecto al amor propio, podemos reducirla a dos clases, de las cuales la primera abraza los dichos y las acciones que nos atribuyen imperfecciones verdaderas o falsas y que llamaremos absolutamente descorteses; y la segunda que abraza las acciones y las palabras que nos niegan nuestras perfecciones o las suponen menores de lo que son, y las llamaremos relativamente descorteses. Las imperfecciones que generalmente engendran desprecio son, o bien físicas, o intelectuales, o morales, o civiles.
La ingrata sensación general que ocasiona en el ánimo de los demás nuestra deformidad o fealdad y la incapacidad particular que de ella resulta para ciertos ramos de industria, son los motivos por los cuales un hombre se resiente cuando, aun siendo verdad, se le tacha de manco, tuerto, jorobado, etc. Y el disgusto que semejante vituperio causa, aumenta o disminuye, según la calidad de la imperfección o defecto imputado, del sexo, de la condición y de la edad. El remedar los defectos corporales de otra persona, favorito entretenimiento de las almas pequeñas y bajas, es cosa de todo punto inurbana, la más vil y torpe de todas las bufonadas, y por tanto ni debe incurrirse en ella ni aplaudirla en los otros. En general, ridiculizar un defecto que no depende de nosotros, y que no podemos correjir, es un acto de crueldad sin objeto. La burla de otro puede correjir la afectación de modales, pero no es capaz de rebajar la espalda de un jorobado, ni de dar vista al ciego ojo de un tuerto. Por la misma razón, no debe remedarse el defecto físico de un ausente en presencia de quien lo tiene, porque este se ve expuesto a la misma burla y se resiente de ella.
No hay hombre que no desee mostrarse inteligente y experto en su profesión, o por lo menos dotado de sentido común. De aquí resulta que si bien sin ofender el amor propio ajeno se pueden negar a muchos, por ejemplo, los conocimientos astronómicos, nadie podrá sufrir que se le rebaje al nivel del asno, el cual representa el cero en el termómetro de la inteligencia. El disgusto que nace de la imputación de los defectos intelectuales aumenta o disminuye en razón de la clase del defecto imputado; por cuya razón no todos los hombres se resentirán de que les achaquéis falta de memoria, pero sí de que se les niegue aquel grado de inteligencia que se nota en todos los individuos de la especie humana.
El dictado de tonto ofende como ciento a un profesor de ciencias, al paso que a un labrador le ofenderá como uno; mas si en lugar de ciencias se habla de agricultura y se le niegan al labrador su inteligencia en lo tocante a ella, se ofenderá mucho más que antes, porque la ofensa que resulta de la ignorancia imputada, crece a medida que versa acerca del arte u oficio que cada uno profesa.
Como la suma de las ideas usuales va creciendo con los años, está claro que vituperar la falta de ellos se hace ofensivo en razón de la edad, y por ello lo será más para un viejo que para un joven. Por esto son actos más o menos inurbanos en presencia de alguno que está hablando el bostezar, restregarse los ojos, mirar el reloj, preguntar que tiempo hace, dormirse, arrellanarse en una silla, interrumpir la conversación, marcharse en mitad de ella, volverle las espaldas, hablar por lo bajo con otros; porque estos actos de distracción y de fastidio manifiestan que no se hace caso de los demás y que confundís su persona con un papagayo (Nota 5) por el mismo, motivo levantarse mientras otros están sentados, y hablar y pasearse por la estancia, es un acto de descortesía, si los presentes no son íntimos amigos o inferiores.
(Nota 5). Vespasiano corrió grave riesgo de ser condenado a muerte, porque bostezaba mientras el loco de Nerón cantaba en un teatro de Roma.
Dar un consejo que no te piden, dice Monseñor de la Casa, no es sino decir que sabes más que aquel a quien aconsejas, y aun echarle en cara su ignorancia. Por cuya razón esto no debe hacerse sino con los amigos más íntimos o con las personas cuyo gobierno está a nuestro cuidado, y cuando amenaza algún peligro a una persona aunque nos sea extraña. En semejante error caen muchos y por lo común los más ignorantes; pues los hombres de cortos alcances, como quienes tienen pocas cosas en que pensar y se les ocurren pocos partidos no les cuesta mucho decidirse, ni dar su dictamen por el único bueno. Los imberbes sémidoctos que suelen estar muy pagados de su saber son los que más ceden al prurito de dar consejos.