El arte de agradar. Pulimentarse con educación y barnizarse con cultura. Explicación del fundamento
Ser agradable es: poseer 'don de gentes'; 'tener ángel'; ser 'persona bienquista'; disfrutar de benévola acogida en todas partes; gozar, por la virtud del propio mérito...
La finura, base fundamental del arte de agradar
Aquella urbanidad
Muchas son las personas que aspiran a ostentar el título de elegantes; no pocas ambicionan merecer el dictado de correctas; muy raras son las que no apetecen alcanzar, por voto unánime, la calificación de agradables.
Y es que esta última denominación supone simpatía, afecto y sentimientos delicados que no caben en las rigideces de lo exclusivamente elegante ni en lo ceremonioso de las frialdades anejas a la corrección.
Ser agradable es: poseer "don de gentes"; "tener ángel"; ser "persona bienquista"; disfrutar de benévola acogida en todas partes; gozar, por la virtud del propio mérito, de los respetos y de los cariños de nuestros semejantes; ser educado; ser culto, y, sobre todo, ser fino, con la finura exquisita de un alma noble, sencilla y buena.
La finura. Este es el arte de agradar. Un arte de difícil facilidad. Un arte que permite a los que lo dominan pasar por la vida siendo a un tiempo niño, pájaro y flor; esparciendo por doquiera ternuras inocentes, alegrías suaves y fragancias purísimas.
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La niña que perdió a su madre en edad temprana; la joven que por veleidades de la suerte, se encuentra en posición superior a la educación que recibiera; la señora tímida hasta extremo incomprensible, sienten ansia honrada y legítima de conocer las reglas fundamentales del arte de la finura, del arte de ser persona grata, del arte de agradar.
Y como para satisfacer tan justos deseos no basta con apuntar superficialmente este o el otro detalle exterior; como hay que aplicar los preceptos teóricos a casos prácticos, determinados y concretos; como hay que ajustar a una sola regla todos los actos de nuestras relaciones para con nuestros semejantes, y todos los actos que de nosotros emanen, claro es que este tema exige estudio minucioso, tan minucioso y complejo como el estudio de la vida entera.
Porque en todas las manifestaciones de la vida, en el hogar y en el salón, en el paseo y en el templo, en la berlina del ferrocarril y en la playa de moda, en la conversación con parientes muy próximos o con amigos poco conocidos, en el trato con persona de alta alcurnia o en la relación con sirvientes e inferiores, la finura, la verdadera finura resplandece al modo de un astro que besa con su luz el terciopelo de la fronda y acaricia el espejo del pantano, sin jamás contaminarse ni mancharse con impurezas.
La finura como base para agradar a los demás
La base fundamental de la finura, la piedra angular del arte de ser persona agradable, se encuentra en esta frase: "Evitar a nuestros semejantes todo aquello que pueda ocasionarles disgusto, molestia o desagrado".
Si de este principio -con recto espíritu de bondad y de abnegación- sabemos hacer la norma de nuestra existencia, ya tenemos dado el gran paso para parecer y aun para ser agradable.
No ha de faltar quien asegure que al traducir este precepto en hechos prácticos, habremos de incurrir precisa y necesariamente en la fea y reprobable hipocresía. ¡Error! Error crasísimo.
Los que tal cosa afirman son los que conceptúan que la franqueza rayana en lo brutal o en lo grosero es una muestra de entendimiento y de sinceridad.
Un trozo de pino sin desbastar resultará áspero al tacto.
Ese mismo trozo pulimentado y barnizado ganará en suavidad y brillantez, sin perder nada en fortaleza ni en resistencia.
Así también el alma, despojándose de asperezas que para nada bueno sirven, pulimentándose con la educación y barnizándose con la cultura, tendrá siempre sus cualidades buenas de franqueza y de honradez, abrillantadas por la simpatía de los extraños y depuradas por la virtud propia.
Ya habrán comprendido nuestras lectoras que ser agradable no implica adulación sin tasa, derroche de elogio ni oficiosidad sin límites.
Una persona agradable goza siempre de cariños y de respetos, jamás concedidos al adulador servil ni al oficioso que empalaga.
Las personas más educadas son las que más agradables resultan. ¿Por qué?
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Por la sencilla razón de que se esmeran en todas las circunstancias en evitar contrariedades y molestias a los demás.
En esto consiste la finura, en esto estriba la distinción, en esto se revela la delicadeza y la superioridad de alma.
Ya iremos viendo, en algunos de sus múltiples aspectos y de sus infinitos matices, el secreto de este arte, alguna vez innato, casi siempre producto de un esmeradísimo cultivo del sentimiento.
El alma femenina -colibrí deslumbrante que revolotea sin rozar sus alas con el polvo- comprenderá muy bien las exquisiteces hondas que se atesoran en el olvido de la propia personalidad, para fijar la atención y el afecto en las necesidades, en los intereses o en las desdichas de los demás.
No son estas lecciones para los hombres.
En el campo de batalla de la existencia, el bálsamo que restaña la sangre de la abierta herida y la venda que anuda la fractura están mejor en manos de las que llevan la paz en el negro manto y en la blanca toca que en las de los que con la ametralladora o el fusil entonaron la canción de la guerra y de la muerte.
Hermana de Caridad es siempre la mujer. De caridad es la misión de limar asperezas sociales y de estrechar los vínculos de armonía entre los individuos de una familia y entre las familias de un pueblo.
Esta misión cumple a todas, y, seguramente, ninguna rehusará colaborar en tan alta empresa.
¡Es tan dulcemente agradable el ser y el parecer agradable!