El conversador erudito.

En una conversación hay personas que pueden hablar de muchas cosas porque su nivel cultural se lo permite.

Reflexiones sobre las costumbres. 1818.

 

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El conversador erudito.

No todos los petimetres son casquivanos y troneras, ni de aquellos que afectan un aspecto vivaracho para que lo tengan por talentos de primer orden, ni de los que van de tienda en tienda sentándose en el mostrador, o apoyando sobre él su humanidad fatigada de tanto ocio, esperando que vayan allí a comprar las que llaman ellos bellas mozas para decirles cuatro requiebros, y en cuyas tiendas no se atreven muchas de ellas a entrar por no dar con semejantes gavilanes, siempre arrojados; sino que hay petimetres muy circunspectos, modestos y eruditos, que siguen la moda menos por, vanidad que por conformarse con los de su calse, y no hacer un papel ridiculo en la sociedad, según ellos dicen.

Uno de estos eruditos es D. A.A. Obsérvesele con cuidado, y se verá en él un aire modesto, unos modales graves sin dejar de ser agradables, y una moderación en todas sus acciones que se lleva tras de sí los ojos y las voluntades de todos. No es como aquellos preciados de sí mismos, que a la primera entrada, desembuchan cuanto saben, y fatigan a los circunstantes con sus habladurías, gastando una infinidad de palabras para decir lo que con una estaría más bien dicho, dando mil vueltas a su menguado ingenio para ostentar una erudición que no tienen, y repitiendo en una parte lo que acaban de decir en otra; no, D. A.A. es un sujeto que no habla sino cuando lo pide la ocasión, y entonces sabe producirse con una noble naturalidad, sin afectación, y sin aquel tono de superioridad que choca a las personas aun las menos delicadas. El sabe cuanto puede saber un hombre de su clase y de su edad; está instruido en las matemáticas, en la filosofía y en la historia; pero no hace ostentación de estos conocimientos, sino que los reserva para sí, o para cuando se suscita la conversación entre personas que gustan hablar de cosas más importantes que de modas y de cortejos.

Un día que me encontró en la calle al cabo de mucho tiempo que no nos habíamos visto, me llevó a su casa; y después de una larga conversación me introdujo en la sala donde tenía su librería que, si no era copiosa, era muy exquisita. Di una ojeada por todos los libros, y le dije: "no veo aquí a ninguno de ésos filósofos de muestros días que tanto se aprecian". No quiero tales apóstoles en mi compañía, me respondió. Yono llamo filósofos a unos entes desproveídos de razón, de luces y de virtud; filósofo es aquel que de buena fe busca la verdad, y la medita después de haber impuesto silencio a sus pasiones; pero unos malvados que jamás les han hecho resistencia, ni aún a las más bajas y brutales; unos perversos endurecidos en la maldad, abandonados a una vida licenciosa, y embriagados continuamente en los placeres deshonestos, no deben llamarse filósofos, sino el oprobio de la filo sofía. ¿Qué hombre de honor puede leer los escritos de tales autores, cuya pluma no ha tenido otra guía que aquello que lisonjeaba sus pasiones? ¿Qué hombre de probidad podrá emplearse en la lectura de unos libros tan perniciosos, cuyo objeto es autorizar el libertinaje, dar a los vicios un barniz agradable, y presentarlo con todos los coloridos que ha sabido darles su diestro y enérgico pincel; unos libros que justifican el fraude, que ridiculizan la virtud, que declaman contra la severidad de costumbres, que intentan romper los vínculos más sagrados que nos unen, desvanecer las obligaciones que traen su origen de la misma dignidad de nuestro ser, y que son el apoyo de la sociedad? ¡Qué de perjuicios no han causado y causan en los jóvenes esos escritos detestables!

En vano están proscritos por las autoridades; los jóvenes disolutos y sin costumbres los buscan con ansia, y los leen, o por mejor decir los devoran, sin respeto al tribunal que los condena, y sin temor a las terribles penas en que temerariamepte incurren. Pero ¿qué temor han de tener ya unos jóvenes que aborrecen la religión, porque se opone a las malignas inclinaciones de su corazón; que declaman contra las leyes, porque ponen trabas a la libertad de sus pasiones? ¿Que...?

Yo estaba oyendo con gusto a mi petimetre y amigo D. A.A., cuando le llamaron para una diligencia precisa y hube de separarme de su amable compañía, y privarme de su agradable conversación. ¿Por qué no procuran imitar a D. A.A. tantos petimetres que consumen sus días en el ocio y en la disolución?