El hablador, el parlanchín, el pedante y el que sabe de todo en sociedad.
Las conversaciones en sociedad requieren que todo el mundo participe de forma prudente sin abusar del turno de palabra.
El hablador, el parlanchín, el pedante y el que sabe de todo en sociedad.
El ansia desmedida que algunas personas tienen de hablar en todas partes y sobre cualquier materia ¿qué otra cosa manifiesta sino la gran estima que hacen de sí, y la persuasión íntima en que estan de su elevado mérito? Pero muchas veces suele ser una prueba real de la debilidad de su espíritu; porque las impertinencias y sandeces que se les escapan sin advertirlo, descubren el poco caudal de su erudición, y la superficialidad de sus talentos.
D. A.A., que obtiene el primado de la petimetríay presume tenerlo también de la erudición; y así lo vemos en todas las tertulias, y en todas las conversaciones tomar el tono de maestro, y hablar con tanta autoridad y decisión como si fuera un oráculo. ¿Pero cuántas veces habla de lo que no entiende? ¿cuántas veces dice lo que se le ocurre sin meditarlo, y solo por no manifestar flaqueza, y confesar que ignora la materia de que se trata? Que el marinero hable del navío y de sus maniobras; de mares, y de vientos, y de borrascas; que el soldado hable de batallas, y de heridas, y de minas de cañones; el labrador, de los campos, de la siembra y de las cosechas; el pastor de sus ganados y de los pastos; todo esto es conforme a la razón, porque cada uno habla de asuntos pertenecientes a su profesión; pero que D. A.A., solemne petimetre, que se pasa una parte del día en rizar sus patillas, en disponer su pelo a la bombé, en desempolvar su vestido y en limpiar sus botas; la otra en tocar la flauta y la guitarra; la otra en el paseo y la comedia; la otra en el baile y en el cortejo; que D. A.A., digo, hable ((y a veces con desprecio) de los literatos de España, sin haber leído la historia de su literatura; que hable de poesía y de oratoria sin saber ni las reglas de una y otra arte; ni las calidades del talento poético, ni las del talento oratorio, y así de otras artes y ciencias sin haberlas saludado, esto es una pedantería insufrible.
Hablábase la otra noche en una tertulia sobre cierto punto de religión, y D. A.A con su acostumbrado tono quiso decidir resueltamente. - Despacio, señor D. A.A., le dije yo, que ese punto es muy árduo; ¿de qué autores ha leído usted esa materia? -En ninguno, pero mi razón me dicta lo que acabo de decir. - ¿Su razón? - Sçi, señor, mi razón; ¿para me ha dado Dios esa facultas de discurrior, de combinar, de ir cediendo de una consecuencia en otra hasta inferir la verdad de lo que se busca? - Esa facultad fuera excelente si estuviera como se la dio el Señor a nuestros primeros padres; pero habiendo prevaricado por su soberbia, que esta fue la causa de su inobediencia, quedó enflaquecida, viciada y expuesta al error. No es pues la razón un tribunal competente para decidir en materia de religión; la fe es a donde debemos recurrir. ¿Ha leído usted, pues, algún catecismo en el que se trate de esta fe, y de los misterios que a ella pertenecen, y del modo con que la fe ilustra la razón, e impide sus extravíos? - Yo no he leído más catecismo que el que me pusieron en las manos cuando iba a la escuela. ¿Y sobre ese fundamento tan débil quiere usted discurrir sobre materias tan altas? ¿qué discursos podrá usted formar que no sean débiles, y se desvanezcan como el humo? - Pero he leído otros libros que tratan de estas materias. - Y, esos libros ¿sirven para cimentarlo a usted en la religión, o para sofocar aquellas semillas que le quedaron en el alma cuando aprendió el catecismo que le dieron en la escuela?
Señor D. A.A., cuando se trata de asuntos que usted ignore, tome siempre el partido del silencio, y será al menos reputado por hombre prudente. Un hablador eterno solo puede adquirirse aplausos entre los ignorantes que se deslumhran de aquel brillante aparato de razones; pero las personas sensatas no se dejan seducir de vanas apariencias. ¿Qué por ventura no podemos hablar todos de religión? - Debíamos hablar todos de tan santa e importante materia; pero el daño está en que se habla muy poco de ella, y se estudia todavía menos. Muchas veces se trata de ella, pero es para insultarla; y este es el funesto efecto, que la lectura de algunos libros causa en los que no saben otro catecismo que el que le hicieron aprender en la escuela, si es que aun se acuerdan de él; porque ¿cuántos habrá que no sabrán dar razón de un artículo de nuestra santa fe si se lo preguntan? Y estos hombres que tienen la temeridad de leer libros que atacan a la religión ¿cómo podrán dejar de ser vencidos cuando no tienen armas para defenderse? Con esto enmudeció D. A.A., y mudamos conversación.