Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975). VI
Modestia y continencia en la expresión no dejaban de ser otros tantos correlatos de valores morales acordes con el ideario de la vida cristiana
Los manuales de cortesía en la España contemporánea (1875-1975)
La educación de la España de la Restauración parecía querer enterrar bajo siete llaves, no el sepulcro del Cid como recomendara Costa, sino la más leve manifestación de intimidad, de sinceridad personal y humana, proscrita, o no recomendable, por carente de distinción, incluso en la correspondencia más familiar, en lo que no deja de ser una manifestación del más puro, y yo diría que enfermizo, individualismo cargado de distanciamiento humano. Curiosamente, el modelo social cimentado sobre la familia, no resaltaba la comunicación interfamiliar, ni siquiera en cuestiones tan nimias y banales, al menos a los ojos del hombre contemporáneo, como el mero intercambio de noticias, en lo que constituye una contradicción en verdad sorprendente, y a la vez abrumadora, síntoma cierto de la inevitable esclerosis de esa página de la historia española reciente.
3.4 Un lenguaje cristiano para (y de) un mundo cristiano
Modestia y continencia en la expresión no dejaban de ser otros tantos correlatos de valores morales acordes con el ideario de la vida cristiana. Hasta tal punto es así que, para mejor ilustrarlos, los escritos del nacional-catolicismo apelan al mismísimo Jesús, niño modélico por excelencia, descrito con cierto detalle en sus costumbres infantiles (sic) entre las que cabe anotar dos hábitos de comunicación lingüística: las palabras de consuelo para el compañero afligido y la renuncia a imponerse en la conversaciones (Álvarez, 1964: 25).
Tampoco se escatimaban los esfuerzos para extraer algunas consecuencias lingüísticas del credo religioso, cuya evidencia era algo más que cuestionable, pero que en todo caso eran esgrimidas en términos indiscutiblemente absolutos, caso de las mencionadas implicaciones del octavo mandamiento y su decidida animadversión a la mentira.
Pero el cristiano no sólo participa de unas creencias y practica unos determinados ritos, sino que también, siguiendo el espíritu evangélico, testimonia su fe.
(Nota 13: Figura y situación de la que quedan testimonios en la literatura española de fines del XIX y principios del XX, aunque probablemente haya sido Galdós quien se haya encargado de retratarla con mayor precisión).
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La actividad lingüística no iba a dar la espalda a ese apostolado, más bien ofrecía ocasión propicia para ejercerlo, procurando que en las conversaciones apareciese, como fuera, el nombre de Dios, siempre en alabanza de sus dones y misericordia (Escuelas Pías, 1910).
Los nombres de Dios, de Jesús, de la Virgen y de los santos habían de ser invocados desde un respeto supremo (nota 14), sin consentir la más mínima sombra de blasfemia. El precavido comedimiento preconizado a lo largo y ancho de la urbanidad sólo concedía la excepción a reaccionar ante la blasfemia y la injuria contra Dios o contra los ministros de la Iglesia. Tales personas, no sólo eran merecedoras de la más enérgica repulsa por parte del buen cristiano, sino que automáticamente serían expulsadas de sus círculos íntimos, sin ni tan siquiera consentirles entrar en casa.
En fin, la escritura también ofrecía posibilidades de ejercer ese testimonio de fe, además de forma más permanente. El encabezamiento debía sentar los parámetros contextuales en los que discurriría el acto de habla escrito que debía desarrollarse a partir de ese momento. Establecería el eje espacio-temporal (lugar y fecha), una primera toma de contacto con el interlocutor que registraba ya el tipo de relación jerárquica desarrollada entre los participantes en el evento y, de manera más variable, signos que revelasen piedad cristiana como J(esús) M(aría) y J(osé), P(az) C(hristi) o L(audetur) J(esus)C(hristus). Con todo, la transcripción lingüística del fervor religioso es preocupación cronológicamente muy acotada. Los escolares que crecieron en la España de Franco, incluso los formados en algunas instituciones religiosas, no recibieron instrucciones tan drásticas como las anteriores, a pesar de la omnipresencia de la religión en sus vidas y en su educación.
3.5 La vida lingüística y el respeto al orden social establecido
La sociedad española de finales del XIX tenía su otro pilar cardinal en una estructura social fuertemente jerarquizada a la que, como es natural, tampoco era ajena la vida lingüística, menos aún en aspectos como la urbanidad verbal, tan susceptibles de ser estereotipados y, consiguientemente, empleados en calidad de agentes de discriminación social.
En todos los textos destinados al desarrollo de las buenas costumbres en el ámbito escolar predomina el convencimiento de que el individuo, en tanto que ser social, posee una ubicación en una pirámide social, en función de la cual organiza por completo su comportamiento, incluido el verbal, tanto en sus manifestaciones orales como en las escritas. En todas esas situaciones, la persona bien educada mantiene unas constantes, los preceptos contemplados como normas generales ya referidos en los apartados precedentes, que mantiene inalterables, sea cual sea su interlocutor, intención comunicativa y medio de transmisión del mensaje lingüístico.
(Nota 14: Las escolapias (1910: 131) recuerdan a Newton, quien solía descubrirse al escuchar el nombre de Dios).
Fuera de esos amplios márgenes referenciales, en la medida en que su identidad social se corresponde con su ubicación en el espectro, su comportamiento verbal ha de ser, dicho en términos generales, un reflejo del poder y de la hegemonía que ejerce hacia sus inferiores y, en lógica contrapartida, la aceptación del orden social establecido respecto de sus superiores. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, los constituyentes de los respectivos estratos sociales, la atribución de superioridad o inferioridad a determinados grupos y las formas de dirigirse a ellos varían ostensiblemente, hasta el punto de ser este el apartado más mutable de las reglas de cortesía en la sociedad española desde finales del XIX hasta pasada la segunda mitad del XX.
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Concluyendo el primer tercio del siglo, La Buena Juanita (anónimo, 1920?: 19) dispensaba la condición de superioridad social a padres, abuelos, tíos, maestros, personas constituidas de autoridad, sacerdotes, ancianos y, en general, todos los que no eran niños. Ello suponía una más que radical transformación respecto de la situación observada a principios de siglo, no sólo en cuanto a la manifestación explícita de superioridad, sino en relación al orden seleccionado para presentarla. Tanto es así que las publicaciones precedentes solían conceder prioridad absoluta al Papa y al Rey, en tanto que exponentes de las dos formas máximas de poder, el social y el divino, para ocupar el siguiente escalón los miembros de la familia real, grandes de España, obispos y arzobispos y milicia de alta graduación.
Sólo tras los tres grandes bastiones naturales e inmutables de la jerarquía social, se ocupaban de los poderes políticos, dando por supuesta la autoridad paterna en el seno familiar. Que algo cambió en España entre la primera y la segunda década del siglo XX parece una evidencia con cierto fundamento a la vista, no sólo de la reducción operada en el listado de personajes explícitos provistos de autoridad, sino de la radical transformación del punto de vista desde el que esta queda configurada. Si a principios de siglo se transitaba desde los poderes naturales en las monarquías tradicionales (papado, monarquía y milicia) hacia el poder civil y la familia, tan sólo diez o quince años después se habrá producido un viraje completo, lo que no deja de ser todo un indicio de la transformación que la historia de España estaba llamada a sufrir, entre otras cosas, liquidando el antiguo orden de corte absolutista, por más que el absolutismo de la Restauración fuese una manifestación penosa y decadente del mismo.
Hogar del respeto e inoculadora del mismo, la escuela, entre otros cometidos, tenía la vertebral misión de servir de vivero de actitudes conformes con lo establecido, inculcándolas a sus alumnos, pero también haciéndolas efectivas en la interacción comunicativa de las aulas, por supuesto, y en sentido amplio en todo el entorno escolar. A partir de esas coordenadas comunes, cada texto parece establecer unas preferencias u otras sobre la vida lingüística del aparato escolar, no excesivamente sistematizables, en parte más sujetas a modas de época que a posturas ideológicas encontradas.
Mientras que La Buena Juanita (1920?) insistía en la conveniencia de no delatar a los condiscípulos, las madres escolapias (1910) estimaban que en la obediencia escolar residía una de las dos formas de respeto que habían de hacerse patentes en el ámbito formativo: el del lenguaje, por un lado, y el de las acciones, por otro, ambos ingredientes ineludibles para pergeñar un comportamiento ejemplar del alumnado, cimentado en la obediencia, el respeto, la confianza y la gratitud.
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