Urbanidad de la limpieza y de la moda en los vestidos.
La limpieza en los vestidos es una de las cosas que más tienen que ver con la cortesía.
Urbanidad de la limpieza y de la moda en los vestidos.
La limpieza en los vestidos es una de las cosas que más tienen que ver con la cortesía; incluso, sirve en gran medida para dar a conocer el modo de ser y de proceder de una persona. A menudo también ofrece buena idea de su virtud, que no carece de fundamento.
Para que el vestido sea adecuado, es preciso que convenga a la persona que los usa y que sea proporcionado a su talla, a su edad y a su condición.
Nada hay más grosero que un vestido que no se adecua a la talla de la persona que lo lleva; eso desfigura a cualquier hombre, particularmente cuando es demasiado amplio, y tiene más anchura o más longitud de lo que corresponde a la persona que lo usa. De ordinario es mejor que un vestido sea más corto o más estrecho de lo que debe ser, que no demasiado ancho o demasiado largo.
Para que un vestido sea adecuado, también se requiere tener en cuenta la edad de la persona para quien se hace; pues no parece bien que un niño vista como un joven, o que el vestido de un joven no tenga más atavío que el de un anciano.
Sería inadecuado, por ejemplo, que un muchacho de quince años se vistiera de negro, a menos que fuera eclesiástico o se dispusiera a serlo en breve; parecería ridículo que un joven a punto de casarse llevara un vestido tan sencillo y tan liso como un anciano de setenta años. Lo que conviene a uno no es, ciertamente, apropiado para el otro.
No es menos importante que la persona que encarga un vestido tenga en cuenta su condición; pues no sería educado que un pobre se vistiera como un rico, y que un plebeyo quisiera vestirse como alguien de la nobleza.
Hay algunos vestidos, como son los vestidos sin adornos y de tela que no sea demasiado delicada, que son de uso común y que puede usar casi todo el mundo, salvo los pobres; pero parece más conforme con la cortesía que los artesanos dejen los vestidos de paño para las personas que son de condición más elevada que la suya.
En cuanto a los vestidos que llevan algún adorno, sólo son apropiados para las personas de condición distinguida.
Un vestido con galones de oro o de una tela preciosa sólo cae bien a una persona de la nobleza; un plebeyo que pretendiera llevar uno de esta clase, se haría objeto de irrisión; aparte de que haría un gasto que sin duda desagradaría a Dios, por estar muy por encima de lo que requiere su condición y de lo que sus posibilidades pueden permitirle.
Igualmente sería muy chocante que un tendero llevara una pluma en el
sombrero y una espada a su flanco.
Del mismo modo deben las mujeres acomodar sus vestidos a su condición. Si cuesta tolerar que una dama de calidad lleve falda bordada en oro, puesto que difícilmente es digno de una cristiana, esto sería una impertinencia en una mujer de la burguesía. Tampoco podría llevar un collar de perlas finas o con un diamante valioso sin ponerse por encima de su condición.
En el vestir, no ha de evitarse menos la excesiva negligencia que el excesivo cuidado. Ambos excesos son igualmente censurables. La afectación es contraria a la ley de Dios, que condena el lujo y la vanidad en los vestidos y en todos los adornos externos.
La negligencia en el vestir es señal de que no se presta atención a la presencia de Dios, o que no le tiene el debido respeto. También denota que no se respeta al propio cuerpo, al que, sin embargo, hay que honrar como a templo animado por el Espíritu Santo y como tabernáculo en que Jesucristo tiene la bondad de descansar con frecuencia.
Si se desea llevar un vestido adecuado hay que seguir la costumbre del país y vestirse, más o menos, como las personas de su condición y de su edad. Con todo, es importante tener cuidado de que no haya ni lujo ni nada superfluo en los vestidos; y hay que suprimir todo fasto y cuanto denote mundanidad.
Lo que mejor puede regular la conveniencia de los vestidos es la moda; es indispensable seguirla, pues como el espíritu del hombre está muy sujeto al cambio, y lo que ayer le agradaba hoy ya no le agrada, se ha inventado, y se inventan cada día, diversos modos de vestirse, para satisfacer a ese espíritu de cambio. Y quien pretendiera vestirse hoy como se vestía hace treinta años, pasaría por ridículo y extravagante. Con todo, es propio del hombre sensato no hacerse distinguir nunca en nada.
Se llama moda a la manera de hacer los vestidos, en el momento presente. Hay que conformarse con ella lo mismo en el sombrero y en la ropa que en los vestidos, y sería contrario a la urbanidad que un hombre llevara sombrero de copa o de ala ancha cuando todos los llevan bajo y de ala estrecha.
Con todo, no hay que seguir todas las modas desde el principio. Hay algunas que son caprichosas y raras, como hay otras que son razonables y corteses. Y lo mismo que no hay que oponerse a éstas, tampoco hay que seguir las otras sin discreción, pues de ordinario no las siguen más que un reducido número de personas y no tienen larga duración.
La regla más segura y razonable en lo tocante a las modas es no ser quien las invente, no ser de los primeros en adoptarlas, y no esperar a que no haya nadie que las siga, para abandonarlas.
En cuanto a los eclesiásticos, su moda debe ser conformarse el exterior y los vestidos de los eclesiásticos más piadosos y mejor regulados en su conducta, siguiendo en esto el consejo que da san Pablo, de no conformarse al siglo.