Tras la corbata.
Este curioso invento es una de las prendas más inútiles que conozco.
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha pretendido sentirse lo más guapo posible y en su afán por conseguirlo ha creado un sinfín de tonterías: trajes, vestidos, zapatos, joyas, cosméticos, etcétera, pero, de entre todos ellos, siempre me ha llamado la atención una: la corbata. Este curioso invento es una de las prendas más inútiles que conozco, pero que utilizado con cierta alevosía y premeditación se convierte en algo muy útil para ciertos sectores de la población.
Su inventor fue, sin lugar a dudas, un verdugo, porque estos funcionarios del Estado, además de colgar a sus clientes de la forma más elegante posible, tenían que realizar la operación contraria, o sea, descolgarlos. Nuestro avispado operario se da cuenta de que el nudo queda demasiado apretado alrededor del cuello para poder aflojarlo con las manos y decide cortar la cuerda unos treinta centímetros por encima de la cabeza. Después de colocar al fiambre dentro del ataúd, observa que si deja el trozo de soga con su nudo hacia delante, el aspecto del cadáver mejora ostensiblemente, detalle que agradecen mucho los familiares de la víctima y por lo que recibió más de una propina.
Pensando, pensando, un día se le ocurrió que si ese pedazo de cuerda favorecía a los muertos, mucho más favorecería a los vivos, así que, ni corto ni perezoso, aquí tenemos a nuestro protagonista, pavoneándose por su patíbulo, con un nudo corredizo en torno a su cuello.
A los espectadores de estos habituales espectáculos callejeros no les cayó en bajo este curioso detalle que tanto favorecía a nuestro amigo, por lo que, poco a poco, empezaron a copiarle descaradamente. Entre éstos, dio la casualidad de que se encontraba un sastre francés, venido a menos, a quien se le ocurrió sustituir la cuerda por trozos de tela de colores mucho más manejables y vistosos. La operación le reportó pingües beneficios y logró convertir este asunto casi en una moda. En vista del éxito obtenido decidió poner nombre a tan solicitada prenda y la denominó «cravate», en honor a la nacionalidad del verdugo que era «croata».
Más insólito todavía que su invención es que semejante prenda haya logrado sobrevivir hasta nuestros días. Creo que parte de su éxito se debe al poder de sugestión que ejerce sobre la persona que la lleva. Aquí, he de distinguir entre los que visten esta prenda con honestidad y elegancia, porque les gusta, y aquellos que la utilizan como parte de su uniforme laboral; estos últimos, de repente, se ven ante el espejo tres veces más guapos de lo habitual e infinitamente más atractivos e interesantes (de ahí la palabra «espejismo»).
Para que el efecto sea el deseado, la corbata necesita aliados, que encuentra en la camisa y la americana. Este trío es auténticamente temible, aunque si se deja acompañar por un traje completo y un teléfono móvil, es ya el no va más.
La víctima de la corbata sale a la calle más tieso que El Cid en su última batalla, observando de reojo el impacto emotivo que provoca en las hembras de su especie y alegrándose de las miradas de odio que le dirigen los especímenes de su mismo sexo, vestidos con unos trapos mucho más comunes y vulgares. Rápidamente se encaminará hacia un lugar de encuentro con más seres parecidos a él (ministerios, parlamentos, ayuntamientos, oficinas y cafeterías con camareros uniformados, generalmente) donde se siente a sus anchas. Estos sitios suelen «acojonar» al ciudadano de a pie que los visita; ellos lo saben y procuran utilizar ese poder de intimidación que les da su imponente atuendo, de una forma casi despótica, prepotente y haciéndoles creerse los dueños de este mundo. Yo, personalmente, me imagino al demonio, no con tridente y cuernos, sino con una horrible corbata.
No obstante, en honor a la verdad, debemos asentir que no es la corbata prenda desinteresada, sino que suele pasar factura a sus portadores, haciéndoles pasar algún que otro mal trago.
Para empezar, y éste es uno de sus inconvenientes más comprometedores, está el ocasionado por la formación de potentes gases en el transcurso de la digestión, que por su naturaleza volátil, buscan desesperadamente una salida. Aquí el nudo, siempre apretado, impide la salida más rápida y práctica, con lo que aquí tenemos a don Menganito pedorreando sin parar en los sitios más inoportunos, sin que su carísima colonia pueda mitigar la peste que mana de su respetable cuerpo.
Otro problema también oloroso y muy visual son los sobacos, ya que nuestro héroe rara vez se quita la chaqueta (por aquello de la etiqueta o protocolo, qué se yo...), con lo que la temperatura corporal suele ser más bien alta, dando lugar a esas inconfundibles humedades contorneadas por una línea de depósitos salinos blancuzcos, dejados en la camisa, que resultan tan antiestéticas. Pensándolo bien... ¿qué fue primero la etiqueta y el protocolo o la fastidiosa mancha? .
Un inconveniente más de esta maligna prenda es su manía de catar los alimentos que el hambriento encorbatado intenta llevarse a la boca. Su plato preferido es la sopa y a nada que se descuide nuestro personaje, la puede encontrar flotando alegremente entre los fideos.
En fin, hay cantidad de suplicios a los que la corbata somete a las víctimas, pero seguramente alargaríamos demasiado este artículo. Aún así, no puedo acabar sin decir que estos seres que utilizan cotidianamente este arranque de genialidad de un verdugo, por impersonales que parezcan, no dejan de ser humanos y que a veces se saltan todas esas normas a la torera, montándose unas bacanales nocturnas a las que llaman «cenas de negocios», que harían palidecer de envidia al mismísimo Calígula, y acabando generalmente con la pérdida de nuestra hermosa corbata en algún «night-club» de las afueras de la ciudad.