Protocolo Diplomático. Su historia y su misión. Cuarta parte

Siempre que una nación ha empezado a decaer y a arruinarse, esta decadencia había sido siempre precedida por la de su Diplomacia

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Protocolo Diplomático. Manos y mundo. La importancia de la Diplomacia en el mundo foto base akashjoshi772 - geralt - Pixabay

La importancia de la Diplomacia en el mundo

Pero si aún pudiera dudarse de la importancia de la Diplomacia en la vida de los pueblos, sería suficiente, para convencerse de ella, el reparar que, siempre que una nación ha empezado a decaer y a arruinarse, esta decadencia había sido siempre precedida por la de su Diplomacia; que las páginas más brillantes de ésta se hallan escritas en las del engrandecimiento de las naciones; y por si faltaran testimonios de esta verdad, la historia de la Serenísima República de Venecia, la de Italia toda y la de Francia lo prueban hasta la evidencia.

Es de notar, en apoyo de cuanto decimos, la diferencia, por todos conceptos digna de estudio, que existe entre la Francia después de los desastres de 1870 y el Piamonte después de la catástrofe de 1848, que lo dejó verdaderamente aniquilado. La primera, para reconstituirse, lo ha fiado todo al estudio y organización de los grandes ejércitos y al desarrollo del espíritu militar. La segunda, como nada podía esperar de sí misma, tuvo que buscar ejércitos fuera de su territorio, pagándolos con parte del mismo y encargando esta negociación al talento de sus hábiles y consumados diplomáticos, a los que confió y de quienes esperó toda la salvación de la patria.

La Francia, después de catorce o diez y seis años de postración, encerrada siempre en sus fronteras, ha tratado de reconquistar su influencia pasada y su prestigio perdido con expediciones como la de Túnez y con guerras, no muy afortunadas por cierto, como las del Tonkin y Madagascar: guerras que ya no pueden atribuirse, como se atribuían en otros tiempos, al orgullo y a la ambición de un tirano ni al despotismo de un Rey, que tan sólo por amor propio enviaba sus súbditos a ser carne de cañón, sino que alega el pretexto de civilizar pueblos salvajes mediante la conquista, con absoluto desprecio del Derecho de gentes.

El Piamonte, en cambio, a los once años de la derrota de Novara había encontrado ya un aliado y tenía el patriotismo de recompensar sus favores cediéndole dos provincias. El 10 de Junio de 1859, Víctor Manuel II leía en la apertura de las Cámaras aquel famoso discurso en que sobresalía la frase tan conocida: "Aunque nosotros respetamos los tratados, nos es imposible ser insensibles al grito de dolor que de todas partes de Italia se eleva hasta nosotros;" y terminaba con la declaración de guerra a Austria, guerra emprendida con el ingenioso y noble pretexto de socorrer a los italianos oprimidos que gemían implorando al Rey del Piamonte, que por ellos, sólo por ellos, desenvainaba su espada y que, por ellos también, cedía al aliado el territorio que era la cuna de su dinastía.

Magenta y Solferino hicieron presagiar nuevos y mayores triunfos; pero la acción de la diplomacia europea paralizó la marcha del ejército francés, y el sacrificio del Piamonte no se compensó entonces con los resultados que obtuvo de su aliado, que fueron bien escasos; pero en vez de desmayar y abandonarlo todo o de lanzarse solo, embriagado con sus triunfos, en aventuras que tal vez le hubieran sido funestas, siguió trabajando con sus hábiles Ministros hasta encontrar otro aliado; y a pesar de que la nueva campaña fue fatal a las armas piamontesas, que en Custozza y en Lissa recuerdan luto tremendo, su diplomacia les dio resultados inmensos, porque el 5 de Julio el Moniteur del Imperio francés anunció la cesión del Véneto el mismo día que se supo el desastre de Custozza y unos días antes de la catástrofe de Lissa, firmándose poco después (el 12 de Agosto) el armisticio de Cormons.

Y todo esto era resultado del trabajo prudente y constante de aquella diplomacia piamontesa que, con hombres como el Conde de Cavour, que es capaz de hacer triunfar en un Congreso, aun contra todo derecho, la causa de los intereses de su patria; y para convencerse de ello, bastará leer el acta de la sesión del 8 de Abril del Congreso de París de 1856 en que, reunidos los plenipotenciarios, lord Clarendon, representante de un país que aceptó y defendió en Verona la doctrina de Monroe, dijo que "si un Gobierno no puede tener, en principio, el derecho de intervenir en los negocios de otro Estado, hay, sin embargo, casos excepcionales, en que no solamente es un derecho la intervención, sino que es un deber" (doctrina que más tarde ha apoyado sir Ed. Creasy); y en el acto, el Representante de Cerdeña, Conde de Cavour, aprovechándose de la teoría de lord Clarendon, hizo reconocer a los Plenipotenciarios del Austria, de la Francia, de la Gran Bretaña, de Prusia, de Rusia y de Turquía, la necesidad de que las tropas francesas evacuasen el territorio de los Estados de la Iglesia, y que constase esta declaración en el protocolo, y consiguió también un acuerdo de los Plenipotenciarios reconociendo la eficacia que tendría la aplicación de ciertas medidas de clemencia que debían adoptar los Gobiernos de los diversos listados italianos, y muy especialmente el reino de las Dos Sicilias, tanto para las cuestiones políticas como para los delitos de esa índole; y este artículo se aprobó el mismo día en que se negó al Plenipotenciario y Presidente del Congreso, Conde Colonna Walewski, el insertar en el protocolo una protesta contra la conducta irregular de la prensa belga, que insultaba y calumniaba continuamente al Imperio francés, y en la misma sesión en que se rechazó la idea de aconsejar al Rey de Cerdeña que retirase sus tropas del Principado de Mónaco.

Igual tacto y habilidad desplegaron el Ministro Farini y el General Cialdini para arrancar en Chambery el famoso "faites vite" a Napoleón III cuando fueron a solicitar su beneplácito para ocupar las Marcas y la Umbría, siempre bajo pretexto de intervenir tan sólo para restablecer el orden público. Más tarde, esa misma diplomacia aseguró la neutralidad de Europa ante los actos de los revolucionarios italianos: obtuvo hasta cierta protección para ellos en la expedición de los mil de Marsala y para todos los actos de Garibaldi en Napóles.

Y de este modo, siempre con el auxilio eficaz de sus inteligentes y hábiles diplomáticos, en los que todavía se ve el espíritu del inmortal Secretario de la República de Florencia, el débil y derrotado Piamonte ha llegado, desde los desastres de Novara en 1848, a la ocupación de Roma en 1870, éxito que no es debido, en verdad, al grito de ¡avanti Savoia! ni al empuje de sus bravos cazadores, más valientes que afortunados en la lucha, sino al constante trabajo y esfuerzo de esa diplomacia, organizada con tanto cuidado y tacto por el reino de Cerdeña; diplomacia que, valiéndose de ficciones políticas como la cesión del Véneto, del consentimiento europeo a las empresas de sus filibusteros, enviando agentes revolucionarios que levantasen las provincias y obteniendo después el asentimiento de las potencias para ir a apaciguarlas, ha convertido su patria, de simple expresión geográfica que era, en potencia de primer orden.

España, cuna de grandes diplomáticos y de insignes políticos, debe sacudir el letargo en que yace, y seguir organizando su diplomacia, para que sea capaz de hacerla realizar los grandes ideales, en los que se ve un inmenso porvenir; ideales con que le brindan su posición, su historia y su poder: porque si la época de las conquistas va pasando, en cambio empieza hoy la época de las federaciones, en la que nos espera la suprema preponderancia política del mundo.

En efecto, si los pueblos de lengua y origen común llegaran a unirse, no por medio de la fuerza ni de dominaciones fratricidas, sino ligando sus intereses y conservando cada cual su propia autonomía y su propia nacionalidad, es indudable que nosotros, tratando de disminuir los obstáculos que entorpecen nuestra unión con el Reino vecino, renunciando a vanas quimeras de dominio, estrechando los lazos de fraternal y sincera amistad con las naciones que un día fueron colonias nuestras, podríamos fundar sólidamente la gran Federación IberoAmericana, que levantándose poderosa entre todas las potencias, realizaría un ideal nobilísimo: la unión de los pueblos que, teniendo el mismo origen, deben tener las mismas aspiraciones para la mutua defensa de su independencia y de sus derechos.