Escuela de mayordomos: los futuros profesionales del servicio. II
Vida privada, el dilema. Abdicar de la propia y callar la ajena. Discreción, disciplina y presencia son imprescindibles
Escuela de mayordomos: la prudencia y la discreción de un profesional
Sin la americana, con mandil, la camisa remangada y guantes de látex, Daniel Jackson deja al descubierto uno de sus tatuajes, en el antebrazo. "Para trabajar como mayordomo me los tapo", señala. Este canadiense treintañero vino a TIBA "porque pensé que sería una buena experiencia para mí". Lleva algunos años en el sector de la hospitalidad, con trabajos menores y remuneraciones escasas. Su mujer, embarazada, trabaja en una oficina, pero aceptaría que él se convirtiera en mayordomo de una familia. "Este trabajo es, básicamente, sacrificado. Sacrificas tu vida, a tu familia, tus vacaciones", dice. Pero es un tiempo que algunos aprovechan para hacer caja, y luego, es el momento de los sueños personales.
A Vincenzo Massarella le gustaría trabajar para el Papa. O en un resort y, tal vez dentro de diez años, en una familia. "Sería un problema para mi vida privada. Aunque a mi novia le gusta que sea mayordomo. ¿A qué chica no?", dice. "Los mayordomos existirán siempre, porque siempre habrá ricos", afirma Roger Wyss. "En función de para quién trabajes tienes más o menos vida personal", continúa este suizo que ha servido en aviones y barcos particulares.
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Vida privada, el dilema. Abdicar de la propia y callar la ajena. Discreción, disciplina y presencia son imprescindibles. "He trabajado con gente que sé que cometía ilegalidades, pero no podemos juzgar a nuestros amos ni ponerlos a ellos o a otros empleados en peligro. Debemos protegerlos, y a nosotros también", cree Curtis Akerlind. Cambió la dirección de castings en Hollywood por el servicio, y ahora es mayordomo jefe de la escuela. Un relaciones públicas exquisito que responde a las dudas de los alumnos.
"He barrido cocaína por la mañana y he oído charlas sobre prostitución, pero no he dicho nada", interviene Stéphane Flachard. "Si mi jefe hiciera algo ilegal, dejaría el puesto. Existen unos límites", defiende Urs Roos, químico suizo en la cincuentena que ha depositado en la mayordomía una segunda vida laboral, sin jubilación a la vista. "Hay aspectos de este trabajo que rayan y traspasan la moralidad y la legalidad -reconoce Sir director-, a mí me han pedido drogas y prostitutas, y cada mayordomo debe actuar como considere. Siempre puedes decidir qué hacer".
Tras más de 12 horas diarias de lecciones, uso del inglés como lengua vehicular, cargar con el peso de la perfección y tiempo para deberes, al llegar al apartamento, los alumnos piensan en que se acerca el gran día. La graduación es una jornada de celebración, aunque puede que no todos los alumnos superen el listón de Wennekes y su equipo.
Unos días antes, el castillo alberga una cena con invitados reales. Los nervios corren por el inmueble desde primera hora de la mañana, y el despliegue empieza tras la comida: hay que poner la mesa para la quincena de comensales. "Hoy los errores no se pueden permitir; ocurrirá algún accidente que no me gustará, pero ocurrirá -les instruye el director-, pero tras siete semanas ya tenéis que estar preparados y concentrados sin que os lo tenga que decir. Concentraos y sonreíd. Empieza el baile del servicio". La música invade el castillo, y platos, copas, cubiertos y demás objetos van cubriendo la larga mesa de madera. Cada uno debe ocupar el espacio que le corresponde, sin asimetrías ni torceduras. Con una vara de madera, Sir director comprueba que las distancias se ajusten a la norma. Guantes para que ni una huella manche el brillo de los tenedores o el borde de un plato. Costa señala las copas mal alineadas con un puntero azul. Mirar, remirar y ajustar. Detalles. Pasa una hora.
El jardín y la entrada deben estar perfectos. Un camino de velas guía el recorrido de la verja a las escaleras del castillo. El sol se pone, el frío aprieta, y varias parejas de premayordomos aguardan fuera hasta que todos los invitados están dentro. Luego, el servicio: serenidad frente al comensal, carreras en la cocina. En el pasillo cuelgan notas con las instrucciones de la coreografía nocturna. A cada mayordomo le corresponde un invitado, sin olvidarse de la armonía del conjunto. Aperitivos, primeros platos, segundos, postres y cafés. Glenn van den Broek ha preparado una comida especial.
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En la sobremesa, el cansancio asoma entre el nerviosismo, hasta que la satisfacción y el aplauso se apoderan del vestíbulo, más allá de la una de la madrugada, con los invitados camino de sus casas. No son robots ni máquinas de precisión. Ni herederos de un oficio por genética o condición social. Ni amantes devotos de la rigidez y las viejas tradiciones. Son las caras de una profesión con menos corsés de los imaginados y un futuro viable, porque en el mundo seguirá habiendo ricos, repiten ellos. Próxima estación: China, donde la escuela TIBA ya tiene un pie asentado.
- Escuela de mayordomos: los futuros profesionales del servicio. I.
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