La comida. Comer de forma correcta
No es adecuado ni distinguido hablar con encomio de un banquete o festín en el que se ha tomado parte o al que uno ha sido invitado
Los buenos modales en la mesa
Aquella urbanidad
Las reglas de etiqueta se adaptan a los cambios sociales. Pero, creemos que es bueno conocer cómo eran esas normas o reglas en otros tiempos.
Es tan natural la inclinación del hombre a buscar el placer en la bebida y en la comida que san Pablo, al exhortar a los cristianos a que realicen todas sus acciones por amor y para gloria de Dios, se ha creído obligado a explicitar concretamente la de beber y comer, porque es difícil comer sin ofender a Dios, y la mayoría de los hombres comen como animales y para satisfacerse.
Y, con todo, no se opone menos a la educación que a las reglas del Evangelio el manifestar que está uno apegado a beber y a comer; lo que sería, según expresión de san Pablo, poner su gloria en lo que debe sernos motivo de confusión. Por eso es propio del hombre sensato hablar poco de esta acción y de lo que a ella se refiere; y cuando se está obligado a hablar del tema debe hacerse con parquedad y circunspección, de modo que se vea que no hay afición alguna a ello y que en modo alguno se rebusca el mejor paladar. No es adecuado ni distinguido hablar con encomio de un banquete o festín en el que se ha tomado parte o al que uno ha sido invitado, ni complacerse en relatar lo que se ha comido o lo que se piensa comer.
Uno de los mayores reproches, y de los más injuriosos, que los judíos pudieron hacer, aunque injustamente, a Nuestro Señor Jesucristo es el de que le gustaba el vino y la buena comida; es también uno de los más sensibles que se pueda hacer a un hombre honrado, y con motivo: porque nada indica mejor la bajeza de un espíritu, y el primer efecto de los excesos de la boca es, según la palabra de Jesucristo, que entorpecen el corazón, y la consecuencia del exceso del vino, según san Pablo, es que conduce a la impureza.
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Nada hay tan contrario al buen sentir que tener permanentemente en casa la mesa puesta, pues da a entender que no se toma nada tan a pechos y que no se piensa más que en llenar el vientre, y en hacerlo su dios, como dice san Pablo. En efecto, esta mesa constantemente dispuesta, es como un altar continuamente dispuesto para ofrecerle carnes, que son las víctimas que se le sacrifican.
No es menos indecoroso comer y beber a todas horas, y el estar siempre dispuesto a hacerlo huele a tragón y beodo. Al contrario, corresponde a un hombre prudente y ordenado el regular de tal modo la hora y el número de sus comidas que sólo un asunto urgente y extraordinario pueda hacerle cambiar el momento, o que el tener que acompañar a alguna persona que no se esperaba le haga comer a deshora.
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Hay gente que todos los días, o por lo menos frecuentemente, tienen citas con sus amigos para comer o merendar juntos y en esta especie de comidas comen y beben con exceso. Todo cristiano que quiera llevar una vida regulada debe desprenderse de esta clase de compañías.
La práctica más corriente entre las gentes bien educadas, cuando desayunan, es tomar un trozo de pan y beber un vaso o dos: fuera de esto, hay que contentarse con la comida y la cena, según acostumbran los hombres sensatos y bien ordenados, quienes creen que estas dos comidas son suficientes para satisfacer las necesidades de la naturaleza.
Es contrario a la urbanidad y huele a aldeano, ofrecer bebida a los que nos visitan, e insistir, a menos que se trate de alguien que llega acalorado del campo y tiene necesidad de un pequeño refrigerio. Si sucede que alguien nos invita fuera de esta necesidad, no debemos aceptar, y excusarnos lo más cumplidamente posible.
En lo tocante a banquetes, la urbanidad exige a veces el organizarlos o participar en ellos; pero no debe hacerse sino muy raramente y como por necesidad. Esto nos quiere hacer entender san Pablo, cuando nos dice que no debemos vivir banqueteando: quiere también que los festines no sean ni espléndidos ni disolutos; es decir, que no supongan demasiada abundancia y variedad de viandas y que no se cometan excesos: en lo cual las reglas de la urbanidad se ponen de acuerdo con las de la moral cristiana, de la que nunca nos está permitido alejarnos, ni siquiera por complacencia o condescendencia con el prójimo, ya que sería caridad mal ordenada y puro respeto humano.