Exceso de la infelicidad social durante los pasados siglos. III.

Los asesinos que osaban atacar al rey, a cardenales, a obispos, a condes acompañados de mucha gente, y asaltar ciudades poderosas, debían ser formidables para los viandantes particulares.

El nuevo Galateo. Tratado completo de cortesanía en todas las circunstancias de la vida.

 

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El exceso de la infelicidad social durante los pasados siglos.

En el siglo undécimo los bosques de Inglaterra rebosaban en tantos y tan terribles agresores, que los habitantes de las comarcas inmediatas inventaron una plegaria particular contra los ladrones, y la recitaban cada noche al cerrar las ventanas de sus casas. Esas compañías de bandidos hallaban protección en los barones que acogiéndolos en sus castillos los sustraían a la acción de la justicia con el pacto de repartir con ellos el fruto de sus robos. En el reinado del débil Enrique III de Inglaterra, todos los castillos y casas fuertes de la nobleza eran otros tantos receptáculos de agresores. El condado de Hampshire contenía tan crecido número que los jueces no podían encontrar testigos que osasen declarar contra ellos. El rey se quejó de haber sido insultado y despojado pasando por su territorio, y luego se averiguó que muchos de los nobles que formaban parte de la casa del rey pertenecían a la sociedad de aquellos ladrones.

Aunque Eduardo I empuñara con más firmeza las riendas del Estado, sin embargo en su reinado una cuadrilla de ladrones asaltó en el año 1285 la ciudad de Boston durante la feria y se llevó un botín inmenso. Su capitán Roberto Cumberland, gentil hombre, rico y poderoso, fue preso, juzgado, condenado a muerte y ejecutado; mas no se le pudo arrancar el nombre de ninguno de sus cómplices.

A la ferocidad juntaban esas gentes la impudencia. Uno de sus capitanes había hecho bordar en su vestido con letras de plata esta inscripción: "Soy Warner, capitán de una cuadrilla de ladrones enemigo de Dios, sin compasión ni misericordia". Es menester convenir en que los ladrones de nuestros tiempos son menos desvergonzados y menos impíos. No es difícil comprender que los asesinos que osaban atacar al rey, a cardenales, a obispos, a condes acompañados de mucha gente, y asaltar ciudades poderosas, debían ser formidables para los viandantes particulares y para los habitantes de los pueblos, y los hechos lo confirman plenamente. El robo se hizo tan de moda, que según algunos escritores, en el solo reinado de Enrique VIII fueron muertos en Inglaterra veinte y dos mil ladrones y agresores.

A la suma ya extraordinaria de los males hasta ahora indicados, es preciso añadir las frecuentes pestes que desolaron antiguamente la Europa.

Durante la república romana, el período medio entre una y otra peste fue calculado en veinte y un años.

Desde Octavio Augusto hasta el año 1680 de la era cristiana, se cuentan noventa y siete enfermedades pestíferas, cuyo periodo medio fue de diez y siete años. La época más fecunda en calamidades que presenta la historia se halla entre los años 1060 y 1480, en cuyo transcurso de tiempo se cuentan treinta y dos pestes terribles y destructoras, cuyo intervalo medio se reduce a doce años.

En el solo siglo XV, durante el cual las enfermedades y las desventuras de toda clase llegaron al colmo, la Europa fue catorce veces devastada por una peste horrible y casi universal, lo que reduce el intervalo medio a siete años.

Los esfuerzos de los príncipes y las reclamaciones de la filosofía han conseguido alejar la peste de la mayor parte de Europa y relegarla al Oriente, en donde bajo la custodia de la ignorancia y de la superstición se conserva y reproduce. Nosotros añadimos aquí, que aun esto mismo ya no es verdad, pues merced a la frecuencia y rapidez de las comunicaciones, al actual sistema de cuarentenas y a la idea dominante de que ante todo debe procurarse evitar entorpecimientos al comercio, las pestes no quedan relegadas en Oriente, sino que vienen con frecuencia y vendrán todavía más a menudo a diezmar la Europa, la cual estima en más las riquezas procuradas por el comercio, que la vida de sus hijos y la felicidad de las familias.

La lepra introducida quizás en Italia por los bárbaros en el siglo VII fue extendiéndose en los siguientes. Las cruzadas redujeron esa enfermedad puede casi decirse a constitución secular combinando la lepra oriental con la conocida en Occidente. Esa enfermedad se propagó hasta tal punto que en el siglo XIII Francia contaba ya dos mil hospitales de leprosos, y en toda Europa pasaban de diez y nueve mil.

En el siglo XVI Alemania se lamentaba del inmenso número de leprosos que tenía.

A los males reales es preciso añadir los imaginarios más fuertes y más frecuentes que aquellos. El hombre, ser naturalmente débil y por lo tanto medroso, teme todo lo que no conoce y todo lo que juzga superior a sus fuerzas. Los temores están en razón de la ignorancia, como las caídas en razón de la debilidad. Los progresos del saber humano nos han librado de mil espectros, que asediaban sin cesar el espíritu de nuestros mayores. Como no conocían los fenómenos físicos, atribuían a la intervención del demonio las cosas más naturales y temblaban. Un rumor nocturno producido por los muebles a causa de las alternativas de la humedad y de la sequedad, era para ellos el grito de un alma del purgatorio y temblaban. La enfermedad de un niño, de un buey, de una res cualquiera, era efecto de un maléficio y temblaban. La cola o la barba de un cometa anunciaba según la astronomía de entonces estragos y pestes, y los hombres temblaban. Sí un cualquiera vociferaba la proximidad del fin del mundo, nuestros mayores le daban crédito y temblaban.

Lo peor era que como los males más comunes eran atribuidos al demonio, no se buscaba el remedio para librarse de ellos, y por otra parte suponiendo ejecutores de las órdenes del demonio a personas a las cuales se apellidaba magos y brujos, a estos se los castigaba con penas atroces. Todos los códigos de los pasados siglos hablan de maleficios, esto es, de delitos imaginarios de los cuales no es posible formarse idea. Hasta últimos del siglo XVI era general la persuasión de que los brujos suscitaban las tempestades, y por esto eran quemados, como entre otros documentos podemos citar el horrible proceso formado en 1583 en Berlín contra dos pobres viejos que fueron quemados.

Los desórdenes que turbaron la iglesia en los siglos XIV y XV fueron causa de que muchos abandonasen en Alemania las opiniones dominantes en Italia, y esto ofreció hincapié a que haciendo una terrible mezcolanza de esos errores con las preocupaciones dichas, fuesen llevados al patíbulo como brujos muchos millares de personas, y esta calamidad no se concretó al imperio, sino que vino a generalizarse en otros Estados de Europa.