Las disputas. II.
Las personalidades suelen agriar los ánimos en las disputas, y por lo común apelan a ellas los que más desprovistos están de razones.
Las disputas en sociedad.
Entre las causas de las disputas es preciso indicar la manía de explicar los hechos antes de tener seguridad de su existencia, lo que da lugar a que se dispute con más calor y que todos hablen como suele decirse en el aire.
Las personalidades suelen agriar los ánimos en las disputas, y por lo común apelan a ellas los que más desprovistos están de razones. En el calor de la disputa suele perderse de vista el asunto primitivo y van divagando entre incidentes, uno a levante y otro a poniente, éste hacia arriba, otro hacia abajo, de manera que después de altercar con si y no, después de una hora de tempestad, después de quedarse sin voz y sin pulmones, los disputantes se encuentran más lejos de la meta que al comenzar la disputa. Se aprovechan de esta disposición de los ánimos aquellos que temen que la decisión de la disputa será contraria a su objeto, y se detienen en una palabra, hacen hincapié en una semejanza, cuestionan sobre una idea accesoria. Del calor contra las razones se pasa al acaloramiento contra las personas, y los disputantes acaban por enfurecerse, de la disputa se pasa a las injurias, que son las galantes razones de los héroes de Homero. En virtud de este acaloramiento y en medio de esa lucha de vecindad, cada uno se obstina en su dictamen primero, aunque al oírle parezca persuadido de lo contrario.
Entre las reglas que impiden o disminuyen los inconvenientes de las disputas ocupan el primer lugar la de abstenerse en las asambleas numerosas de indicar por el nombre a la persona a quien se responde; así en la Cámara de los Comunes los ingleses en sus discusiones, en vez de decir el nombre de su adversario, dicen el noble lord, el honorable miembro de mi derecha, mi docto amigo, o sencillamente mi preopinante. La razón de esta regla es, que la especificación del nombre es un llamamiento más vivo al amor propio que cualquiera otra manera de indicar la persona. En el primer modo de hablar se olvida la persona individual y no se considera más que su carácter político. Se conoce la utilidad de esta regla si se reflexiona que en el calor de la disputa, los contendientes sufren mucho para sujetarse y la pasión se inclina a violarla.
Es también un medio de evitar esos inconvenientes, no atribuir a motivos irregulares ni a intención perversa las opiniones ajenas. También esto lo observan religiosamente los ingleses. Con toda libertad se puede echar en cara al preopinante su ignorancia, sus errores o sus falsas interpretaciones de un hecho, pero es menester abstenerse de increpar los motivos que le inducen a proponer o a contestar. Extendeos acerca de todas las consecuencias perjudiciales de la medida propuesta o de la opinión que defiende, demostrad que serán funestas al Estado, que favorecerán la tiranía o la anarquía, mas no supongáis que vuestro adversario haya previsto o deseado tales consecuencias. Rigurosamente hablando esta regla está fundada en la justicia, porque si es difícil conocer los verdaderos y secretos motivos que obran en vuestro ánimo, es una temeridad descubrir los que mueven el ánimo de los demás, y cada uno sabe por experiencia propia cuantas sospechas han resultado falsas en esta clase de averiguaciones. La reserva que esta regla impone, es útil a todos, por que sostiene la libertad de opinión y echa por tierra las acusaciones injustas. En los debates políticos y en la guerra cada hombre debe renunciar a los medios que no quisiera ver empleados en su contra.
Dicha regla es particularmente conforme con la prudencia, pues si creéis que vuestro antagonista está equivocado, quizás no se mostrará reacio en abrazar vuestra causa si se la presentáis en su desnudez, sin más escolta que los argumentos que la demuestran; mas si comenzáis haciendo sospechosas sus intenciones, le ofendéis, le provocáis, y no le dejáis la calma necesaria para escucharos atentamente. Entonces se declara vuestro contrario, el calor se comunica de uno a otro, sus amigos se interesan a favor suyo, y de aquí se originan muchas veces resentimientos, que saliendo fuera de la discusión, asocian a la oposición política toda la aspereza de los oídos nacionales.
Un hombre de carácter benévolo, modesto en medio de su superioridad, generoso a pesar de su fuerza, fía solo en sus argumentos y se desdeñaría de deber el triunfo a las intenciones supuestas malvadas de su contrincante.
Conduce a lo mismo no perder el tiempo ni las palabras refutando cosas notoriamente falsas. En estos casos es mejor truncar el discurso o atenerse al dictamen de los presentes, pues los discursos los enojarían sin por esto persuadir al contrario. El orgullo sin embargo podrá engañaros y haceros reputar por palpablemente falsas las ideas de otro o palpablemente verdaderas las propias; mas el fastidio o la aprobación que notareis en el rostro de los presentes os servirá de norma para terminar la discusión o seguirla.
Tiene el propio objeto no responder a las injurias que en el calor de la disputa se deslizan de los labios del adversario. Pega pero escucha, decía Temistocles a Euribíades, que levantaba el bastón para probar su tesis.
Esta firmeza de ánimo en el hombre que era un valiente, nos dice que deben despreciarse las injurias cual si no fuesen oídas ni dichas, y defender las propias ideas, con toda la sangre fría de la razón. En efecto, por una parte en el calor de la disputa se escapan de la boca palabras que se retractan cuando ese calor ha cesado, y por otra parte la caída de los demás no justifica la nuestra. En estos pasos, una contestación urbana que de muestra serenidad de ánimo causa más impresión que un torrente de villanías. ¿Por qué me dirigís injurias en lugar de razones? ¿Habéis tomado acaso por injurias las razones mías? decía el amable Fenelon al impetuoso Bossuet. Asaltado el padre Bonhours por una batería de injurias por Mr. Menage, recogió un centenar de las más villanas, y después escribió debajo de ellas estas palabras: "Es preciso convenir en que Mr. Menage es un hombre muy cortés".
Sirve para idéntico fin salir de improviso con algún grande absurdo que excitando la risa haga cesar la disputa. La cotidiana experiencia demuestra la eficacia de este medio. Quien en el calor de la disputa se descuelga con algún chiste agudo, parece deciros que renuncia a ella espontáneamente y que quiere continuar siendo vuestro amigo, cuando vuestra vanidad fingía en él un enemigo. Este generoso rasgo nos sorprende agrabablemente, y aquella vanidad que quería vencer en disputa no quiere quedar vencida en generosidad, y los ánimos se tranquilizan. Voiture había picado y agriado a un cortesano, el cual quería obligarlo a batirle. La partida no es igual, dijo el poeta: "vos sois grande y yo soy pequeño, vos sois valiente y yo soy cobarde, vos queréis matarme, entonces aquí me tenéis muerto". Con esto hizo reír al cortesano y por lo mismo quedó desarmado.
- Las disputas. I.
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