Principios generales de la urbanidad y las buenas maneras. I.

Las reglas de urbanidad son las que fomentan y conservan las sociedades.

Novísimo Manual de Urbanidad y Buenas Maneras para uso de la juventud de ambos sexo.

 

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La urbanidad y las buenas maneras.

Aunque las reglas de urbanidad no se encuentran en ningún código de las naciones olvidadas, son, sin embargo, las que fomentan y conservan las sociedades; pues nos enseñan a ser metódicos en nuestros actos; a evitar a los demás toda clase de disgustos; a tolerar los caprichos y debilidades de los hombres; a ser amables, sacrificando nuestras comodidades y gustos a las comodidades y gustos ajenos, y a proceder, en fin, con aquel tacto fino y delicado que nos hace capaces de plegarnos a todas las circunstancias, y dar una alta idea de la elevación y dulzura de nuestro carácter.

Lo que en sociedad se llama cortesía, dice el célebre Alibert , no es más que el modo atento de expresar todos los sentimientos de la benevolencia.

Y en efecto, en una sociedad en que cada cual solo pensase en sí mismo, obrase a su antojo, y siguiese el impulso de sus instintos, pronto se disolvería para, ser reemplazada por la desunión y el odio.

Si los hombres no se adulasen unos a otros, dice Vanvenargues, no habría sociedad.

He aquí como desenvuelve esta idea el festivo y razonador Alfonso Karr.

Estamos tres sentados a la mesa , dos hombres y una mujer. Se sirve una gallina; naturalmente los tres tenemos gana de comer un alón.

A no ser por la urbanidad, el hombre que está trinchando comenzaría por tomar uno de los dos alones; el otro hombre se apoderaría del segundo alón. Si el tercer convidado fuese un hombre habría combate. Pero merced a la urbanidad, comenzamos por servir un alón a la señora; cada uno de nosotros ha disminuído su probabilidad de comer un alón, pero halla la recompensa de este sacrificio dudoso en la vanidad de pasar por hombre fino. Os ofrezco el segundo alón, e insistís para que yo me lo guarde. Si cedo, es para obedeceros; os priváis de un placer, pero no quedáis humillado y conserváis sobre mi una ventaja que hace me perdonéis la insignificante privación que os causo.

Además, no he tomado el alón, sino que me la habéis dado, y yo os le había ofrecido.

Lo que digo de los alones de gallina se aplica a todas las relaciones sociales.

Podríase dividir la urbanidad en tres secciones: la familia o el círculo doméstico, las personas extrañas de confianza, y las personas con quienes el poco trato o lo elevado de su posición nos precisan a adoptar los ceremoniales de la severa etiqueta.

En las dos primeras secciones la urbanidad ha de ser gradualmente franca, natural y sencilla, huyendo al mismo tiempo de la demasiada y grosera confianza, que es causa, según proverbio, del menosprecio, y de la ridícula exageración de la etiqueta, que acabaría por entibiar los puros afectos del alma. La etiqueta es preciso reservarla exclusivamente para la tercera sección, en que están comprendidas las sociedades de alto tono, y para aquellos actos, cuya solemnidad excluye, absolutamente, todos los grados de la familiaridad y confianza.

No obstante, siempre es más tolerable en el trato el hombre excesivamente ceremonioso que el groseramente familiar, porque éste se expone a ser molesto con su estemporánea familiaridad.

Es, pues, más prudente que todas nuestras relaciones comiencen bajo los auspicios de la etiqueta, y para que ésta pueda llegar a convertirse en familiaridad, es mejor que antes pase por el crisol del tiempo y la conformidad de caracteres, cualidades y situaciones.

La verdadera amistad, dice lord Chesterfield, es una planta que crece lentamente y nunca llega a robustecerse sino injertada en el tronco de un reconocido y recíproco mérito. Guardémonos de regarla excesivamente para que florezca más pronto, añadimos nosotros, pues solo conseguiremos anegarla y marchitar su tempano y débil tallo.

El que no pasa los límites de una cortés etiqueta, no se expone a los desaires de la reserva ajena, y es preferible que los demás se adelanten hacia nosotros, antes que nos precipitemos ligeramente a su encuentro, no sabiendo cómo seremos recibidos. Una prudente reserva al principiar todas nuestras relaciones, nos hará acreedores al dictado de juiciosos. y formales.

Nada hay más ridículo que esas amistades de un día, que están basadas en el aire, y para las cuales no preceden ni méritos, ni sacrificios, ni afinidad de sentimientos, porque éstos no pueden reconocerse al primer golpe de vista. Esas amistades son como las flores que solo viven un instante, y cuyas hojas secas son dispersadas por el viento. A esas afecciones repentinas sigue, generalmente, el olvido, y a veces el pesar y la vergüenza; porque el hombre que prodiga sin reflexión el sagrado título de amigo y se ve precisado sin cesar a recogerlo, da muestras de un carácter ligero e inconsiderado, indigno de obtener el verdadero aprecio de los hombres sensatos y reflexivos. Procedamos, pues, con suma cautela, y antes de dar el nombre de amigo, estudiemos bien los quilates de su mérito; antes de querer internarnos en el santuario de su confianza, asegurémonos de que contamos con la dulce simpatía de su alma y que está deseoso de concedérnosla.

Esta prudente reserva no excluye la afectuosidad que debemos usar con todas aquellas personas que se dignan tratarnos con benevolencia.

Es una regla importante de urbanidad, el someternos estrictamente a los usos de etiqueta que encontremos establecidos en los diferentes pueblos que visitemos, y aunen los diferentes círculos de un mismo pueblo, en donde se observen prácticas que les sean peculiares. Debemos también someternos al imperio de la moda, siempre que no se aparte de la moral y las buenas costumbres, y seguir las alteraciones que introduzca, adaptando nuestra conducta a los usos que sucesivamente fuere admitiendo la sociedad en que vivimos.

Cuando en sociedad ignoremos la conducta que debemos observar, sigamos el ejemplo de las personas más autorizadas y distinguidas, o procuremos obrar con circunspección, porque esto siempre acreditará nuestro buen juicio.

El hábito de respetar las conveniencias sociales, contribuye a fomentar nuestro tacto, y a acomodar nuestros trajes, modales y palabras, al sitio, personas y circunstancias que nos rodean.

El tacto social no puede sujetarse a reglas; por cuanto nace del buen sentido de cada uno; sin embargo, nos puede servir de norma para conducirnos bien y con sensatez, el verdadero anhelo de no agraviar a nadie, y por el contrario complacer a cuantos nos concedan su aprecio.

Es preciso para esto distinguir la edad, la categoría y el carácter de que están investidas las personas con quienes alternemos, y no confundirlas a todas, prodigándolas iguales atenciones.

Tratemos con reverencia a los sacerdotes, con respeto a los altos dignatarios, con humildad a los ancianos y personas respetables, con franca deferencia a los de nuestra edad y nuestro rango, y con benevolencia a los inferiores.