Urbanidad de la verdad y de la sinceridad que la cortesía exige en las palabras.

De las condiciones que la cortesía pide que acompañen a las palabras.

Reglas de cortesía y urbanidad cristiana para uso de las escuela cristianas.

 

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De las condiciones que la cortesía pide que acompañen a las palabras.

Quiere la cortesía que el cristiano no profiera nunca palabra alguna que sea contraria a la verdad o a la sinceridad, que falte al respeto debido a Dios y a la caridad para con el prójimo, que no sea necesaria o útil, y que no se diga con prudencia y discreción. Esas son las condiciones que la cortesía exige que acompañen a todas nuestras palabras.

Urbanidad de la verdad y de la sinceridad que la cortesía exige en las palabras.

La honestidad no puede consentir nunca que se diga algo falso; por el contrario, según el consejo de san Pablo, exige que al hablar al prójimo, todos digan la verdad. Siguiendo el parecer del Sabio, nos presenta la mentira como mancha vergonzosa en el hombre; y la vida de los mentirosos, como vida sin honor, a la que siempre acompaña la vergüenza. También, con el mismo Sabio, afirma que la mentira en que se ha incurrido, por debilidad o por ignorancia, no exime de confusión.

Por eso el Profeta Rey, tan conocedor de las reglas de la cortesía como de la verdadera piedad, dice que si alguno desea que sus días sean dichosos, debe guardar su boca de proferir mentira. Y el Sabio quiere que miremos la mentira como algo detestable, y asegura que el ladrón es mejor que el hombre que miente sin cesar, porque la mentira se halla siempre en la boca de personas desordenadas. Y podría, incluso, decirse que bastaría entregarse a la mentira para llegar en seguida al libertinaje, aunque no se tuviera otro vicio; y la razón es la que da Jesucristo para inspirar horror a la mentira, pues dice que el diablo
es su inventor y padre.

Puesto que la mentira es algo tan vergonzoso, todo lo que a ella se aproxima, por poco que sea, es del todo contrario a la cortesía. Por tanto, cuando nos preguntan o cuando hablamos a alguien, no es educado decirle palabras equívocas o de doble sentido; de ordinario, cuando parece que no se puede decir simplemente la verdad o lo que se piensa, es más apropiado excusarse cortésmente que proceder con doblez en las palabras; pues la doblez en la lengua, dice el Sabio, atrae suma confusión. Eso es también lo que san Pablo condena en los eclesiásticos como algo inadmisible en ellos.

Hay que ser particularmente muy circunspecto en las palabras cuando alguien nos ha confiado algún secreto. Sería gran imprudencia descubrirlo, aun cuando recomendáramos a nuestro interlocutor que no se lo diga a nadie, y aunque quien nos lo comunicó no nos hubiera encargado no decirlo a nadie. Pues, como dice muy bien el Sabio, quien descubre los secretos de su amigo pierde toda confianza y se pone en situación de no encontrar más amigos de corazón.

Incluso considera esta falta mucho más importante que el injuriar al amigo, cuando añade que después de las injurias hay aún posibilidad de reconciliarse; pero cuando el alma es tan vil como para llegar a revelar los secretos del amigo, ya no queda ninguna esperanza de retorno, y es inútil tratar de ganarlo de nuevo.

También es gran descortesía usar el disimulo con una persona a quien se debe respeto. Es señal de poca confianza y consideración hacerlo con un amigo, pues no es honesto, en modo alguno, disimular, con quienquiera que sea, y servirse para ello de cierto modo de hablar o de algún término que no se pueda comprender, sin estar obligado a dar la explicación.

Cuando se está en grupo, es de muy mal gusto hablar a una persona en particular y servirse de expresiones que los demás no entiendan. Siempre hay que compartir con todos los del grupo lo que se dice. Si se tiene que decir algo secreto a alguien, hay que esperar para ello a estar solos; y si el asunto urge, para decírselo hay que retirarse a algún sitio del lugar donde se está, después de haber pedido permiso a los del grupo.

Como a menudo sucede que se dan noticias que son falsas, hay que tener sumo cuidado de no creerlas fácilmente, a menos que se conozcan de buena fuente o que se esté muy seguro de que son ciertas. Tampoco se debe decir nunca de quién se han sabido, si se piensa que no le gustaría a quien las dijo.

Hay que esforzarse por ser tan sincero en las palabras que se pueda adquirir reputación de leal y hombre de palabra, en quien uno puede hallar seguridad y en quien se puede confiar. Es aviso que da también el Sabio, y que considera muy importante, mantener la palabra y comportarse fielmente con el prójimo; nada es tan honroso para la persona como la sinceridad y la fidelidad en las promesas; e igualmente, nada la hace más despreciable que faltar a la palabra dada.

Así como que es propio de la honestidad ser fiel a la palabra dada, también es gran imprudencia comprometerse a la ligera y sin haber pensado bien antes si se podrá realizar fácilmente. Por eso nunca se debe hacer ninguna promesa de la que no se hayan sopesado las consecuencias, y sin haber examinado cuidadosamente si no se lamentará después.

Si ocurre que los otros no quieren creer lo que se dice, hay que evitar mucho molestarse por ello, y mucho más dejarse llevar a excesos de impaciencia, como proferir palabras duras o hacer reproches; pues quienes no se convencen con razones, mucho menos lo harán con la pasión.

En un hombre es vergonzoso usar fraudes y engaños en sus palabras. Quienes lo hacen, se ponen en situación de no tener ya credibilidad alguna entre los hombres, y se exponen a una especie de infamia, al pasar por trapaceros.

No es conveniente contar los sueños, por muy hermosos y santos que sean; pues no son, según el Sabio, más que fruto de la imaginación. Hacerlo es también indicio de cortedad de espíritu.