Civismo y buena educación.

¿Por qué todavía hay gente que no se comporta bien en la calle y los transportes públicos?

La Vanguardia

 

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En los últimos tiempos el Ayuntamiento de Barcelona ha emprendido una campaña publicitaria a favor del civismo. En los anuncios que he podido ir viendo en los medios de transporte público de la ciudad, se pretende llamar la atención de los usuarios por medio de preguntas retóricas del tipo "¿Por qué todavía hay gente que no paga el billete?" o "¿ Por qué todavía hay gente que no se comporta?" Está claro que los responsables de la campaña han pretendido huir de planteamientos que pudieran parecer en exceso cargados de moralina, y lo han hecho por medio de un recurso ciertamente hábil: en vez de intentar persuadir a la ciudadanía de que debe ser cívica, le han trasladado a ésta la cuestión, en principio más simple, de por qué todavía hay tanta gente que no lo es.

Hay que empezar reconociendo la polisemia del término civismo, análoga en tantos aspectos a la que presenta la expresión "buena educación", de la que es pariente próximo. En su libro "Virtudes públicas", Victoria Camps proponía la siguiente caracterización de "buena educación": "Decimos que una persona está ‘bien educada’ cuando se comporta correctamente, conoce y practica las normas de cortesía al uso, no pierde la compostura y sabe estar en cualquier parte". De hecho, el propio lenguaje ordinario incorpora rasgos de esta definición cuando caracteriza al maleducado como alguien a quien "no se le puede sacar de casa".

Con todo, parece evidente que con esto no basta para dar cuenta del contenido completo de la expresión. Probablemente sean los términos "urbanidad" y "cortesía" los que mejor sirvan para mostrar el doble fondo que contiene. Está el uso meramente formal, al que se refería la caracterización presentada por Camps. Pero luego está el otro uso de la buena educación, señalado más claramente por el término "urbanidad".

Desde su misma etimología, la urbanidad evoca la vida urbana, la existencia en sociedad. No en vano a la urbanidad también se la puede denominar civilidad, y refiere a un saber vivir en común, sin que medie un conocimiento personal. En ese sentido, la buena educación contendría un importante elemento de respeto hacia el otro, de consideración hacia él (de hecho, en muchas ocasiones utilizamos la expresión "falta de consideración" como sinónimo de "mala educación"). Ese respeto, claro está, debe adoptar las formas adecuadas a su propósito. Si alguien, obsesionado por mantener un comportamiento impecable, por ser extremadamente cuidadoso en sus modales, generara en los demás un cierto malestar (supongamos: porque les provocase la sensación de que no conseguían estar a la altura de tanta etiqueta), yo nunca diría que es, en sentido propio, bien educado. Porque la educación tiene un componente importante de amabilidad o, por ser algo más descriptivo y menos categorial, un elemento de lo que pudiéramos llamar "hacer sentir bien al otro".

Hablando del otro sinónimo de buena educación, la cortesía, el filósofo francés André Comte-Sponville lo ha enunciado de una manera nítida: la cortesía no es una virtud, es un simulacro de virtud. La cortesía -especialmente durante la educación en la infancia- tiene algo de ensayo general de la moral. Se empieza por la cortesía ("eso no se hace") para luego pasar a la moral ("eso no se debe hacer"). De esta relación entre las dos esferas se desprende una consecuencia importante para lo que pretendemos plantear aquí: no tendría demasiado sentido empeñarse en defender a toda costa los buenos modales. Dentro de ellos resulta obligado distinguir entre los que sirven para hacer visible un cierto tipo de valores, que nos pueden parecer legítimos, y los que vehiculan normas francamente discutibles. Ceder el asiento a una persona mayor supone un gesto de deferencia y solidaridad hacia quien es físicamente más débil. Pero tendría perfecto sentido que alguien rechazara -por considerarlos, pongamos por caso, sexistas- los valores subyacentes en ciertas formas clásicas de galantería.

Habría que ser prudente, pues, antes de deslizarse hacia ese tipo de afirmaciones demasiado sumarias, que pasan, sin transición alguna, de lamentar la caída en desuso del tratamiento de "usted" a deplorar la pérdida de todo tipo de valores, por poner un ejemplo. Ejemplo que, por cierto, tiene fácil refutación: desde hace mucho se ha impuesto en la mayoría de las aulas universitarias el tuteo entre alumnos y profesores, resultando dicho tratamiento compatible del todo con una actitud respetuosa entre unos y otros, es decir, sin que constituya en absoluto el primer paso, la coartada o la justificación para el abandono de cualesquiera normas.

Desafortunadamente, no se puede decir lo mismo de muchas personas presuntamente bien educadas, que, con la sonrisa en los labios y sin perder ni las formas ni la compostura, son capaces de las conductas más desalmadas. La cosa, pues, parece estar clara. Ser bien educado, por sí solo, todavía no garantiza nada. Pero ser maleducado -o, volviendo al principio, incívico- tampoco. Mucho menos, mejor dicho. Si entendemos la buena educación en el sentido que hemos venido diciendo, me atrevería a afirmar, dejando atrás ya los matices, que una persona bien educada puede ser una mala persona, pero dudo mucho de que una persona maleducada pueda ser una buena persona.