La percepción de lo correcto.
El Protocolo, entendido como técnica para ordenar los actos de los hombres, no es una ciencia exacta.
La presencia de la sociedad civil en los actos oficiales.
No necesariamente hay que invitar a todos a todo. Por lo tanto, hay que adecuar el acto a su verdadero sentido y dimensión, resaltando la representación más acorde con su propia naturaleza, dentro de unos límites razonables, entre otras cosas, al propio espacio. Además de las autoridades tradicionales, las representaciones de la vida civil deben ser adecuadamente tratadas y ordenadas con criterios de escrupulosa cortesía.
El Protocolo, entendido como técnica para ordenar los actos de los hombres, no es una ciencia exacta. Tampoco la vida lo es. Pero, pese a estas verdades, lo cierto es que todo el mundo, en el ámbito respectivo donde se desenvuelva cada uno posee eso que acertadamente se ha dado en llamar "la percepción de lo correcto". En este sentido, uno de los problemas que suscita mayor controversia entre especialistas y profesionales es el modo de ordenar en las diversas situaciones -oficiales o no- la presencia de los representantes de eso que se ha dado en llamar "la sociedad civil", eufemismo socorrido, a veces sin el menor sentido, para englobar en el mismo saco a instituciones y personalidades muy diversas, desde corporaciones profesionales a clubes de alpinismo.
Algunos profesionales del Protocolo parecen reclamar plantillas o criterios guía para todo, puesto que se sienten desorientados y perdidos cuando han de afrontar situaciones nuevas o no previstas. Pertenecen a este grupo quienes demandan mayor repertorio reglamentista a la hora de determinar dónde colocar a un presidente de Cámara de Comercio o al de una asociación de vecinos. Olvidan que ni el Gobierno, ni las autoridades autonómicas o locales poseen capacidad -fuera de la de establecer, en cada caso, los reglamentos pertinentes de precedencias y ceremonial público y oficial- para regular otro tipo de actos que escapan a su jurisdicción y competen, obviamente, a la esfera de quien los organiza, aunque las autoridades oficiales sean -o no- invitadas.
Pero si el exceso de reglamentismo es inadecuado, entendido como tal la obsesión porque todo esté escrito, aunque no sea aplicable -porque nadie puede obligar a imponerlo-, también lo es el abandono aleatorio, para ir resolviendo los problemas sobre la marcha, con el criterio que a cada uno se le active en cada caso, pero sin ninguna previsión anterior. Pero, entonces, ¿cómo regulamos protocolariamente a la sociedad civil? ¿Con qué plantilla o parámetros la ordenamos y en qué casos?
Al famoso y superado Real Decreto de Precedencias del Estado se le achaca, con razón, sin duda, que se ha olvidado ordenar también la presencia de las representaciones de la repetida sociedad civil que, en condición de tales, acuden a los actos oficiales. Sin duda, pese a las fallas del referido Decreto, su ámbito de aplicación está correctamente formulado. No es allí, por tanto, donde debemos establecer los criterios guía para ordenar a esas otras representaciones en los actos de carácter oficial, dejando que ellas mismas se ordenen internamente, salvo en el caso que de ser necesario se requiera.
En 1948, la Diputación de Lugo publicó, bajo el título de "Protocolo oficial", breve y completo, un folleto, donde se aborda -dentro del contexto de la época- la cuestión que hoy debatimos aquí. En esta curiosa recopilación se observan dos apuntes interesantes sobre los que vamos a incidir, por ser oportuno estribo para la discusión.
En el ordenamiento propuesto están autoridades y representaciones, con las características del momento, divididas en dos bloques, según se tratase de las primeras autoridades (alcalde, gobernador civil, gobernador militar, alcalde, etc.) y el resto de todo aquel que representase algo en la ciudad. En esta curiosa propuesta se reconocen honores o precedencias a las más diversas instituciones, mezclando las de carácter público con colegios profesionales, directores de instituto, ingeniero del puerto, delegados de empresas de carácter público, instituciones religiosas, cofradías, casinos y todo lo demás, hasta los directores de los periódicos y las asociaciones de la prensa, jueces, asociaciones deportivas y todo cuanto representase algo, fuera lo que fuere.
Esta fórmula ecléctica, a la que se agarran algunos responsables de protocolo en nuestros días, puede servir para salir del paso, pero es necesario ir más allá. Proponemos un debate para hacer sereno entre los profesionales para fijar, con criterios valorativos ponderados, cómo ordenamos lo que no está previsto en las normas jurídicas que ordenan las precedencias oficiales.
Primero: La regla de la especialización.
Es decir, la confección de una serie de listas de autoridades y representaciones, según la naturaleza del acto a ordenar. Cada lista debe expurgarse previamente antes de ser cruzada con otra. Por ejemplo: en la inauguración de la "Casa de las palabras", es decir de una institución cultural, no cabe duda de que debe cuidarse que todas las asociaciones y entidades de este ámbito estén representadas. No necesariamente hay que invitar a todos a todo. Por lo tanto, hay que adecuar el acto a su verdadero sentido y dimensión, resaltando la representación más acorde con su propia naturaleza, dentro de unos límites razonables, entre otras cosas, al propio espacio.
Segundo: La regla de la ponderación.
Aplicando criterios de evaluación de la valencia de cada entidad o representante en función de la propia importancia objetiva y representatividad de la institución o la persona que vamos a colocar en una lista de protocolo. Por ejemplo, en una ciudad marítima, la autoridad portuaria es un personaje relevante; pero también lo puede ser en un pequeño pueblo castellano el director del hospital comarcal. En un determinado contexto, una personalidad o representación puede poseer un carácter del que carezca en otro.
Tercero: La regla del equilibrio.
Además de las autoridades tradicionales, las representaciones de la vida civil deben ser adecuadamente tratadas y ordenadas con criterios de escrupulosa cortesía. En todo caso, el presidente de la Cooperativa de Armadores del puerto de Vigo es mucho más importante que el comandante de Marina en un acto relacionado con la actividad económica de la ciudad. Salta a la vista o, incluso, que el capitán marítimo del puerto -autoridad oficial ahora en este ámbito- es un representante administrativo a estos efectos. Estos dos últimos son meras autoridades delegadas del Capitán General del Departamento o del Ministerio de Transportes, respectivamente, pero el presidente de los armadores es un cargo electivo de una institución que aglutina a todas las empresas pesqueras del primer puerto de Europa en esta especialidad. Tiene una doble valencia, la que le da el carácter de se elegido y la que objetivamente posee la entidad que representa.
Cuarto: La regla de la vinculación.
Es de sentido común que, si el presidente de la Cámara de Comercio o una determinada empresa patrocinan una actividad de una entidad pública, el representante de aquella corporación o de la empresa en cuestión, han de ser colocados, en su caso, en lugar preferente dentro del acto oficial de que se trate. Ocurre con frecuencia, por ejemplo, cuando una entidad privada o mercantil sufraga los gastos de recuperación de un monumento o de cualquier otra pieza del patrimonio nacional, regional o local.
Quinto: La regla de la tradición.
Cierto que el Reino de España es un estado aconfesional y que en el Protocolo oficial no se contempla ni prevé dónde colocar a las autoridades eclesiásticas. Pero, ¿como puede ignorar el Ayuntamiento de Compostela al arzobispo de la ciudad, que fue, además, el señor de la urbe? ¿O cómo puede ignorar la Universidad de Santiago, que fue fundada, precisamente, por un antepasado del actual arzobispo? Por lo tanto, a falta de norma reglada, la tradición acude en nuestro socorro, con el refuerzo de que en el propio ámbito de lo jurídico, costumbres y tradiciones son fuentes de Derecho.
Estas cinco reglas, o criterios de reflexión, no pretenden ser un prontuario, sino una simple guía de razonamiento para aplicar, según el caso, a cada situación concreta. Ni quieren ser exhaustivas ni se agotan en su propia exposición. Son un mero apunte para el debate permanente. Lo dicho, el Protocolo no es una ciencia exacta. Pero hemos de hacerla lo más aproximada posible al ideal de lo correcto en cada caso.