La cortesía familiar y el arte de agradar

La urbanidad y la finura son, por lo menos, tan indispensables en la vida de la familia como en las relaciones sociales fuera del hogar

El arte de agradar. Manual de la verdadera educación. 1905

 

Cortesía familiar. La cortesía familiar y el arte de agradar foto base skeeze - Pixabay

La urbanidad, los buenos modales y la buena educación dentro del hogar

Aquella urbanidad

Es muy general y muy loable el deseo de conocer perfectamente y en todos sus detalles las fórmulas y los deberes que la urbanidad y la buena educación imponen en el trato social. Pero en muchísimas personas este deseo se limita y se ciñe casi exclusivamente a lo que se refiere o afecta a las relaciones exteriores, cuidándose poco o nada de lo que atañe al orden doméstico.

Por lo común, se considera que la cortesía ha de entenderse principalmente en lo que concierne a los extraños, bastando para ello el saber vestir con corrección, visitar con oportunidad y expresarse discretamente.

Pues bien; la urbanidad y la finura son, por lo menos, tan indispensables en la vida de la familia como en las relaciones sociales fuera del hogar.

La cortesía en el trato de los que viven bajo el mismo techo, unidos por los vínculos de la sangre, es siempre el resultado lógico y la consecuencia de costumbres adquiridas desde la más tierna infancia. Esta cortesía no puede improvisarse; ha de ser un hábito, y de no serlo, cualquier circunstancia, por pequeña que sea, hará visible que es producto del estudio y de la afectación lo que se pretendió hacer pasar como naturalísima y delicada sencillez.

Mas, no obstante tamaño inconveniente, son tantas y tan grandes las ventajas que proporciona esta manera de ser, que conviene a todo trance ponerla en práctica allí donde no exista, desarrollarla donde esté poco extendida y depurarla hasta la exquisitez donde se encuentre bien cultivada. Ha de tenerse siempre en cuenta que los resultados serán tanto más satisfactorios cuanto más jóvenes sean los educandos, pues la infancia y la adolescencia tienen el grado más perfecto de flexibilidad para plegarse dócilmente ante las exigencias sociales.

A poco que se medite, habrá de convenirse en que esta manifestación educativa honra de igual manera a los que la practican y a los que enseñaron a practicarla.

Recíprocamente, la descortesía es motivo de vergüenza para los descorteses y para los que en tiempo oportuno no pusieron a ello coto.

De la ineducación de la juventud son en primer término responsables los padres y los maestros que, con el ejemplo y con la palabra, por abandono o por exceso de tolerancia, no enfrenaron las demasías de la niña, las imprudencias del párvulo o los arrestos indiscretos e inmoderados de la mocedad.

Desde los albores de la existencia, desde el instante en que el alma despierta a la vida de relación, hay que enseñar y hay que exigir la cortesía a los pequeñuelos. Para lograr mejor el objeto apetecido es indispensable que todos cuantos rodean al niño den repetidos ejemplos de amabilidad, de deferencia y de dulzura. Y al decir que el ejemplo ha de ser dado por todos, incluímos hasta a los sirvientes en la conducta que han de observar los amos para con ellos y ellos para con los amos.

No basta, no, con la educación puramente teórica; no es suficiente fuerza la de la palabra; si la práctica no responde a la teoría, si los hechos desmienten a los dichos, habremos perdido inútilmente el tiempo sin conseguir el fin deseado.

'Preciar' con el ejemplo

No puede el padre exigir cortesía a los hijos cuando los hijos tienen a la vista las rudezas del padre para con la madre o para con otros parientes y criados. Hay que evitar que los niños aprendan de los labios paternos expresiones de desdén, de menosprecio y de mofa, que al cabo, llamándolas por su verdadero nombre, son groserías.

Proceded de un modo contrario; pensad en la familia que so pretexto de franqueza se cuida poco de atenuar o de pulir lo rudo de la expresión, y veréis a qué extremo llega impulsada por este criterio. A medida que los dichos y los hechos encuentran su sanción en la costumbre, el defecto se ensancha, se exagera y arraiga con más fuerza. El que ayer era descortés en sus palabras para con la familia, es hoy grosero en el desentono y expresión de su lenguaje, y tal vez mañana sea brutal, realizando las amenazas que hace cerrando el puño y abriendo el grifo de las injurias.

Las virtudes más exquisitas, las cualidades más bellas, dejan de serlo cuando van unidas a esta carencia de educación. Una persona bonísima y virtuosísima, pero descortés, es siempre antipática y desagradable, porque cuando la educación no ha logrado modificar las violencias e intemperancias de un carácter, el individuo se encuentra en un estado de inferioridad manifiesta, que le coloca más cerca del bruto irracional que del ser racional y consciente.

Aunque parezca exagerado, bien puede afirmarse que, para el trato en sociedad, es preferible un tonto bien educado a un sabio grosero.

Corrientemente se dice que hay que evitar el trato de un descortés: ese descortés es un extraño. Pero cuando el descortés está en casa, cuando los descorteses somos nosotros, ¿qué hacer?

Son muchos, y algunos muy imperceptibles, los matices de la descortesía.

El padre que descompuestamente riñe con su esposa, prepara a sus hijos a que le imiten faltando al respeto a la que siempre debe ser respetada.

La señora que se permite impertinencias a propósito de una parienta o amiga, educa a sus hijos en la escuela de la incorrección.

Hay más. Un caballero está de visita hablando con el dueño de la casa; entra en la habitación la esposa de este último; el visitante, en virtud de los más rudimentarios preceptos de educación, deja el asiento para saludar a la señora. ¿Qué hace el marido?... Muchas veces una grosería. Permanecer sentado, sin otra razón que la de no creerse obligado a levantarse, por tener suficiente confianza con su esposa. Esto es sencillamente una desconsideración censurable.

"Hijo eres, padre serás; lo que tú hicieres, contigo harán"

Lo menos que puede hacer el dueño de la casa es imitar la conducta del visitante, y, en justa correspondencia a la atención de éste, dejar el asiento como muestra de cortesía al acto cortés de que le hacen objeto directo o indirecto.

Conducirse de otro modo equivale además a tratar al visitante como a inferior, a quien se puede mirar en pie continuando sentado el que por superior se tiene.

No hay para qué presentar nuevos ejemplos. Apuntemos, sí, que, en familia como fuera de ella, el exceso de amor propio y el desprecio a los demás son causas determinantes de la descortesía.

Los mayores en edad han de poner especial empeño en ahorrar humillaciones y en no herir en sus sentimientos a los que les rodean.

El afecto y aun el egoísmo deben estimularles a proceder así.

Por algo reza un adagio: "Hijo eres, padre serás; lo que tú hicieres, contigo harán".