La urbanidad bien entendida.
El hombre es un ser social y la urbanidad le ayuda a relacionarse de forma correcta con los demás.
La urbanidad bien entendida.
El hombre no se basta a sí mismo, y por lo tanto no ha nacido para vivir aislado. Débil por naturaleza y desde su primer vagido asaltado de continuo por necesidades sin cuento, impelido por deber y por instinto a conservar su existencia y a perfeccionar sus diversas facultades, busca la sociedad en la que tan solamente le será dable encontrar medios de proveer a aquellas. El consorcio de sus semejantes engendra a su vez el deseo irresistible de lograr su estimación.
Y ¿qué talismán más prepotente existir puede para atraernos mutuamente que la urbanidad bien entendida? Porque, si manifestamos a los otros nuestro aprecio con palabras y modales ordenados con discreción y agrado; si les tributamos los miramientos y distinciones a que son acreedores, no podremos menos de disponerlos a favor nuestro, y de recibir de ellos las muestras de consideración a que tenemos derecho. De este cambio de finas atenciones, exclusivo de las naciones civilizadas, resulta el equilibrio de la balanza social. Proscríbase de entre ellas la cortesía, y no tardaréis en verlas niveladas con los pueblos bárbaros del África, o con los salvajes de la América y Oceanía.
Y si de las hipótesis descendemos a los hechos e invocamos el testimonio de la experiencia, nos convenceremos desde luego que el hombre constituido en sociedad, aunque fuese un tipo de virtudes, aunque abarcase con su inteligencia la mayor suma de conocimientos que caben en su limitada órbita, en vano esperaría brillar en el gran mundo si, a pesar del saber y probidad, no diese realce a su persona con la inestimable joya de la buena crianza.
Se concibe que no hablamos de aquella cortesía falaz que, más bien que cortesía, es un conjunto de ceremonias ridículas, de mentidas y frívolas protestas, y en suma, una engañosa máscara que sirve de velo a la hipocresía, a la ambición y a la vanidad. La urbanidad verdadera, la que tanto encarecemos, es aquella que procede de la moral cristiana; es esa virtud preciada que unida a la caridad nos impele a complacer a los hombres, haciéndonos al propio tiempo agradables a los ojos de los demás.
Estas ligeras reflexiones que no necesitamos explanar, bastan para inculcar a nuestros jóvenes, a quienes las dirigimos, toda la importancia de la civilidad, y a par de ella la necesidad de cultivarla desde los primeros albores de la vida. Más tarde fuera empresa poco menos que imposible el querer arrancar de cuajo los hábitos groseros que con el abandono hubiesen germinado en su ánimo; descuido funesto que llenos de rubor deplorarían cuando adultos, al verse rechazados del honroso trato de la culta sociedad. Nada hay más molesto y repugnante que un sujeto impolítico; y por el contrario nada más dulce y atractivo que una persona cortés.
Reasumir, pues, en breves páginas los preceptos de la buena crianza, estableciendo al mismo tiempo clara y sencillamente las bases sobre que estriba, tal ha sido el objeto que nos hemos propuesto al redactar estos versos. Convencidos, por otra parte, del gusto y facilidad con que los niños aprenden las composiciones en verso, hemos adoptado esta forma para que se fijen más grata y hondamente en su memoria unas reglas que el humano trato ha erigido en leyes inviolables.