Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 16 de Enero de 1.993.

Discurso de Su Santidad, Juan Pablo II, Miembros del Cuerpo Diplomático Acreditados ante la Santa Sede, 16 de Enero de 1.993.

 

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Excelencias;

Señoras y señores:

1. En el umbral de este año 1993 me agrada mucho recibir las felicitaciones que, en vuestro nombre, el señor embajador Joseph Amichia ha expresado con delicadeza. Os agradezco vivamente vuestra presencia, así como el interés y la comprensión benévola con los que seguís diariamente la actividad de la Santa Sede.

Os ruego que aceptéis los deseos fervientes que elevo a Dios en la oración por vosotros, vuestras familias, vuestra noble misión de diplomáticos y vuestros pueblos.

Ciento cuarenta y cinco países mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Sólo en el año 1992 dieciséis naciones quisieron establecer este tipo de colaboración. Estoy contento porque esta mañana, por primera vez, veo entre vosotros a los embajadores de Bulgaria, Croacia, México y Eslovenia. Así, las esperanzas y expectativas de la mayoría de los pueblos de la tierra resuenan en el corazón mismo de la catolicidad. Espero que las circunstancias permitan que otros países se unan a los que ya están representados aquí. Pienso, entre otros, en China y Vietnam, en Israel y Jordania, por citar sólo algunos de ellos.

Al escuchar las reflexiones sagaces de vuestro decano y al ver vuestros rostros me ha venido a la memoria la serie de países que he visitado con ocasión de mis viajes apostólicos. Me complace recordar ese mundo maravilloso, su naturaleza y su patrimonio cultural; me complace recordar esas poblaciones laboriosas, muchas veces desprovistas de bienes materiales, pero que saben resistir frente a la tentación de la desesperación. Y me complace también recordar a los hijos de la Iglesia: con sus inagotables recursos espirituales y su compromiso cristiano de cada día -a veces en un marco de indiferencia religiosa e, incluso, de hostilidad- dan testimonio de que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). ¡Cuántas riquezas humanas y espirituales en la diversidad de las naciones!

La luz de la Navidad ha iluminado este mundo con un resplandor incomparable y sigue dando su verdadero relieve a las construcciones humanas, manifestando el bien realizado y los esfuerzos emprendidos para mejorar ciertas situaciones. Pero esa luz también descubre la mediocridad y los fracasos que afectan a la vida de los hombres y de las sociedades. También este año, considerando la humanidad a la que Dios ama y no deja de conservar en su existencia y en su crecimiento (cf. Hch 17, 28), nos vemos obligados a constatar que siguen atenazándola dos tipos de mal: la guerra y la pobreza.

LA PERSISTENTE PLAGA DE LA GUERRA.

En África: Liberia, Ruanda, Sudán y Somalia.

2. La guerra desgarra a muchos pueblos de África. En Liberia, por ejemplo, el camino de la reconciliación es difícil de hallar. A pesar de los esfuerzos de la Comunidad económica de los Estados de África occidental, ese país sigue siendo teatro de violencias inauditas, que afectan también a la Iglesia y a sus fieles. Urge poner fin a esos combates, a la corriente incesante de hombres y armas que recorren su territorio, así como a las ambiciones y rivalidades personales. En 1991 el acuerdo de Yamusukro se consideró una buena base para alcanzar una pacificación rápida: ¿por qué no ponerlo en práctica?

El hundimiento de Ruanda en una guerra larvada no ha permitido que la transición democrática alcance sus objetivos. Por otra parte, los gastos militares agravan una economía que ya es precaria. Está claro que en una nación pluriétnica la estrategia de la confrontación jamás logrará establecer la paz.

Sudán sigue dividido por una guerra que opone a las poblaciones del norte y del sur. Albergo la esperanza de que los sudaneses, libres en su elección, encuentren la fórmula constitucional que les permita superar las contradicciones y las luchas, respetando las características propias de cada una de las comunidades. No puedo menos de hacer mías las palabras de los obispos sudaneses: «No es posible llegar a una paz sin justicia y sin respeto de los derechos humanos» (Comunicado del 6 de octubre de 1992). Encomiendo a Dios mi proyecto de hacer en Jartum el mes próximo una breve escala, que me brindará la oportunidad de llevar a quienes sufren un mensaje de reconciliación y de esperanza y, sobre todo, de alentar a los hijos de la Iglesia que, a pesar de las diversas pruebas, prosiguen valientemente su camino en la fe, la esperanza y la caridad.

La ayuda humanitaria que la comunidad internacional ha aportado a Somalia ha puesto ante los ojos del mundo la angustia insostenible de un país sumergido en la anarquía, hasta el punto de poner en peligro la supervivencia de sus habitantes. Tenemos que comprobar que las reivindicaciones de los clanes o de ciertas personas no conducen a la pacificación. Aliento, pues, la esperanza de que la solidaridad internacional se intensifique: de este modo todo el equilibrio del continente africano se consolidará.

África, en efecto, no puede ser abandonada a su suerte. Se impone, por un lado, una ayuda urgente en muchas zonas de conflicto o de catástrofes naturales, por otro, el amplio movimiento de democratización, cuya difusión va extendiéndose, necesita apoyo. Allí también es prioritario el nexo entre democracia derechos humanos y desarrollo. Espero que los países africanos, comprometidos felizmente en una etapa de renovación política, prosigan su marcha. Se trata, por cierto, de una marcha lenta, que presenta muchos obstáculos para quienes prefieren mirar hacia atrás, pero es el único modo para lograr el progreso, puesto que la democratización tiene como objetivo no sólo el servicio respetuoso de las poblaciones, sino también de sus opciones, expresadas libremente.

Pienso, en particular, en Togo y en Zaire, que siguen atravesando momentos de gran incertidumbre política. En este último país, sobre todo, sería conveniente que las partes interesadas eligieran valientemente el camino del diálogo y del esfuerzo generoso, a fin de que el periodo de transición desemboque en un proyecto de sociedad respetuosa de las aspiraciones legítimas del pueblo. Es evidente que esto se logrará sólo en la medida en que las diversas regiones zaireñas renuncien a la intolerancia y a la violencia, que podrían arrastrar a ese gran país hacia una aventura de consecuencias fatales.

En la región mediterránea: Argelia, Tierra Santa, Líbano, Chipre e Irak.

3. La región mediterránea no está exenta tampoco de fuertes tensiones que siembran la violencia y la muerte. Pienso en los graves hechos que han afectado a Argelia y en las serias dificultades que ponen en peligro el proceso de paz en Oriente Medio, que empezó hace poco más de un año en Madrid. Dado que nuevas violencias e intervenciones armadas podrían comprometer los esfuerzos en favor del diálogo y la paz de estos últimos meses, renuevo a todos los que participan en ese proceso mi llamamiento a renunciar a los actos de fuerza y a la política de los hechos consumados.

Por el contrario, sería mucho más fácil avanzar por el camino de la paz gracias a la negociación y al diálogo sincero y confiado, para dejar atrás la etapa de los simples encuentros. En esa zona del mundo, hoy resulta más necesario que nunca un nuevo clima de respeto y comprensión, que sería, por lo demás, un factor de equilibrio y de pacificación para los países vecinos, como por ejemplo el Líbano o Chipre, en los que los problemas pendientes impiden que las poblaciones miren con confianza hacia el futuro. No podemos olvidar que la guerra tiene consecuencias a largo plazo y que obliga a los civiles inocentes a soportar grandes sufrimientos. Tal es el caso de las poblaciones de Irak que, por el simple hecho de vivir en ese país, siguen pagando un pesado tributo de privaciones crueles.

En Europa: Bosnia-Herzegovina.

4. Excelencias señoras y señores mucho más cerca de nosotros la guerra despliega su brutalidad despiadada. Pienso, evidentemente, en los combates fratricidas de Bosnia-Herzegovina. Europa entera se siente humillada, y sus instituciones están desacreditadas. Todos los esfuerzos de paz de los últimos años han resultado inútiles. Después del desastre de las dos guerras mundiales que se habían desencadenado en Europa, se Llegó al acuerdo de que los Estados nunca más empuñarían las armas ni favorecerían su uso para resolver sus diferencias internas o recíprocas. La Conferencia para la seguridad y la cooperación en Europa (CSCE) elaboró incluso algunos principios y un código de conducta, aceptados unánimemente por todos sus Estados miembros. Ahora bien, esos principios y los compromisos que derivan de ellos son violados de forma sistemática ante nuestros propios ojos. Ya no se respeta el derecho humanitario, conquista laboriosa de este siglo. Verdaderas hordas que esparcen el terror y la muerte se burlan de los principios más elementales que regulan la vida social. Señoras y señores, ¿cómo no pensar en esos niños marcados para siempre por la visión de tanto horror?, ¿en esas familias separadas y arrojadas a la vera de las carreteras, desposeídas y sin recursos?, ¿o en esas personas enfermas y maltratadas en campos de detención cuya existencia nos parecía una cosa del pasado? A la Santa Sede llegan continuamente los llamamientos angustiados de los obispos católicos y ortodoxos, así como de los jefes religiosos musulmanes de esas regiones, para que se ponga fin a ese martirio colectivo y, por lo menos, se respete el derecho humanitario. Me hago eco de ellos, ante vosotros, esta mañana.

La comunidad internacional debería mostrar mayor voluntad política de no tolerar la agresión y la conquista territorial por la fuerza, así como tampoco la aberración de la «purificación étnica».

Por eso, fiel a mi misión, creo necesario repetir aquí, de la manera más solemne y firme, a todos los responsables de las naciones que representáis, y también a todos los que en Europa o en otras partes tienen en la mano un arma para herir a sus hermanos:

- la guerra de agresión es indigna del hombre;

- la destrucción moral y psíquica del adversario o del extranjero es un crimen;

- la indiferencia práctica frente a esas agresiones es una omisión culpable;

- por último, quien se entrega a esas acciones violentas, las excusa o las justifica, responderá por ellas no sólo ante la comunidad internacional, sino también ante Dios.

Que resuenen aquí las palabras del profeta Isaías: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5, 20). La paz sólo puede descansar en la verdad y la libertad. Esto exige hoy mucha lucidez y valentía. Los católicos de Europa imploraron esa gracia en Asís, durante el conmovedor encuentro de oración que tuvo lugar los días 9 y 10 de enero pasado. A través de la oración y la penitencia pedimos perdón a Dios por tantas ofensas a la paz y tantos desprecios a la fraternidad, suplicándole que evite a Europa esas oleadas de odio y dolor, cuyos embates el hombre parece no saber frenar.

Un continente que cambia.

5. Europa, atraída tanto por la integración comunitaria como por la tentación de la desintegración nacionalista y étnica, vive un cambio doloroso. Los focos de tensión violenta que sacuden muchas repúblicas de la antigua Unión Soviética (menciono de paso la República de Georgia y la región del Cáucaso), así como el destino del espacio balcánico influirán gravemente en el futuro del continente. Esas incertidumbres dramáticas interpelan a la pacífica y próspera Europa occidental que, desde el 1 de enero de este año, entró en una fase de «mercado único». Reforzada por la unidad de un proyecto político y económico, así como por la comunión de los mismos valores, esta Europa occidental debe continuar multiplicando los contactos y los gestos de solidaridad y de apertura hacia el resto del continente. El progreso auténtico y duradero sólo es posible con la unión de unos y otros, no unos contra otros y, mucho menos, empuñando las armas.

LA CRECIENTE PLAGA DE LA POBREZA.

Pobreza material.

6. La pobreza, ya sea material o moral, es otra gran prueba que afecta la vida de los pueblos y pone trabas a su desarrollo.

La tierra nunca había producido tanto antes, pero tampoco había habido antes tantos seres hambrientos como en nuestra época. Los frutos del progreso siguen repartiéndose sin equidad. A esto se agrega el abismo inmenso entre el Norte y el Sur. Sabéis que he querido centrar la atención de los hombres de buena voluntad en este problema a través de mi Mensaje para la jornada mundial de la paz del 1 de enero pasado en el que escribí: «Amenaza subrepticia, pero real para la paz es, pues, la miseria: la cual, socavando la dignidad del hombre, constituye un serio atentado al valor de la vida y perjudica gravemente el desarrollo pacífico de la sociedad» (n. 3; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1992, p. 12).

Los responsables políticos son los primeros interpelados frente a esa miseria en aumento, que hace que los pobres sean cada vez más numerosos, y frente a exclusiones tales como la desocupación que afecta dolorosamente a las generaciones jóvenes, el analfabetismo, el racismo, la fragmentación de la familia y la enfermedad. El mundo dispone ahora de muchas posibilidades técnicas y estructurales para mejorar las condiciones de la existencia. Hoy más que ayer cada uno debería tener la posibilidad de participar de modo digno y equitativo en el banquete de la vida. La repartición de los bienes de la tierra, la distribución justa de las ganancias, una sana reacción frente a los excesos del consumismo y la preservación del ambiente son otras tareas prioritarias que incumben a los poderes públicos.

La Conferencia de las Naciones Unidas para el ambiente y el desarrollo, que se celebró en Río de Janeiro en junio del año pasado, se esforzó por abrir ese camino. Ahora es necesario ir más allá de las buenas intenciones. Hacer participar a los ciudadanos en los proyectos sociales y darles confianza en sus gobernantes y en la nación que componen son las bases en las que se apoya la vida armoniosa de las sociedades. Fenómenos como las protestas callejeras o el clima de sospecha del que la prensa escrita y hablada se hace eco son, con frecuencia, manifestaciones de insatisfacción e impotencia frente a necesidades fundamentales frustradas: la falta de garantía de los derechos del ciudadano, su exclusión como interlocutor del proyecto político y social y la imposibilidad de hallar una solución para las dificultades que duran desde hace años. En el fondo, la causa principal de todos los problemas relacionados con la justicia es que no se respeta suficientemente a la persona, no se la considera, ni se la ama por lo que es en sí misma. Es necesario que los hombres aprendan, o vuelvan a aprender, a mirarse y escucharse unos a otros y a caminar juntos. Esto supone evidentemente que todos compartan un mínimo de valores humanos, cuyo reconocimiento puede llevar a opciones convergentes.

Pobreza moral.

7. Abordo ahora, naturalmente, esa otra forma de pobreza que es la miseria moral. La buena aceptación reservada en estos días al Catecismo de la Iglesia católica manifiesta por sí sola la necesidad de «puntos de referencia» que sienten nuestros contemporáneos. Los medios de comunicación social, reflejando corrientes de opinión y modas, transmiten a menudo mensajes complacientes que toleran todo, hasta el punto de desembocar en un permisivismo sin ningún tipo de restricción. Así se subestima o se altera la dignidad y la estabilidad de la familia. O muchos jóvenes llegan a considerar casi todo como objetivamente indiferente: el único punto de referencia es lo que favorece la comodidad de la persona, y muchas veces el fin justifica los medios. Ahora bien, notamos que una sociedad sin valores se vuelve rápidamente «hostil» al hombre, que se convierte en víctima de la ganancia personal, del ejercicio brutal de la autoridad, del fraude y de la criminalidad. Muchos pueblos experimentan hoy esta amarga realidad, y sé que los estadistas son conscientes de esos graves problemas, que deben afrontar diariamente.

Quisiera volver a expresar aquí la disponibilidad de la Iglesia a colaborar en un auténtico desarrollo moral de las sociedades por medio del testimonio de su fe, la contribución de su reflexión y el conjunto de sus obras. Pero es necesario que se le permita tener voz en el diálogo político. Muchas veces se tiene la impresión de que algunos quieren relegar la religión a la esfera privada, con el pretexto de que las convicciones y normas de comportamiento de los creyentes son sinónimo de regresión o atentan contra la libertad. La Iglesia católica, presente en toda nación de la tierra, y la Santa Sede miembro de la comunidad internacional no quieren en absoluto imponer juicios o preceptos, sino tan sólo dar testimonio de su concepción del hombre y de la historia, porque saben que proviene de una revelación divina. La sociedad no puede prescindir de esta aportación original sin empobrecerse y sin perjudicar el derecho de pensamiento y de expresión de una gran parte de sus ciudadanos.

Aunque el Evangelio de Jesucristo no dé respuestas ya elaboradas a los múltiples problemas sociales y económicos que acosan al hombre contemporáneo, muestra lo que es importante para Dios y, por tanto, para el destino del hombre. Esto es lo que los cristianos proponen a cuantos están dispuestos a oír su voz. A pesar de las dificultades, la Iglesia católica seguirá ofreciendo su colaboración desinteresada a fin de que este fin de siglo esté mejor iluminado y sepa liberarse de los ídolos de la hora actual. La única ambición de los cristianos es la de testimoniar su comprensión de la historia personal y colectiva en función del encuentro de Dios con los hombres, cuya manifestación más luminosa es la Navidad.

ALGUNOS SIGNOS POSITIVOS.

Unificación en Europa.

8. Por esta razón, vigilante pero también solidaria con las iniciativas y el progreso que engrandece al hombre, la Iglesia se alegra por todo lo que, en estos últimos meses, ha representado una victoria pacífica sobre la violencia y el desorden.

En Europa, a pesar de las incertidumbres recordadas hace unos instantes, un nuevo capítulo de la historia del continente se abrió el 1 de enero pasado. Con la entrada en vigor del mercado único se ha afirmado en una buena parte de los europeos la conciencia de constituir una misma familia y de compartir valores que provienen de su historia cercana y lejana. Esto es importante, porque el futuro no se apoya sólo en las bases de la economía de mercado. Abrigamos la esperanza de que, solucionándose los conflictos seculares, se establezca definitivamente la solidaridad y el sentido comunitario. De ahora en adelante, gracias a las estructuras comunitarias y a los mecanismos permanentes de concertación, la vida será más armoniosa para una gran parte de Europa.

En este marco quisiera alentar a los dos nuevos países europeos que nacieron igualmente el 1 de enero pasado: la República Checa y la República Eslovaca. ¡Que el carácter pacífico de la disolución de la antigua República Federativa Checa y Eslovaca, fruto del diálogo perseverante, sea motivo de felicidad para el desarrollo de cada una de los nuevos Estados y para la calidad de sus relaciones mutuas!

Angola y Mozambique.

9. Más lejos de nosotros, han tenido éxito los esfuerzos por alcanzar la paz en Angola país en el que esperamos que las dificultades de estos últimos días no pongan en peligro el acuerdo de paz firmado en Lisboa el 31 de mayo de 1991. ¡Todos han de respetar la opción de los electores! Ese pueblo tan probado, al que tuve la alegría de visitar recientemente, espera la paz. ¡Y se la merece! Los combates fratricidas que están devastando ciertas regiones no darán la victoria a nadie. Por el contrario, contribuirán únicamente a agotar los débiles recursos humanos y morales de un país que ya había emprendido el buen camino.

En Mozambique, para seguir en África, las conversaciones de Roma, concluidas felizmente, permiten esperar que las partes implicadas sepan comportarse de ahora en adelante como interlocutores del diálogo nacional que conducen juntos el proceso de pacificación y democratización que todos los mozambiqueños anhelan. Nadie puede hacerlo en su lugar. 

No podemos menos de alegrarnos al constatar la voluntad de los pueblos africanos de fundar sus sociedades sobre bases nuevas en las que el ejercicio del derecho a la opinión y a la iniciativa permita la transformación del perfil político del continente entero. Aun cuando a veces las transiciones esbozadas causen decepción, no deja de ser verdad que el movimiento de democratización es irreversible. En esta África nueva es importante que el papel central esté en manos de la población, que debe ser capaz de participar plenamente en su desarrollo. Para esto tiene necesidad de que, por una parte, las cooperaciones regionales e internacionales ayuden a prevenir las crisis; por otra, que acompañen el movimiento de democratización y su crecimiento económico.

Hacia la paz en Camboya.

10. En Asia, Camboya ha salido poco a poco de su aislamiento y ha empezado su reconstrucción gracias a los esfuerzos tenaces de la Organización de las Naciones Unidas y de los países amigos. Los compromisos asumidos en el Acuerdo de París trazaron el camino que puede conducir a una democracia verdadera y a la reconciliación nacional. Es preciso que no surja ninguna nueva dificultad que ponga en tela de juicio esos logros. La paz sólo será viable si los adversarios de ayer están animados hoy por la voluntad sincera de alcanzarla. Esperamos, asimismo, que este país que tanto ha sufrido pueda beneficiarse de la ayuda a largo plazo de una solidaridad internacional que no desfallezca.

América Latina.

11. En América Latina también este año la voluntad de diálogo regional sigue siendo fuerte. El año 1992 fue importante para el continente por las celebraciones que se realizaron. Los latinoamericanos recordaron la gran epopeya humana y espiritual del descubrimiento y de la evangelización, con sus luces y sombras. También tomaron más conciencia de sus inmensas capacidades morales con vistas a afrontar los desafíos de la hora actual y en particular, los de la justicia social. La Iglesia católica, tan presente en esa parte del mundo, seguirá aportando su colaboración especifica y proclamando que «la verdad de Cristo ha de iluminar las mentes y los corazones con la activa incansable y pública proclamación de los valores cristianos», como puse de relieve durante la apertura de la IV Asamblea general del Episcopado latinoamericano, celebrada en Santo Domingo el 12 de octubre del año pasado (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 1992, p. 9). Los fieles católicos y sus pastores, obrando de este modo, favorecerán la renovación moral de los pueblos de ese vasto continente y facilitarán así la edificación de sociedades más justas y prósperas, en el respeto de sus nobles tradiciones.

Entre los signos consoladores que han marcado la vida de esos pueblos hay que destacar el hecho de que los grupos armados han depuesto las armas, salvo por desgracia en Perú, o están a punto de hacerlo, como en Colombia. El ejemplo más elocuente es El Salvador, país en el que el 15 de diciembre del año pasado, al cabo de casi doce años de guerra, el Gobierno y la guerrilla pusieron fin de forma oficial a la lucha armada. Sólo nos queda esperar que la reconciliación proclamada se afirme cada vez más en los hechos.

¡Que esa feliz conclusión inspire a otro país vecino, desgarrado también por demasiada violencia: Guatemala! Allí como en otros sitios, la vida en armonía sólo puede fundarse en el respeto a los derechos del hombre y a la moral pública.

Haití y Cuba.

12. Abrigo la esperanza de que otros países de ese hemisferio progresen igualmente, tanto desde el punto de vista social como político. Mi pensamiento se dirige, ante todo, a Haití, donde perdura una crisis tan grave y generalizada. Espero que los haitianos logren vivir en la paz civil y conozcan de nuevo la dignidad de ciudadanos artífices de su destino. Sin ninguna demora hay que socorrer con urgencia en sus necesidades a ese pueblo tan probado. Debemos ayudarlo, como procuran hacerlo los obispos del lugar y muchas personas de buena voluntad.

No distante de allí se encuentra otro pueblo al que amo particularmente: el pueblo cubano. Las dificultades económicas que soporta y su aislamiento internacional acrecientan día tras día los sufrimientos de toda la población. La comunidad internacional no debería desinteresarse de ese país. Albergo la esperanza de que las aspiraciones de los cubanos a una sociedad renovada en la justicia y la paz se hagan realidad. Sin reivindicar ningún tipo de privilegio, los católicos intentan aportar su contribución a esa evolución interna mediante la claridad de su testimonio evangélico.

EL DEBER DE LA ASISTENCIA HUMANITARIA.

El derecho internacional.

13. Este amplio recorrido por el escenario internacional, ya tradicional en el marco de nuestro encuentro anual, ha puesto de relieve sobre todo que el núcleo mismo de la vida internacional no lo constituyen tanto los Estados cuanto el hombre. Comprendemos aquí que se trata sin duda de una de las evoluciones más significativas del derecho de gentes en el curso del siglo XX. El relieve que se da a la persona es la base de lo que se llama «derecho humanitario».

Existen intereses que trascienden los Estados: son los intereses de la persona humana y sus derechos. Hoy como ayer, desgraciadamente, el hombre y sus necesidades están amenazados, a pesar de los textos más o menos apremiantes del derecho internacional, hasta tal punto que un concepto nuevo se ha impuesto durante estos últimos meses: el de «injerencia humanitaria». Esta expresión habla a las claras sobre el estado de precariedad del hombre y de las sociedades que éste ha constituido.

Tuve oportunidad de pronunciarme sobre este tema de la asistencia humanitaria durante mi visita a la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación (FAO), el 5 de diciembre del año pasado. Una vez que se han intentado todas las posibilidades ofrecidas por las negociaciones diplomáticas y los procesos establecidos por las convenciones y las organizaciones internacionales y que, a pesar de ello, las poblaciones corren el riesgo de sucumbir a causa de los ataques de un agresor injusto, los Estados ya no tienen el «derecho a la indiferencia». Parece más bien que su deber es el de desarmar a ese agresor, si todos los otros medios se han mostrado ineficaces. Los principios de la soberanía de los Estados y de la no injerencia en sus asuntos internos -que conservan todo su valor- no pueden, sin embargo, constituir una pantalla detrás de la cual se tortura y se asesina. Porque de eso se trata precisamente. Desde luego, los juristas deberán seguir estudiando esa realidad nueva y afinar sus límites. De cualquier forma, como la Santa Sede suele recordar frecuentemente en las instancias internacionales en las que participa la organización de las sociedades solo tiene sentido si hace de la dimensión humana su preocupación central, en un mundo hecho por el hombre y hecho para el hombre.

CONCLUSIÓN.

El mensaje de la Navidad.

14. Excelencias, señoras y señores: que, a comienzo de este año, en medio del rumor de las armas y de eventos a menudo dramáticos, resuene aún el himno angélico de la noche de Navidad: «¡Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!». Todos los deseos de felicidad que nos hemos intercambiado se resumen en ese mensaje celestial. En este mundo violento, pronto a sospechar y a herir, donde los intereses a veces parecen ahogar las aspiraciones más generosas, el Niño del pesebre de Belén aporta la dulzura de su inocencia. ¡Es el signo, ofrecido a los hombres, de la compasión infinita de Dios! A vosotros, a vuestros compatriotas, a vuestras autoridades y a todos nuestros hermanos en la humanidad ofrezco cordialmente esta «buena nueva» en su lozanía eterna. ¡Aceptadla, os lo ruego! En ella se encuentra la felicidad del hombre para hoy y para siempre.

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